Pedro Marqués de Armas
De toda la obra de José Lezama Lima, Fragmentos
a su imán es lo que más cerca está de la piel, si pudiera decirse así, del
dolor y del testimonio de una circunstancia vital. Hacia 1970, Lezama había
completado un ciclo de creación que alcanzaba una radical y tal vez definitiva
contradicción: entre las operaciones de un aparato de conceptos cuya
culminación era el “sistema poético” y por fin una suerte de escape o reverso
del mismo, toda vez que debía mirar de frente un vacío no revelador: la
soledad, la muerte, la pérdida de un reino que ya no podía ser encarado desde
lo sistemático.
Importa, desde luego, la persistencia de su fe
o la insistencia sobre iguales signos culturales, pero también la brecha que le
separa de un dominio visionario; hueco, acaso, en el que intensifica esa
incesante búsqueda de algo “ilocalizable” que, no obstante, aviva su ironía y
aprendizaje frente a la partida.
Lezama comienza a escribir Fragmentos a su
imán desde finales de 1970. Libro inconcluso, pues la muerte lo interrumpe
en 1976, será publicado al año siguiente justo cuando se inicia, tarde para él
pero temprano en relación a las
manipulaciones que vendrán, una especie de descongelamiento de su obra, ya que
por casi un lustro no se le había vuelto a publicar.
Fin de partida para el escritor y partida
final (o de defunción) según el Estado, en estos años se decreta su
inexistencia civil.
Intentaré leer Fragmentos… en este
contexto y acercarlo así, consciente de los riesgos que se corren, otra vez a
lo abierto, es decir a la Historia.
Lezama había ido a parar a su casa, pero esta
salida de circulación obedecía también a otros factores: su padecimiento
pulmonar, su obesidad cada vez mayor y su depresión anímica. Este último
factor, tal vez menos evidente, tiene a mi modo de ver una gran importancia. La
circunstancia vital de este Lezama es nada menos que la del derrumbe de lo
familiar, ahora por vía de la separación y la muerte. Y este Lezama que física
y civilmente apenas puede desplazarse, recluido en su casa, se aferra a La Casa.
No podemos leer este libro fuera de aquel contexto: muerte civil, enfermedad.
Mucho se ha hablado de este período, por lo
que no voy a ocuparme de anécdotas. Lo cierto es que 1971 va a significar el
fin de una larga y relativamente lograda boda, si bien llena de pactos, con la
Revolución. Nupcias de cerca de once años, se rompen a raíz del caso Padilla y
del Congreso de Educación y Cultura.
Cuando la Revolución triunfa Lezama se
entusiasma con la figura de Fidel Castro y las posibilidades de cambio que
entonces asoman. Ve llegar el tiempo de los humildes y escribe uno de sus
textos yo diría más enfáticamente políticos, aquel que gira alrededor del Ángel
de la Jiribilla. Va a dar culminación a sus eras
imaginarias, pues cree que la imagen poética ha encarnado en la última era posible (ver “Lecturas”,
1959, reelaborado en “A partir de la poesía”, 1960). He dicho enfáticamente
político aunque lo adecuado sería decir ingenuamente político. Lo cierto es que
la percepción de la historia en Lezama siempre fue una percepción poética.
Siempre estuvo en fuga de lo político y esta aparente entrada tiene también un
matiz religioso y ético que por suerte o desgracia no va a contemporizar por
mucho tiempo con el orden establecido. Fue, no digo lo contrario, un
acercamiento legítimo, pero a estas alturas podemos entenderlo como el
agenciamiento que el poeta hace de una nueva circunstancia. En definitiva, usó
o creyó usar a su favor la historia, para culminar y hacer más coherente su
sistema poético, con el que bregaba desde la década del cuarenta.
