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domingo, 6 de mayo de 2012

Nodrizas no






 Ramón Piña y Peñuela


 Las impresiones que se reciben en la infancia, subsisten casi sin variación durante la vida, y las inclinaciones, modo de pensar, y sentimientos que manifestamos en el curso de nuestra existencia, suelen per una consecuencia natural y precisa de ellas. A estas impresiones debemos por lo regular nuestros vicios o virtudes, nuestro carácter, genio, comportamiento, ideas, preocupaciones, religiosidad, heroísmo y el buen estado de salud perfecta o más o menos enfermiza. Del cuidado y dirección que se le da al hombre en los primeros años de su vida, depende casi siempre su destino futuro, de donde se sigue forzosamente lo mucho que importa establecer y seguir sobre buenos principios su primera educación, fundamento y base de su bien estar y de su felicidad o desgracias venideras.
 Esta educación principia desde el mismo día de nuestro nacimiento, y debe continuar hasta el tiempo en que llegamos a la edad de la madurez. Su objeto ha de ser llevar por buen camino el alma y el cuerpo, dependientes el uno de la otra, en tanto grado, que la moral y la higiene vienen a ser dos cosas inseparables, formando un todo estrechamente unido, que ha de presidir siempre a los preceptos y demás medios que han de ponerse en práctica para conseguir que una educación benéfica y saludable dirija el tierno ser que tenemos que cuidar.
 Desgraciadamente este es un punto sumamente abandonado en la isla de Cuba por el excesivo cariño de los padres; cariño mal entendido que redunda siempre en perjuicio de la robustez, buena salud e inclinaciones y carácter de sus hijos. Desde el momento que el niño empieza a respirar, se entrega al cuidado de una nodriza negra libre o esclava, regularmente nacida en África, cuya constitución, naturaleza, costumbres y carácter difieren en tanto grado de los nuestros y cuya abyección y dependencia la tienen continuamente en un estado de disgusto interior difícil de ocultar. Por temor de que el niño llore y enferme se le da cuanto gusto quiere, aunque sea en las cosas mas extravagantes y caprichosas. Estos seres tan pequeños e inocentes no dejan de conocer muy pronto el estado de dependencia en que vive la que les suministra el primer alimento, y abusan continuamente de la preponderancia que sobre ella tienen, con tanto más motivo, cuanto que sus padres, parientes y amigos se lo recuerdan a cada momento, dando lugar a que se conviertan en unos tiranuelos que empiezan suplicando y acaban mandando despóticamente, atormentando de todos los modos imaginables a sus nodrizas y haciendo experimentar casi la misma suerte a los que le dieron el ser y a todos los que le rodean.
 Las consecuencias de esta viciosa dirección que se le da a la parte moral, son fáciles de comprender, y explican sobradamente el origen de multitud de males para la sociedad, que no es mi ánimo referir en este escrito.
 En general la naturaleza de los niños es débil en sumo grado, y nerviosa por excelencia, aunque a la vista manifiestan algunos una gordura y robustez engañosas. Así es que a la menor contrariedad que experimentan, entran en convulsiones, llegando a declararse en algunos una verdadera eclampsia o alferecía mortal. Un disgusto, una pesadumbre o la cólera de la nodriza, a que tan expuesta se halla por su estado de servidumbre y dependencia, han solido producir los mismos efectos o bien los vómitos y diarreas colicuativas, el cólera esporádico y aun el epidémico casi siempre mortales. Los malos humores de las que crían los niños en este país, los virus sifilítico, escrofuloso, herpético, psórico, de que ocultamente están contaminadas, pasan con la leche a saturar aquellos tiernos seres y a prepararles o una muerte prematura o una existencia valetudinaria, enfermiza y llena de padecimientos.
 Prescindiendo del tétano infantil de que ya he tratado, y que tan común es en este clima, padecen los niños con bastante frecuencia las aftas o sapillo, oftalmías, cólicos, diarreas, vómitos, constipación, atrofia, enfermedades eruptivas, afecciones nerviosas, lombrices, inflamaciones de pecho poco caracterizadas, aunque de fatales consecuencias; anginas, croup, encefalitis, hidrocéfalo, mielitis, coqueluche o tos ferina, escrófulas, tumores, raquitismo, luxaciones espontáneas, dentición difícil, etc. etc.; pero ocupando siempre el primer término las afecciones nerviosas, las catarrales y las que dependen de una difícil dentición.
 La más común entre estas últimas es la diarrea, que cuando es moderada, favorece en cierto modo la erupción de los dientes, por la depleción que causa, disminuyendo el eretismo que se manifiesta en la boca, cabeza y vientre del niño. Mas algunas madres tienen la fatal preocupación de creer que deben respetarse estas evacuaciones aunque excesivas, por no interrumpir el trabajo de la naturaleza en este delicado período. De aquí resulta que suelen hacerse colicuativas y aun coléricas, siendo entonces la medicina impotente para corregirlas, y haciendo el papel de espectadora de la muerte de aquel tierno vástago, víctima de una precaución y temor mal concebidos.
