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sábado, 9 de junio de 2012

Ramón Meza: El día de reyes

 


 Desde los primeros albores del día, oíase por todas partes el monótono ritmo de aquellos grandes tambores, hechos de un tronco ahuecado y cubiertos por un extremo con un parche de cuero de buey que se templaba al fuego. Los criados abandonaban las casas muy de mañana; y de las fincas cercanas a la población acudían las dotaciones; unas, atestando los vagones traseros del ferrocarril; otras, hacinadas en las carretas que conducían los enormes barriles de azúcar; y no pocos a pie. Todos corrían a incorporarse a sus cabildos respectivos, que tenían por jefe, generalmente, al más anciano de la tribu o nación a que pertenecían.
 Por donde quiera se formaba un gran corro. Los enormes tambores se colocaban a un lado a guisa de batería. A horcajadas sobre ellos batían incansables los tocadores con sus callosas manos, a las cuales se ataban esferas de metal o madera huecas llenas de granallas y rematadas por plumas, el terso cuero de buey, agitando los hombros, crujiendo los dientes, a medio cerrar los ojos, como embargados por fruición inefable. En el centro del corro bailaban dos o tres parejas, haciendo las más extravagantes contorsiones, dando saltos, volteos y pasos, a compás del agitado ritmo de los tambores. La agitación y la alegría rayaban en frenesí. El capitán, aquel conjunto de piel, huesos y nervios, aquella pobre arpa desvencijada, seguramente que recordaba los días de su juventud, pues que no tan solo vociferaba hasta enronquecer, sino que entusiasmado, entraba a menudo a  formar parte del grupo de bailadores. El de la banderola la hacía flamear paseándola sobre el grupo. Las abundantes plumas de pavo real que llevaban atadas a la cabeza los bailadores, estremecidas por sus ágiles movimientos, brillaban con tornasoles metálicos a la luz que sobre aquel abigarrado conjunto dejaba caer a plomo el ardiente sol. Los espejillos de los sombreros, las lentejuelas y los tisús de los trajes, las grandes argollas de pulido oro que colgaban de las orejas de ébano, las alcancías que pasaban de mano en mano para recibir de los espectadores el aguinaldo, los sablecillos, todo destellaba como para deslumbrar la vista mientras el ruido aturdía los oídos. Las miradas chispeaban en aquellos rostros de pura raza etíope, las bocas rojas y de dientes blancos y agudos se abrían para dejar escapar salvajes gritos y carcajadas. Los cencerros, cascabeles, tambores, fotutos, rayos triángulos, enormes marugas, acompañaban el vocerío que todo lo asordaba.  
 A las doce del día la diversión llegaba a su apogeo. En las calles de Mercaderes, Obispo y O'Reilly era un procesión no interrumpida de diablitos.  Todos se encaminaban a la plaza de Armas. A poco la muchedumbre colmaba aquel lugar y a duras penas podía transitarse por los costados del Palacio de Gobierno. Los espectadores invadían los balcones, las aceras, y se trepaban en las bases de las columnas, en las ventanas y en los bancos de piedra que rodeaban la plaza. Las hileras de laureles con sus copas enormes y de oscuro verde, los arbustos de la plaza de hojas pintorreadas y de flores varias, las esbeltas palmas que recortaban la silueta de sus elegantes penachos sobre un cielo del más puro y bello azul, los marineros de todas las naciones que bajaban en grupo para presenciar medio azorados aquella exótica fiesta, los soldados que custodiaban los edificios cercanos a la plaza, las múltiples banderas que flameaban con el viento y los mil colores con que adornaban sus trajes los negros, ofrecían, a la verdad, el más pintoresco espectáculo. Los cabildos iban entrando por turno al patio del Palacio, en cuyas bóvedas repercutían durante muchas horas el atronador redoble de los tambores, los salvajes cantos y los entusiastas vivas de los africanos. Y mientras abajo extremaban sus habilidades los bailadores, el capitán de cada cabildo, sombrero de picos bajo el brazo y banda terciada sobre el pecho, el abanderado pendón al hombro y el cajero cargado con su alcancía de hojalata, subían las escaleras del Palacio en medio del mayor orden y haciendo las más expresivas muestras de afecto y las más vivas demostraciones de adhesión, recibían, por lo menos, media onza de oro de aguinaldo. Ese día se mostraba el Palacio muy generoso. Por las ventanas que daban al patio llovían tabacos, medios, reales y hasta escudos, sobre los cuales se precipitaban a disputárselos ávidamente centenares de manos. Las negras viejas, más expresivas, o más nerviosas, eran las que con más fuerza agitaban en lo alto sus huecas marugas, metidas dentro de una red de cáñamo, y casi delirantes pedían a Dios guardase y conservase muchos años la salud de su excelentísimo señó general.
 Luego salían del Palacio para dejar espacio a otros e iban desfilando, en perfecto orden, los congos y lucumís con sus grandes sombreros de plumas, camiseta de rayas azules y pantalón de percal rojo; ararás con sus mejillas llenas de cicatrices, de cortaduras de hierro candente, repletos de caracoles, colmillos de perro y de caimán, cuentas de hueso y de vidrio ensartadas y sus bailadores metidos hasta la cintura en un gran rollete formado con un aro cubierto de fibras vegetales; los mandingas, muy lujosos con sus anchos pantalones, chaquetillas cortas y turbantes de género de seda azul o rosa, y bordeados de marabú; y tantos otros, en fin, de nombre enrevesado y caprichosos trajes que no estaban hechos enteramente al estilo de los de África, sino reformados o modificados por la industria civilizada. 
 En los barrios extremos y calles menos concurridas, campaban por sus respetos los ñáñigos cubiertos de un capuchón de burdo género, algo parecido al de los sayones del Santo Oficio... Las demás tribus llamaban la atención por lo pintoresco y exótico de sus cantos, trajes y bailes (…)
 Pero no todos los negros ingresaban en los cabildos; que los criollos y algunos de nación, lo tenían a menos. Y en vez de colgarse aquellos salvajes adefesios, que constituían los trajes de sus paisanos, vestíanse por los figurines de París. La elegancia consistía en la exageración de la moda; por eso el sexo débil tenía la preferencia por las cintas, moños, flecos, grandes aretes, vistosas mantas, profusión de sortijas, pulseras y contrastes de colorines. En el sexo fuerte se traducía esta preferencia por el marcado propósito de agrandar los cuellos, lucir la rizada pechera de la camisa, abultar la corbata y escoger el género de los pantalones y el chaleco con las pintas más señaladas. Otros vestíanse de marineros, y a cuestas con un barco pequeño, en vaivén contínuo sobre un pedazo de arrugada lona pintada de verde y blanco, que figuraban las olas espumosas del mar, iban repitiendo en canciones más o menos aceptables, que les dieran el aguinaldo. Otros, independientes, se vestían de minstrels y arrancaban la propina a fuerza de payasadas. No pocos cargaban con la imagen de la Virgen de Regla o del Cobre, la metían entre vidrieras, la encintaban, le colgaban unos cuantos milagros e iban explotando en provecho propio la devoción de los demás. 

  
 "El día de reyes", (fragmentos), La Habana Elegante, 9 de enero de 1887.

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