Más adelante esta relación con lo propiamente revolucionario
pasa por otras agencias, bien visibles en los textos que escribe sobre el Che y
el 26 de Julio, pero repito, siempre desde una mirada poética que apunta más a
su metáfora que a una definida participación. De este cruce discursivo se han
derivado los usos ideológicos que todos conocemos, con un monto de ganancia para
la elaboración de una jerga nacionalista, una política concreta de Estado. Por
supuesto que este uso tiene también como punto de partida su obra anterior al
cincuenta y nueve, pero siempre de una manera deformada, por aquello de que el
Estado necesita hacer las peores lecturas; y, en el caso Lezama, bastaba con
inflar un poco, es decir, con ahuecar sus opiniones y conceptos.
Pero en realidad esas bodas abrieron para la
literatura cubana muchas posibilidades, que el propio régimen truncó. No sólo
porque se publican sus libros (sólo en el setenta aparecen tres: Poesía Completa, La Cantidad Hechizada, Valoración
Múltiple), sino también por su labor como editor y promotor cultural,
además de que son los años en que completa, como arqueólogo, su esquema de las
letras cubanas.
Sin embargo, todo esto ha quedado atrás en Fragmentos a su imán. No encontramos
aquí la realización de los grandes topoi: ni una continuidad del sistema
poético, ni una continuidad del barroco, ni siquiera del poema como espacio de
representación a su modo clásico. Y es que asistimos a varios movimientos de
retirada; no diría ya de vaciamiento absoluto, pero sí de retirada. El Lezama
de Fragmentos… experimenta el barroco
como cárcel, el sistema poético como horror y la metáfora como algo que va
perdiendo espesor y por tanto valor de cambio dentro de su escritura. Hay un
poema del libro que define esta triple retirada: “Retroceso”.
Es obvio que esto haya ocurrido; y sin duda
fue este encierro civil, esta crisis que atravesaba en los setenta, lo que
habría de precipitar el desvío. La escritura se presenta entonces como registro
contra-civil, no como respuesta ni mucho menos denuncia, pero sí como huella
que muestra una relación diferente con el afuera. Al “abandonar” la ciudad, Lezama
se aparta del barroco; más adelante veremos por qué. Y al tener por único
ámbito la casa (ahora espacio en ruinas, drama familiar) se aleja de toda
extensión genética. Sabemos cómo Lezama manejó el mito de la familia: una
teleología insular que legitima su propio origen; una morfología de la cultura
de raíz ancestral; un barroco americano que se da por filiaciones parentales (La Curiosidad Barroca, etc.); incluso
una novela o más bien “romance familiar” decididamente monológico y cerrado en
torno a la misma tesis. Ahora el mito es desechado; en lugar de la extensión,
de los grandes espacios, aparece el recogimiento en un punto, la intensidad del
fragmento como lógica de la escritura y de su imaginario.
Si hay un sujeto por excelencia en el libro
ese sujeto es el horror. El hablante, la voz de estos poemas alude a la soledad
y clama por un apoyo y una libertad de movimientos. Si bien desplazado, el
horror se revela como epítome del horror de la historia. La crisis del escritor
en modo alguno puede ser disociada de ese entorno que, por otra parte, no podía
ser expresado más que a partir de cierta crisis conceptual. Precisa de un nuevo
lenguaje para expresar esta circunstancia y la escritura responde con fuerza,
con una sorprendente y poderosa capacidad de cambio.
No obstante, se seguirán haciendo lecturas que
intenten leer este libro no desde un desvío sino desde una continuidad;
lecturas en el orden de la Cintio Vitier, como aquella que aparece en el
prólogo a la primera edición y que en modo alguno justifica su título: “Nueva
lectura de Lezama”. Se mantendrá el gesto de estirar a toda costa el caparazón
conceptual de Lezama para que el análisis asuma cierta consecuencia.
