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miércoles, 22 de febrero de 2012

El ladronzuelo y la mujer criminal

 



 Cesar Lombroso


 Eyraud me parece un ejemplo de criminaloide, ascendido con el tiempo a criminal de hábito o profesional.
 La fisonomía de Eyraud en nada responde a su renombrada maldad.
 Y no quiere decir esto que le falte ninguna nota de degeneración, no; la oreja larga, 6,1 centímetros, está cortada; protuberancia frontal izquierda muy desarrollada, con una verdadera asimetría; en torno de los ojos pequeñas arrugas anormales; los labios y las mandíbulas bastante desenvueltas, como se observa frecuentemente entre los libertinos. Así todos estos caracteres no se encuentran en Eyraud, ni muy acentuados, ni demasiado numerosos; falta en él ese conjunto que constituye, a mi juicio, el tipo criminal.
 La craneometría no nos da resultados más interesantes. La capacidad del cráneo de Eyraud debe ser igual o superior a la media; su frente ofrece un amplio desarrollo; solamente se puede observar en él la bracicefalía exagerada, que se advierte frecuentemente en los homicidas.
 Eyraud tiene otro carácter más común a los criminales que a los hombres honrados. Nos referimos al predominio del grande cruzamen (longitud de los dos brazos) sobre la talla general del cuerpo; la estatura de Eyraud es de 1 metro 66 por un cruzamen de 1'72 en lugar de 1 metro 66.
 De sus funciones orgánicas, solamente dos me son conocidas; la actividad de sus sentidos, que es enorme y precoz, según se observa frecuentemente entre los homicidas; y su escritura que corresponde en su enérgica grosería -el desarrollo de las t y r, el trazo vertical y prolongación de las letras— a la manera de escribir de los criminales; ella es en todo semejante a la escritura de los bandidos y de los homicidas, cuyos facsímiles tengo expuestos en mi Atlas de L'Homme Criminal (planas XXII y XXIII), y a la del criminal por sugestión hipnótica (Pl. XXX).
 Exceptuando la longitud de los brazos, la escritura y algunos caracteres fisionómicos, Eyraud no parece un criminal por herencia. Otro tanto sucede en su examen psicológico.
 El amor del mal por el mal, verdadero carácter del criminal de nacimiento, y muy particularmente en los crímenes de sangre, no puede ser observado en él durante su infancia y su juventud. El no fue, hasta esta época, más que un desertor y un ladronzuelo. La información judicial ha consignado que Eyraud era un hombre jovial, risueño, pero al propio tiempo brusco, violento, fácilmente propenso a la cólera, llegando muchas veces sin motivo serio hasta el furor, mujeriego con exceso, y capaz de todo por satisfacer las brutalidades de su pasión. La mujer, siempre la mujer, he aquí la única preocupación del acusado! Después de su crimen en América, se encontraba en todas las casas sospechosas.
 Durante su prisión, Eyraud hablaba incesantemente de sus antiguos amores. Esto constituía en él una idea fija, una constante obsesión de todas las horas, de todos los instantes. Esta locura se traducía, en su celda, en actos que los guardianes estaban obligados a evitar.
 El desertó por una mujer; por mujeres dilapidó todo el capital que había empleado en el comercio de cueros y filtros. Por otra mujer, en fin, se hizo asesino.
 Eyraud se enamoró perdidamente de su cómplice, Gabriela Bompard, justamente porque ésta, criatura pervertida hasta la médula, tenía para él esa afinidad electiva, que se observa con tanta frecuencia entre los criminales. Por ella y por causa de ella cometió el crimen; por ella y por causa de ella fue descubierto y preso.
 ¿No nos dice la historia que, luego de su huída a América, Eyraud intentó asesinar a una mujer que no quiso, a instancias suyas, abandonar el domicilio conyugal?
 Lo que aproxima en cierto modo a Eyraud al criminal por herencia, es su ligereza. El pasa con una rapidez extraordinaria de una idea alegre a una idea triste; la misma incoherencia se nota en su conversación. Dándole un buen cigarro se calma inmediatamente su mal humor. Su inteligencia alcanza desarrolla muy intenso: habla el inglés, francés y portugués; le acompañaba el éxito en todas sus empresas, mas nunca se fijó en ninguna. Comerciando no hizo otra cosa que desperdiciar sus recursos. Hasta en la consumación del crimen, aunque se manifestaba la premeditación, aparecía también la ligereza. Quienquiera que haya seguido todas las circunstancias del asesinato y de su preparación, advertirá esa grande incoherencia que ha causado la admiración de los magistrados instructores.
 Eyraud ha cometido imprudencias inexplicables, tontas; en Lyon yendo solo en un carruaje con Gabriela Bompart, conduciendo el cadáver de Gouffé, vagaba como un loco; y concluyó por desembarazarse del cadáver, en un sitio por donde paseaba mucha gente. El concurso de circunstancias ha inducido a creer que el asesino era un criminal habilísimo. Nada más erróneo. Eyraud tiene, del criminal de nacimiento, la insensibilidad moral, esa indiferencia por la vida de los hombres, esa espantosa y fría crueldad en el crimen que, es innegable, trató de renovar en América contra M. Garanger.
 En suma, puede decirse, que en él existía un estafador, y sobre todo un libertino, un criminaloide, que luego fue un criminal de oficio, influido por la constante preocupación de la mujer. Yo estoy absolutamente persuadido de que sin Gabriela Bompard, Miguel Eyraud no hubiera pasado de ser un simple estafador.
 Los caracteres fisionómicos del acusado, son por consiguiente, paralelos a sus indicaciones psicológicas.
 La falta de toda herencia morbosa en Eyraud me confirma en mi opinión de que no se puede, en determinadas ocasiones, tener una base de certeza absoluta atendiendo a lo defectuoso de los exámenes funcionales, verificados en el acusado.

