Desde los primeros albores del día, oíase por
todas partes el monótono ritmo de aquellos grandes tambores, hechos de un
tronco ahuecado y cubiertos por un extremo con un parche de cuero de buey que
se templaba al fuego. Los criados abandonaban las casas muy de mañana; y de las
fincas cercanas a la población acudían las dotaciones; unas, atestando los
vagones traseros del ferrocarril; otras, hacinadas en las carretas que
conducían los enormes barriles de azúcar; y no pocos a pie. Todos corrían a
incorporarse a sus cabildos respectivos, que tenían por jefe, generalmente, al
más anciano de la tribu o nación a que pertenecían.
Por donde quiera se formaba un gran corro. Los
enormes tambores se colocaban a un lado a guisa de batería. A horcajadas sobre
ellos batían incansables los tocadores con sus callosas manos, a las cuales se
ataban esferas de metal o madera huecas llenas de granallas y rematadas por
plumas, el terso cuero de buey, agitando los hombros, crujiendo los dientes, a
medio cerrar los ojos, como embargados por fruición inefable. En el centro del
corro bailaban dos o tres parejas, haciendo las más extravagantes contorsiones,
dando saltos, volteos y pasos, a compás del agitado ritmo de los tambores. La
agitación y la alegría rayaban en frenesí. El capitán, aquel conjunto de piel,
huesos y nervios, aquella pobre arpa desvencijada, seguramente que recordaba
los días de su juventud, pues que no tan solo vociferaba hasta enronquecer,
sino que entusiasmado, entraba a menudo a formar parte del grupo de bailadores. El de la
banderola la hacía flamear paseándola sobre el grupo. Las abundantes plumas de
pavo real que llevaban atadas a la cabeza los bailadores, estremecidas por sus
ágiles movimientos, brillaban con tornasoles metálicos a la luz que sobre aquel
abigarrado conjunto dejaba caer a plomo el ardiente sol. Los espejillos de los
sombreros, las lentejuelas y los tisús de los trajes, las grandes argollas de
pulido oro que colgaban de las orejas de ébano, las alcancías que pasaban de
mano en mano para recibir de los espectadores el aguinaldo, los sablecillos, todo
destellaba como para deslumbrar la vista mientras el ruido aturdía los oídos.
Las miradas chispeaban en aquellos rostros de pura raza etíope, las bocas rojas
y de dientes blancos y agudos se abrían para dejar escapar salvajes gritos y
carcajadas. Los cencerros, cascabeles, tambores, fotutos, rayos triángulos,
enormes marugas, acompañaban el vocerío que todo lo asordaba.
Luego salían del Palacio para dejar espacio a
otros e iban desfilando, en perfecto orden, los congos y lucumís con
sus grandes sombreros de plumas, camiseta de rayas azules y pantalón de percal
rojo; ararás con sus mejillas llenas de cicatrices, de cortaduras de
hierro candente, repletos de caracoles, colmillos de perro y de caimán, cuentas
de hueso y de vidrio ensartadas y sus bailadores metidos hasta la cintura en un gran rollete
formado con un aro cubierto de fibras vegetales; los mandingas, muy
lujosos con sus anchos pantalones, chaquetillas cortas y turbantes de género de
seda azul o rosa, y bordeados de marabú; y tantos otros, en fin, de
nombre enrevesado y caprichosos trajes que no estaban hechos enteramente al
estilo de los de África, sino reformados o modificados por la industria
civilizada.
En los barrios extremos y calles menos concurridas, campaban por
sus respetos los ñáñigos cubiertos de un capuchón de burdo género, algo
parecido al de los sayones del Santo Oficio... Las demás tribus llamaban la
atención por lo pintoresco y exótico de sus cantos, trajes y bailes (…)
Pero no todos los negros ingresaban en los
cabildos; que los criollos y algunos de nación, lo tenían a
menos. Y en vez de colgarse aquellos salvajes adefesios, que constituían
los trajes de sus paisanos, vestíanse por los figurines de París. La
elegancia consistía en la exageración de la moda; por eso el sexo débil
tenía la preferencia por las cintas, moños, flecos, grandes aretes,
vistosas mantas, profusión de sortijas, pulseras y contrastes de
colorines. En el sexo fuerte se traducía esta preferencia por el marcado propósito
de agrandar los cuellos, lucir la rizada pechera de la camisa, abultar
la corbata y escoger el género de los pantalones y el chaleco con las
pintas más señaladas. Otros vestíanse de marineros, y a cuestas con un barco
pequeño, en vaivén contínuo sobre un pedazo de arrugada lona pintada de
verde y blanco, que figuraban las olas espumosas del mar, iban repitiendo
en canciones más o menos aceptables, que les dieran el aguinaldo. Otros,
independientes, se vestían de minstrels y arrancaban la propina a
fuerza de payasadas. No pocos cargaban con la imagen de la Virgen de
Regla o del Cobre, la metían entre vidrieras, la encintaban, le colgaban unos
cuantos milagros e iban explotando en provecho propio la devoción de los demás.
"El día de reyes", (fragmentos), La Habana Elegante, 9 de enero de 1887.
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