Pero realmente se trata de un desvío: el
pasaje en paralelo, pero en direcciones contrarias, de todo aquello que se
retira y de lo otro que entra, incluyendo, más allá de la escritura, una
comunidad afectiva, una manera diferente de concebir la amistad, ya no como “culto” sino como alianza; ejemplo
de ello, su diálogo con Virgilio Piñera a lo largo de estos años, diálogo que
da cuenta de algo más valioso que la trascendencia… Ahora bien, la explicación
final de por qué un texto se nos revela con semejante fuerza no existe. Se
trataría de otra ficción, la cual incumbe a la lengua, allí donde escritura e
historia se cruzan. No obstante, por ahora podemos conformarnos con el hecho de
que esta fuerza topa aquí con la inversión de los valores más preciados de
Lezama.
Hay que advertir también que Lezama escribe
muy poca poesía en los años sesenta. Después de Dador hay cierto receso; y en este receso pasa por el trabajo intenso
con la prosa. Trabaja en los últimos capítulos de Paradiso, escribe Oppiano
Licario, y como si este ejercicio hiciera posible una economía de lenguaje,
regresa con un nuevo estilo. Regresa a la poesía con otra marca, un lenguaje en
alguna medida inédito, más sujeto a lo novelar
que a lo propiamente novelesco (y que tendría por emblema “Dos familias”, ese
extraordinario poema que más bien parece el borrador de una enigmática
narración por venir). Hay una velocidad en su escritura de los setenta que se gesta
sin dudas en la década anterior.
Fragmentos…
implica una ruptura. Lo mismo ocurre en el Diario
de campaña de Martí, esos libros finales de los grandes escritores: un
corte abrupto afecta la escritura. Y aunque se trata de registros muy distintos,
puede decirse que ambos trabajan en el interior de ese corte, digamos que
intensificado por la certeza del límite: la cercanía de la muerte. En este
sentido, son escrituras escapadas. La muerte deviene pregunta que no tiene más
respuesta que la puramente textual (o reciamente vital), aun cuando aparezca
recortada por la historia. Aun cuando una particular relación con la historia
conforme el borde de esta herida. Poco importa ya el mensaje, la seña cultural
o religiosa en cuestión, si vemos que esa pregunta atraviesa una y otra vez un
hueco para borrarse y diferirse constantemente.
En el caso específico de Fragmentos…, pues no corresponde aquí considerar el Diario de Martí, se trata del tokonoma. Concretamente me refiero a “El
Pabellón del Vacío”. En este último texto, escrito poco antes de morir, todos y
cada uno de los valores con que el escritor había bregado hasta el momento,
fluyen relativizados. En vano intenta poblar un hueco que, bien visto,
constituye lo real, aquello que relega o resiste cualquier efecto de
simbolización. Si bien signos contrarios (Oriente/Occidente, etc.) dominan el
texto, éstos no operan ya por oposición ni síntesis sino que participan de un
devenir que deja atrás todo contrapunto binario, un devenir que prefiero llamar
paradójico. El vacío del tokonoma es
múltiple; y lejos de proponer una salida ofrece un escape virtual. Se le
atraviesa pero para topar con lo mismo, para devenir a la vez y a un mismo
tiempo -como decía Deleuze- más pequeño y grande de lo que se es. Este juego no
implica trascendencia alguna: consiste en el puro deslizamiento de la
escritura. Cualquier análisis en profundidad se desinfla. La paradoja es
instrumento con el cual el escritor intenta manejar un presente adverso que ha
de volverse necesariamente lúdico. Las culturas y sus signos contrarios pasan
el tokonoma para formar un “tercero”
que no persigue una finalidad (un telos),
ni una superación (hipertelia).
Conviene observar estos movimientos de
retirada. Retirada del barroco primero: la ciudad secuestrada. Como en el poema
“Estoy”, el poeta no pasa de la esquina. De ahí que este recorrido, jadeante,
precario, sea completado con largos desplazamientos imaginarios que constituyen
el otro aspecto de un drama que me atrevería a llamar cinético. El hombre
no anda la ciudad de la que ha sido expulsado, pues tiene por límite la casa
-una casa cuyo techo es la noche y cuya consistencia son esas alucinaciones de
la ausencia que abundan en los textos.