 Hay estados y circunstancias que efectivamente privan a algunas madres del placer de criar sus hijos, cuales son una constitución endeble y enfermiza, los abscesos y grietas de los pechos y pezones, la falta de la leche, las afecciones nerviosas bien caracterizadas, la tisis pulmonar, etc. etc., y en estos casos es indispensable acudir al recurso de una nodriza, o bien a la lactancia artificial, que en mi opinión debería preferirse siempre a una criandera, cuando la misma madre no puede cumplir con este sagrado deber impuesto por la naturaleza.
 Con respecto a las cualidades que deben concurrir en una nodriza y en su leche para que sean buenas, puede consultarse el tratado de las enfermedades de los niños de Rosen de Rosenteins, médico de Suecia, que es el que mejor ha escrito basta ahora sobre esta importante materia.
 "Una nodriza, dice, debe tener un carácter tranquilo, suave, moderado, alegre y virtuoso. Su edad ha de ser de veinte a treinta años, y ha de haber parido un poco antes que la madre del niño que va a criar. Su salud ha de ser buena, sin señales de escorbuto, sus encías deben estar firmes y sanas. Conviene que sea más bien gruesa que delgada, y si es posible de una constitución bastante parecida a la de la madre. La leche ha de tener un color blanco azulado, sin olor, un sabor muy dulce y no salino ni amargo, ha de presentar poco cuerpo y caer fácilmente de sobre la uña, donde se exprimirá una gota, y sacudiendo la mano repentinamente no ha de quedar ninguna señal de ella. Esto debe hacer impresión alguna en el ojo si se pone una gota en este órgano, etc., etc. Debe comer suficientemente la nodriza a horas arregladas, prohibiéndole el vino puro, el aguardiente, la cerveza fuerte y el café. El té con leche se le puede conceder, aunque raras veces, y nunca los chícharos, nabos, coles y demás menestras flatulentas. Si es casada y vive al lado de su marido, no sirve para criar. No dará de mamar muy a menudo, sino a horas arregladas, y cuando el niño tenga realmente necesidad de ello, como cuando hace mucho tiempo que no ha mamado, cuando fija la vista en su nodriza y la sigue con sus ojos a donde quiera que va, y si se alegra cuando esta se descubre el pecho. Mas como he dicho antes, si la madre no puede criar a su hijo, deberá usar paro ello la lactancia artificial, por medio de los biberones, más bien que acudir a una nodriza. El método que comúnmente se acostumbra poner en práctica es vicioso y casi siempre perjudicial al niño, cuyo delicado estómago no puede digerir fácilmente la leche de los animales que por lo regular es la que se emplea en estos casos, más o menos aguada y azucarada, causándoles indigestiones y diarreas que destruyen más bien que fortalecen su constitución."
 La mezcla siguiente reúne todas las condiciones apetecibles para este objeto, pudiéndola hacer cada vez más fuerte y nutritiva a proporción del crecimiento y robustez del niño. Carne de vaca y carne de ternera, dos onzas de cada una. Agua, libra y media. Se hace hervir por el espacio de seis horas. Se sazona ligeramente, se desengrasa colándole en frio. Se mezcla este caldo a partes iguales con leche de vaca y agua, y se mantiene a un calor suave para usarlo. Cada día se aumenta un poco más la cantidad de carne, después la del caldo en la mezcla, de modo que al fin desaparezcan enteramente la leche y el agua.
 Si las madres tienen entereza para poner en práctica este precepto, no tardarán en convencerse de que los biberones en la mayor parte de los casos, son preferibles para sus hijos al pecho da la mejor nodriza (Teste, enfermedades de los niños.)
 Otra costumbre perjudicialísima a los niños, es la de preservarlos excesivamente de las impresiones del aire, el lavarlos con agua tibia o con aguardiente solo, bien de caña, o bien de Islas.  Esta práctica los cría débiles y raquíticos, haciéndoles extraordinariamente susceptibles, dotándoles de una exquisita sensibilidad a las más imperceptibles variaciones de la atmósfera, y causándoles por este motivo una multitud de males y padecimientos. Muy al contrario, el niño debe acostumbrarse desde muy tierno a las vicisitudes del aire que le rodea, deben administrarse lociones de agua fresca al levantarse por las mañanas y cada vez que lo necesite en el día, y hacer un uso constante de los baños frescos, con el objeto de embotar en cierto modo su sensibilidad orgánica, y de desarrollar todos los sistemas y funciones progresivamente, impidiendo por este medio que los sentidos y la inteligencia tomen un vuelo prematuro, cosa muy común en este país, y que se hace todo lo posible por favorecerla, en vez de oponerse a semejante mal, cuyas fatales consecuencias se experimentan en adelante y cuyos resultados nunca se achacan a la causa que los ha producido.
 Sería traspasar los límites que me he propuesto, si me extendiese más sobre la higiene propia de los niños; a los médicos toca, pues, inculcar cuanto pertenece a este ramo a los padres que tienen puesta su confianza en ellos para la conservación de la salud de sus hijos.


 Topografía Médica de la Isla de Cuba, Imprenta y encuadernación del Tiempo, La Habana, 1855; 108-111. 

 

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