 
 Por el contrario, Gabriela Bompard presenta según las fotografías que yo he visto y atendiendo al brillantísimo informe de Bronardel, Ballet y Motet, todos los caracteres de los criminales de nacimiento, siquiera éstos sean, en las mujeres, más excepcionales.
 Su talla es de 1 metro 46; el desarrollo de las caderas y de los pechos muy rudimentario; el indicio encefálico 81. Ella tiene los cabellos espesos, arrugas anormales, prematuras, palidez lívida en el rostro, el lóbulo de la oreja muy desarrollado, la nariz corta y remangada y la mandíbula demasiado voluminosa para una mujer: Gabriela Bompard era, hemos de tenerlo muy en cuenta, un ejemplo de asimetría en el rostro y de eurignatismo mongoliano. Añádase a todos estos caracteres, la hiperestesia histérica del brigma, la anestesia del brazo izquierdo, la obtusidad de la vista, olfato, oído y gusto, en lo que se refiere al lado izquierdo de estos sentidos corporales, la disminución de la potencia visual: el odio a su padre, la indiferencia, la apatía cínica que la hacía decir: La fameuse malle: je ne savais pas qu'on y mettrait un huissier. No precisa más para descubrir el tipo criminal. Todo el prestigio de su belleza, demasiado ensalzada, proviene de la perniciosa y lúgubre aureola con que la rodean sus precoces infamias.
 Su precocidad (menstruación a los 8 años de edad) y ardor en los desarreglos propios de su sexo, eran muy grandes. Este carácter se relaciona ahora muy fácilmente con su gusto sanguinario, homicida.
 Ella debía patrocinar de buen grado la idea de un asesinato. ¿No confeccionó por sí misma, días antes del crimen, el saco fatal? ¿No engañó a la víctima atrayéndola a sí y ayudando luego materialmente a la perpetración del asesinato? Después del crimen, durmió tranquilamente en la misma habitación, junto al cadáver de la víctima (se ha observado esto también con frecuencia en los criminales de nacimiento. Véase mi Homme criminel).
 No veo que Gabriela Bompard obrara por sugestión hipnótica; la personalidad criminal no es aceptada, en todo caso, más que por las gentes predispuestas al crimen. Una de mis enfermas, histérica, de moralidad más que dudosa, obedecía con rara prontitud siempre que se la sugería la idea de ser un ratero, un ladrón, revolviéndose cuando se la ordenaba ser un sabio o un moralista.
 El cambio tan brusco que se observa en la conducta de Gabriela Bompard, puede explicarse fácilmente. De cómplice se torné en acusadora. ¿Por qué? Desde luego es este un nuevo rasgo, una costumbre que se advierte en los criminales asociados; se acusan mutuamente después de haber intentado atenuar su crimen, pretendiendo que al cometerlos han padecido la influencia de sus cómplices.
 Así, esta criminal, acordándose de que era mujer, y aun de que poseía en grado elevado todas las costumbres de los malhechores, no pudo ahogar en solo su pecho la vanidad del crimen; sintió la necesidad de hablar, de confiar su delito a un tercero, representando así una vez más la comedia de la mujer virtuosa.
 Para desempeñar del todo su papel en esta comedia, impulsó a ese tercero en discordia a denunciar a su cómplice, sin comprender, gracias a la imprevisión que parece innata en todos los criminales de nacimiento, el peligro a que, con tal delación, ella se exponía. A esta imprevisión debemos añadir la convicción absoluta, que las naturalezas de esta índole abrigan de sus propias mentiras.
 El origen de todas estas inclinaciones se remonta a la herencia. Gabriela Bompard tuvo un tío paterno de un carácter muy extravagante, y uno materno que padecía enajenación mental en el momento de morir. Su madre murió a los treinta y cinco años de edad, cuando ella contaba trece, a consecuencia de una pulmonía aguda; era una mujer de una salud muy delicada y un poco apática. Gabriela Bompard, según el testimonio de su padre, sufrió de convulsiones en su infancia (Brouardel), lo que nos hace suponer la existencia de una antigua meningitis infantil. Aun de niña, tenía un carácter muy raro. Se ha dicho de ella que era viciosa, embustera, aficionadísima a los hombres y a1 lujo (Brouardel.) Ella dijo en cierta ocasión a su padre: Mejor quiero ir a presidio que coser una camisa; expresión perfectamente acorde con la pereza y el horror del criminal de nacimiento al trabajo.
 No se quiso casar, porque según decía al autor de sus días, un hombre solo no era bastante para ella. Ella distinguía el bien y el mal, pero no era capaz de refrenar sus malos impulsos. A los doce años, no pudiendo su padre soportarla en casa, la recluyó en un convento de Nancy, y luego en Ipres y Fourmies. Permaneció un año en estos lugares hasta que la superiora invitó a su padre a que la reprendiera «por su conducta depravada y por sus propósitos contra las religiosas, los confesores, etc.» Entonces se dijo de ella, que era tan perdida como una mujer viciosa de 40 años. Salió del convento de Fourmies para ir a Lille (1883), donde se la colocó al cuidado de una institutriz incapaz de sujetarla. Después ingresó en la institución de unas monjas de Marí. Luego, expulsada de aquí, estuvo en el convento del Buen Pastor de Arras (segundo semestre de 1883). He aquí la verdadera criminal de nacimiento.


 Los criminales, Barcelona, p. 58 y ss.

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