Ahora bien, a la vez que real, es ésta una retirada simbólica, y en este sentido una
retirada del capital simbólico con que Lezama había construido su poesía
anterior. No están aquí los referentes citadinos, portuarios, ni opera tampoco
aquel movimiento de la metáfora como cacería de que habla en su ensayo sobre
Góngora y que hizo a Lezama concebir el poema como espacio amurallado. No es el
texto polis barroca, sino lugar exiguo, casi abandonado. La materia que arma el
poema no implica una resistencia frente al tiempo, pues al fin Lezama ha
entrado en la temporalidad. De cara a la muerte, fecha cada poema del libro; esto
no es ya, por supuesto, el tiempo del origen sino una suerte de conteo
regresivo. Hablaba del poema como espacio resistente frente al tiempo y vemos
que establece este conteo, minucioso, de día en día. Es la manera propia del
diario, cercana al registro confesional y doméstico, mientras el modo militar
-la metáfora cacería- deserta de una vez por todas. La idea del poema como
lugar habitable (que sabemos extensión del ceremonial origenista con sus
santos, bodas y bautizos), no se realiza entonces y el texto condiciona -¡qué
remedio, el escritor no tiene a donde ir!- su inhabitabilidad.
En este sentido es necesario apuntar la
definición del propio Lezama cuando en el poema “El cuello” (donde enuncia:
“Yo, como una rana, dentro de la botella”) se refiere al barroco como “barroco
carcelario”. Es una definición negativa y es obvio que ha topado un límite: no
el cuerpo ciudad, el cuerpo texto, sino el propio, o para ser más
exacto, la imagen corporal pero también afectiva del nuevo sujeto que se
construye. La voz de Lezama es ahora a menudo la de un hablante en primera
persona. Asume uno y otro dobles, una y otras voces: un bulto forrado, un saco
de harina, otro gordo que va a su encuentro; pero siempre referidos a la
pregunta por el cuerpo individual, calcos de su imagen física. Y un poco que se
aleja de aquellas figuras animales con las que entretejía una densidad, todo un
entramado, aquel grotesco más frío e impersonal de su poesía anterior, que no era
sino una máscara… No obstante, habría que dejar claro también la condición legal que sustenta esta noción
de lo carcelario; preso, sí, en el cuerpo, pero como consecuencia de aquel edicto impronunciable que decreta prisión domiciliaria...
Hay cierto cansancio de estilo, a la vez, y es
curioso. Justo cuando el barroco se convierte en emblema que el mercado
manipula a su antojo, arrastrando consigo cualquier distinción entre los
escritores latinoamericanos, asiste Lezama a esta vivencia de quien se sabe
apresado en cierta lógica del encierro. En una carta de 1975 expresa claramente
que es un término que ya viene resultando “apestoso”, y en una entrevista
recogida en Valoración Múltiple -entre
uno y otro momento escribe la mayor parte de estos poemas-, también cuestiona
estos usos del concepto barroco. No se trata de un mero indicador externo, como
tampoco de sugerir que pretendiera afiliarse a otro estilo; pero no deja de ser
sintomático el hecho de que se tome esta molestia, luego de haber realizado y
propugnado una literatura propiamente barroca. La retirada de lo que se ha dado
en llamar el barroco lezamiano, si bien no absoluta, como apuntaba, no sólo es
patente sino que se presenta además como un fenómeno bastante complejo; y se
habría producido en mayor medida de haber vivido Lezama algunos años más.
Existe todavía otra disyunción: el barroco que
definiera como “espacio gnóstico”, “discontinuo bosque americano”, etc., no fue su modelo por excelencia: se sirvió de
él en sus ensayos pero apenas en su proyecto poético, incluyendo las novelas.
