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lunes, 4 de junio de 2012

Abre que viene el cocoyé…






 Dolores Labarcena


 Decorada, pintada, con moño postizo o no, pero quincallera, la diva malhablada, la travestida, la reina del carnaval… ¿Cuántas veces no hemos visto estos personajes, esta escritura del maquillaje, el desfile y la serpentina?

En La Habana para un Infante difunto hay de todo. El autor se pasea por esa ciudad nocturna de clubes y cabarets donde el filin y otros géneros musicales van convoyados con la seducción y el erotismo. Sus peripecias y picardía para cazar a esa hembra que se pavonea en tacones con medias de seda, lo mismo por 23 que por El Capitolio, son múltiples. A veces con suerte engrampaba, (según las crónicas) otras, oh, macho infeliz, terminaba entre amigos y copas en bares de mala muerte coreando a la cantante de turno (que de talento mucho, pero de belleza poca). “En el tronco de un árbol una niña…”.

No menos hace Sarduy en Cobra. La diva es un “él” con doble incluido que busca desenfrenadamente convertirse en “ella”, y para esto, qué mejor lugar que el teatro. Con las luces y el telón de fondo las lentejuelas adquieren otra dimensión. Pero el público exige y no bastan amuletos y gárgaras para afinar la voz. Hay que ser barroco. Y el atuendo, las plumas y falsas pestañas no complementan lo que entre bambalinas se queda cojo. ¡Más colorete, por favor! Antes muerta que sencilla, parece decir el personaje. La procesión, mejor llevarla por dentro.

En El color del verano, Arenas ridiculiza el desfile institucional por medio de la fanfarria carnavalesca con un “abre que viene el cocoyé...”. Entre tambores y maracas, carrozas, orquestas y cerveza a granel, discurre esa Habana travestida y austera con sus solares y gente de mundo, artistas, pintores, poetas, locas, faranduleras, etcétera. Y aunque la realidad muchas veces supera a la ficción, sus personajes son la mezcla de una trágica Cecilia Valdés con una arrolladora y despampanante Celeste Mendoza. Cantando se quitan las penas, y actuando también. 

Por medio de la exageración y el choteo, Cabrera Infante, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas, como partícipes, y según el asiento que les ha tocado, captan esos planos donde confluyen la lengua (en su sentido más desbordado) y el lenguaje coloquial. No hay historia sino escenario, tarima para reinventarla y cantarle un bolero. Otro bolero. No precisamente el de Ravel.

 



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