(Es posible distinguir en Lezama entre una “teoría” de la cultura y sus
invenciones verbales, como también entre su escritura y su pensamiento, para no
hablar ya entre escritura y nacionalismo). Su creación poética se inscribe
preferentemente en un orbe citadino, el cual no terminaba de ajustar cuentas
con una tradición previa al romanticismo, pues Lezama empotró buena parte de la
literatura occidental -Góngora sobre todo- en su mítico emporio habanero. Su barroco
fue citadino, por extensión militar, marítimo o portuario, toda vez que fue ese
su principal archivo, no las culturas vecinas. Lo vemos en Aventuras Sigilosas, donde los textos tienen este aire; lo vemos en
“El coche musical”, más carnavalesco; y lo vemos en el decorado exterior y en
esa síntesis “sanguínea” de sesgo criollo que es Paradiso. Siempre puede adivinarse, incluso aislarse, bajo la armazón
hialina de sus metáforas, una y más referencias sensibles. Esto, sin embargo, no
afecta ni niega otro problema, el de la lengua: porque la lengua que Lezama
inventa no se mantiene atada a región alguna; se apoya en ellas, traza en su
caso un perímetro, una “coordenada habanera”, pero en nada la recorta
definitivamente a escala de espacio, menos al de una nación. No obstante el
vínculo es inobjetable, la superficie de inscripción evidente.
El secuestro civil y el retórico se pusieron
pues de acuerdo para que Lezama pugnara por encontrar otra cifra, la marca
acorde a una circunstancia. Lo que empuja el lenguaje a otra economía, al
cambio, acechaba sin duda afuera, pero sólo era posible en virtud de una
deslumbrante capacidad de cambio. Se vuelve hacia el cuerpo, ahora como
significante que se bambolea, como testigo por excelencia y escindido de esta
retirada. También el cuerpo sobra y en vano intenta quitárselo como una capota.
Se ha quitado de encima (por fuerza) la ciudad, no logra zafarse del cuerpo. En
este sentido, Fragmentos… es
resultado de una tensión extrema que se establece entre la gravedad de lo que
persiste y ciertos “devenires” que procuran quebrar, y de hecho agrietan, la
coraza. Estilo inclinado a la entropía y al escape continuo, topa con la
materia siempre resistente del lenguaje. Y es que al desatar los entramados
míticos y metafóricos, la escritura oscila desde lo que podría llamarse un
“barroco negativo” hasta una expresión particular y alucinada que sólo tiene
“lugar” a la intemperie.
Retirada de la metáfora: el testimonio del
cuerpo fue su condición ineludible. Si antes medraba con diversos objetos
imaginarios, residuales, excrementicios, ahora la imagen se organiza alrededor
de este significante-cuerpo cuya voz es la del testigo; voz contra-civil,
informa del drama sin que éste alcance un estatus plenamente romántico. Ni la
casa ni el cuerpo se presentan en tanto extensiones de la cultura. Cualquiera
que sea, la extensión no logra ya emplazarse y el texto no ampara esos grandes
espacios; se abre a lo intensivo, a la intensidad de lo fragmentario, como
hemos dicho antes.
La retirada de la metáfora se observa también en el modo de titular los poemas. No anuncian ya aquellos densos discursos que apelaban a la tercera persona. No son ya para nada emblemáticos ni elegantes (no requieren “esfuerzo poético”), salvo “Nacimiento del día”, tal vez “Fabulilla de Dánae”, quizás alguno otro. Casi todos apuntan a una suerte de función verbal; acciones o actos transitivos que señalan claramente el drama cinético. Títulos como “Sorprendido”, “Oigo Hablar”, “Retroceso”, “Brillará”, etc., además de muy económicos, descubren una materia basta, esquiva a cualquier altivez. Otros aluden a espacios mínimos, cerrados; “El cuello”, por ejemplo, que es donde concluye con la alusión a un “barroco carcelario”. Otros títulos en este orden serían: “El abrazo”, “¿Y mi cuerpo?”, “La Caja”, incluso “Pabellón del Vacío”, el cual puede leerse como “último acto” o intento de escapar virtualmente a este encierro. En ocasiones aluden simplemente a la persona concreta a quien va dedicado el poema: “Mi esposa María Luisa”, “María Zambrano”, “Virgilio Piñera cumple 60 años”, “La mujer y la casa”, entre otros. Por último, algunos no pasan de ser enunciados truncos: “No pregunta”, “Lo que no te nombra”, poemas que hablan del miedo y de la exclusión, que bordean más bien dichos tópicos sin atreverse a nombrarlos. En fin, más que títulos se comportan como subtítulos, como créditos de una obra que parece haber llegado al final y que no tiene ya mucho que anunciar porque acaso no lo precisa.
Una de las obsesiones de Fragmentos… es la amistad, a veces más bien la ausencia de ella,
espera que puede ser grata o amenazadora según la calidad de tales
visitaciones. El otro, ausente, deviene presencia fugaz que habría que conjurar
en el ritual de la charla, o apartar cuanto antes de tratarse de una
intromisión diabólica. Está en juego, casi siempre, un vínculo alucinante con
los demás, lo mismo que con los objetos del entorno inmediato. Se trata del
devenir fantasmático de la familia, pero también de la entrada apremiante, a
ratos fantasmagórica, del otro como sucedáneo. Las paredes, objetos, trayectos,
muebles, etc., se amontonan, se enciman sobre la percepción. De ahí la calidad
onírica de estos poemas que ha hecho a algunos sugerir cierto surrealismo
tardío.
En este sentido, creo que habría que atender
al rasgo “psicológico” que da soporte a esta obra, pues debe mucho al estado de
ánimo por el que Lezama atravesaba. Un estado de conciencia entre depresivo y
alucinatorio y en consecuencia desbordado por el subconsciente. Los que le
conocieron confirman ese ánimo producto de sucesivas pérdidas familiares. Muere
la madre en el 63, luego una hermana y de algún modo también Eloísa, la otra
hermana que parte al exilio. Lezama empieza a moverse en un escenario, si en
otro tiempo a salvo, ahora fragmentado, tocado por estas pérdidas y en el que
dialoga con una serie de ausencias, como les llamaba. Se ha hecho una
interpretación de la ausencia en Lezama como algo que se relaciona con lo
diabólico. En el prólogo a la primera edición de Fragmentos… Vitier establece una especie de balanza entre el bien y
el mal, y si bien reconoce el predominio de lo oscuro (lo que delata su
desconcierto), intenta resolver este desnivel contraponiendo cierto ethos y equilibrio martianos que cree
encontrar en algunos versos. Pero la ausencia no implica, al menos en
principio, el mal, sino el bien ausente (la familia). Sólo más tarde el dolor y
soledad rinden su deuda al hastío, y esta queja por el abandono condiciona un
uso más complejo o dinámico de lo diabólico. No hay que separar el bien del mal
sino observarlos en el nudo que los forma. En el hombre melancólico, la
ausencia agita, dijo Burton, “terrores y pavores con cola de azufre”. Y es que la
imago protectora de la madre se ha debilitado, el Edipo se exaspera y troca esa
imago en una entidad persecutoria. Tiene pues que incorporar este fantasma que
ya no lo protege y termina por repartir cicatrices en el rostro. Además, en
estos años Lezama trabajó lo diabólico de otro modo, muy diferente a la manera
de Aventuras Sigilosas, donde el bien
y el mal sí aparecen colocados (no sólo explícita, sino intencionadamente) en
una balanza. Pero en Fragmentos no ocurre así; desaparece tal
equilibrio, semejante oposición binaria. Hay que recordar, por otra parte, la
fuerza que el mal adquiere en el personaje Foción, al punto que relega el lugar
del conocimiento y de la ética sustentado en las demás figuras de Oppiano. Lezama solía repetir que cuando lo cotidiano
se rinde al hastío asoman demonios por los orificios, y vemos que estas visitas
le hacen compañía y entretienen un tanto este momento. Coquetea con ellos.
Sobre los objetos y en cada rincón bailan y sonríen desmesuradamente. Cambian
las cosas de sitio. Es el cenicero que se llena de escamas, la candela del
cigarro que reemplaza los ojos de los que no van a llegar, el sillón que se
mueve hacia la cama. No faltan cuerdas y poleas que accionen esta atmósfera
siniestra, ni animales que la representen, que suelen ser deformaciones
especulares, copias del cuerpo: Lezama rana, Lezama gato, Lezama hormiga,
devenir animal de un hombre que se detiene con la respiración entre dos piedras
hasta llegar, de un salto, al último texto.
¿Estuvo Lezama realmente alucinado? Es
conocido que jugaba con estos motivos. En una ocasión le comenta a un visitante:
-en ese rincón ha estado mi madre toda la
noche, sólo con su arribo se ha esfumado. Lezama escribe en la madrugada,
escribe y fuma: los tabacos que sus amigos le llevan (además de precipitar su
muerte) aumentan su disnea y distorsionan su percepción. Podemos sospechar una
consciencia alucinada. Las construcciones surrealistas se aprecian a menudo:
lee con especial atención Locus solus
de Roussel y La Bruja de Michelet.
Lecturas y estado de consciencia se dan la mano. Por otra parte, no habla sino
de Tánatos, del temor al viaje. Su pulsión de muerte se habría disparado. Pero
el surrealismo practicado tiene más en común con ese devenir imperceptible que
sorprende Deleuze en Alicia. Si bien manejó a menudo el culto de la alucinación
(la famosa escena de Paradiso en que
la unos yaquis arrojados al suelo configuran el rostro del padre muerto), esto
es todavía algo que se trama novelescamente. Acá lo invade, en cambio, un
componente perceptual muy vivo. Esos tabacos que recrudecen su asma y aceleran su muerte, lo mantienen a la vez despierto, vigilante, vigilante en su vigilia vigilada,
y escribiendo no sólo en la noche sino la noche.
Mientras más oprimido -parece ser la fórmula
de este drama cinético y civil- y, por tanto, mientras menos móvil, más intenso
el desplazamiento. De una parte, la angustia del que no puede moverse, del
hombre adherido a la madera del sillón, y de otra esos súbitos deslizamientos
que rompen la inercia. El tokonoma
viene a ser, entonces, un punto de fuga; ese “punto volado” de un cuerpo que se
evapora para acceder intacto, recobrada la imagen, a la otra orilla. Pero no
topa con el Vacío, como pudiera derivarse de una lectura simbólica, sino con
poblaciones imaginarias, lúdicas, más bien simpáticas: esos patinadores del
paseo del Prado que remiten a algún pliegue infantil. El cuerpo, asediado por
la singularidad del drama, encuentra al atravesar el tokonoma, series, bandas plurales de una simpatía extraordinaria.
Si algún sentido existe no lo produce el énfasis cultural en cuestión
(Oriente/Occidente) sino el ansia de libertad, la cual se prueba en el plano
inmanente de la escritura. Lo que puebla y despuebla el poema son cantidades,
series lúdicas que constantemente cambian: “bachilleres con estandartes de
nieves”, “peloteros describiendo un helado de mamey”.
Correspondería ahora regresar a la forma de
estos poemas. La experiencia con la prosa, con la ficción, fue decisiva en este
sentido. No es que Lezama deje de ser oral pero por vez primera es
verdaderamente coloquial. No se trata de esos circunloquios platónicos que
abundan en Paradiso, tampoco de su
forma de hablar, tan recordada, sino de una manera confesional, de soberana
dicción, derivada de una voz que no siempre recibe el eco o retorno. Y sin
embargo, es esa voz la que empieza a dialogar en poesía. Hay un paso de la
tercera a la segunda y primera personas. El poema dedicado a María Luisa, por
ejemplo, está escrito en segunda persona, como el de Víctor Manuel, inmejorable en este sentido, de una intimidad pasmosa. Se trata de piezas dialógicas,
no obstante, pues a pesar de esa ausencia de eco, otra voz interior lo ronda, sutilmente. Desde luego se torna más
narrativo, descriptivo incluso, y en vez de girar sobre enunciados múltiples,
que pasan y generan entramados diversos, gira sobre series mínimas, acontecimientos, a veces una
sola serie que obliga a continuar un trazado, un trayecto solo interrumpido al
final.
Si en otros libros teje y desteje la imagen y
lanza al margen al sujeto, aquí lo incorpora escindido, lo hace parte de un
evento un tanto gótico donde a este sujeto se le revela su deformación
especular. No es puesto al centro, continúa al margen, sólo que en un ángulo
desde el cual asiste a su escisión. Por otra parte el uso de versos más
cortos. Son pocos los poemas de Fragmentos…
en que el verso toma toda la pagina. Es una escritura cada vez más
jadeante, y Lezama no para de cortar, no deja de detenerse. Funcionan como
versos escalas, hechos más bien para ser trepados, así la hormiga que trepa una
escalera vacía y que se dirige, como se recordará, a un basurero (“La escalera
y la hormiga”).
No hay imagen más ávida que la de este Lezama
tratando de arrancarle un pedazo a la noche y a la vez la noche apartándose de
él… “Me acerco y no veo ninguna ventana”. Lo que tenemos como límite de la escritura
es el cuerpo, y la casa, y lo que tenemos como límite que aplasta este espacio y
lo abre a la exterioridad es la noche, o sea una casa cuyo techo es la noche.
De ahí la relación de Lezama con esa noche que es el fantasma de la madre y que
él trata de asir. Hay por tanto una necesidad de apoyo (cuasi físico), un combate muy ávido y nunca resuelto. No es el poema como dominio, dominio del barroco, barroco señorial. Aquí la resistencia quiebra el nuevo
espacio del poema. Lo que esta noche devuelve, además de un agónico forcejeo, es
una herida narcisista, muy propia del fracaso de una relación dual, imaginaria
con la madre. En el poema “Doble noche”, aquel sujeto que intenta apoyarse y
asir algo -el propio Lezama- termina recibiendo cicatrices por el rostro.
Por su parte, en “¿Y mi cuerpo?” se vuelve de
nuevo a una atmósfera de objetos y enseres: es la triada del colchón, la marea
y la noche. O sea, otra vez la inestabilidad y angustia por el movimiento.
“Siento que nado dormido dentro de un tonel de vino. Nado con las dos manos
amarradas”, dice, en la que constituye una de las
imágenes-testimonio más intensas de la poesía cubana.
Habría por último que reconocer que, sin necesidad
de develar o de insistir demasiado en lo
que no es misterio -el daño que el régimen totalitario imprimió a la vida y
la obra de Lezama-, se pueden percibir claramente los varios vectores que
explican su dolor, a menudo trocado en castigo, como también su resistencia
personal y creadora, al margen de viejos conceptos y de gastados ceremoniales.
Como huella de este drama, quedan todas esas
deformaciones especulares, sombrías y grotescas, pero también rientes: Lezama
rana, Lezama saco, Lezama corcho, etc.
En febrero de 2002, Reina María Rodríguez me invitó a dar una
serie de charlas sobre literatura cubana. Durante varias semanas seguidas, en
la Torre de Letras, y ante un público de amigos y curiosos, se habló sobre las
siguientes obras y autores: “La Ronda”, de Zequeira; “La Gran Puta”, de Piñera;
“Fragmentos a su imán”, de Lezama; Julián del Casal (escritura, cuerpo,
enfermedad) y Lorenzo García Vega (sus primeros ensayos, Los años de Orígenes,
etc.)
De aquellas charlas solo conservé la grabación
de dos de ellas, la de Zequeira y la de Lezama. Por fin las he transcrito y
mejorado, tratando de respetar, en lo posible, el orden de la exposición y el tono oral de las
mismas.
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