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ESTAMPAS DEL MATADERO DE SAINT
MARX
Extendido a lo largo de un
círculo de cincuenta y nueve mil metros cuadrados, se encuentra el matadero de Saint Marx, el sangriento
lugar de peregrinación, campo del honor rodeado de valles para bueyes y
terneros, aislado del mundo exterior, en el que son sacrificados por el ser
humano y el estómago. A las cinco de la mañana, en el matadero de Saint Marx
reina, por así decirlo, una muerte agitada, en la calle del matadero una vida
temprana. Desde el mercado de la carne llegan los mugidos de las reses, la
enorme garganta de un condenado a la muerte lanza de vez en cuando un grito
corto y sordo. Del tranvía se bajan los matarifes, vestidos del engañoso blanco
de la inocencia, y el cuchillo se bambolea en sus caderas.
El matadero consiste en cinco grandes partes: hay cinco grandes salas de matanza con cámaras más pequeñas, la mayoría equipadas con
montacargas, con cómodas cámaras
frigoríficas que parecen grandes cajas fuertes, con espesas puertas de
hierro, con establos, subterráneos y
a pie firme, en los que las piadosas ovejas esperan, humildes y entregadas,
ante los pesebres, atadas por cadenas de hierro a su destino. A esos establos
(antesalas del más allá del ganado) llegan los animales desde sus corrales por
una ancha puerta de doble hoja. Caminan obtusas, sin resistencia –la intuición
de la muerte venidera llena de sombras sus anchas frentes blancas, hace su
trote solemne y cadavérico, y más lento-, por una ancha calle levemente
ascendente, el camino del Gólgota de los animales, acompañados por sus
pastores, que ya no necesitan aplicarles coacción alguna.
Es insano matar a los animales justo después
de llevarlos, cuando la excitación aún tiembla en sus ánimos. Descansan en el
establo, masticando su penúltima y última comida con anchas y trituradoras
mandíbulas. Los establos son grandes, y están divididos por paredes en
cámaras…, una medida de precaución que hace posible aislar con más facilidad a
los animales contaminados por alguna enfermedad. Sólo algunos establos
subterráneos, sordos y sin luz, las «catacumbas», siguen en uso por el momento,
hasta que (en septiembre de este año) hayan incluido las nuevas obras. Estos
sótanos son escalofriantes y medievales, y recuerdan las «mazmorras» en las que
los condenados a muerte tienen que pasar sus últimos días. En los establos
caben dos mil trescientas reses.
LA SUBIDA DE LOS ANIMALES
Desde los establos, la vía
mortuoria del animal conduce al –metafórico- «tajo» allí…; en las grandes salas
tan sólo hay postes, a los que se ata a los animales. Arriba del todo están las
ventanas, desde una altura inalcanzable entra, escasa y triste, la última luz
de un mundo cruel. Huele a sangre coagulada, la sangre lleva ochenta años coagulándose
aquí, en bien de la Humanidad. Derramada día tras día desde las seis de la
mañana. El suelo está cubierto de un indiferente pavimento de piedra, liso,
resbaladizo, abombado en el centro. Todos los días, un agua fría y purificadora
inunda estas piedras, y quedan limpias y bañadas en inocencia, y parecen como
el primer día. En lo alto, mil veces abombado, un cielo de piedras tras el cual
se oculta Dios, invisible y sordo.
LAS SALAS DE MANTANZA EN
FUNCIONAMIENTO
En estas salas se pueden
«matar» diariamente y a intervalos mil cuatrocientas reses, pero sólo
trescientas cincuenta a la vez. Aquí matan su ganado los grandes proveedores
para lo que emplean «matarifes jornaleros», miembros y auxiliares de la
Cooperativa Obrera para Matanzas, matarifes experimentados, que manejan el
cuchillo con seguridad. Los pequeños carniceros trabajan con personal propio.
Los días más calurosos son los de los grandes mercados. Lunes y viernes. En
ciento cuarenta puestos de matanza, la sangre corre incesantemente. En ciento
cuarenta puestos de matanza, los animales indefensos caen de rodillas,
inconscientes por el aturdidor golpe de gracia. De ciento cuarenta gargantas
bien alcanzadas brota la sangre de la roja vida.
El aire del matadero vuelve a los espléndidos
animales, rebosantes de fuerza, dóciles y sumisos. Basta una suave admonición
del ángel de la muerte humano, un leve contacto con la víctima, para que
abandone el último intento y ya no se resista. Un suave mover el nervioso rabo
como un último saludo a un mundo que se hunde. La bondadosa y devota mirada
pasa de largo ante el ser humano…, con una insospechada lejanía, atraviesa
cuerpos y paredes. Vuelven a erizarse los suaves pelos de la piel, un pequeño
escalofrío recorre la columna vertebral. Pero los ojos siguen abiertos y
perdidos en sus pensamientos, el párpado no tiembla, el animal parece no ver el
brazo que se alza en ese instante para dar el golpe aniquilador. Está solo en
medio de sus compañeros de muerte y de los hombre que matan, ya no de este
mundo, dispuesto para la eternidad. El poderoso golpe contra un determinado
punto del cerebro mata, misericordioso, toda sensación, antes de que se aplique
el cuchillo, y el animal, retornado a la semiconciencia por el primer dolor, vuelva
a abrir los ojos, por última vez. Es uno de los pocos instantes en los que el
poder de la muerte vuelve completamente humano a cualquier animal.
Luego los cuerpos cuelgan uno al lado del
otro, mientras la mano que hurga del matarife les arranca las vísceras y la
suciedad terrena; los cadáveres limpios de pacíficas cabezas, de muerto
cerebro, de fallecidos nervios. Vinieron un día
de muy lejos, de Rumanía, de Hungría, de Yugoslavia, sólo unos pocos
nacieron en el país en el que murieron. Llevaban a sus espaldas muchos días de
viaje, días en estrechos y oscuros vagones, en los que frotaban sus cálidos
cuerpos, temerosos y asustados por el extraño sonido rodante, y hacían largos
viajes, siguiendo la voluntad insondable de una fuerza superior, para dejar su
vida en la meta…, como antaño las compañías que marchaban al frente. Llegan a
las limpias.
DOSCIENTAS TREINTA Y TRES CÁMARAS FRIGORÍFICAS
En las que un motor de ciento
cincuenta y ocho caballos produce el hielo. Las partes que podrían echarse a
perder fácilmente no se pueden almacenar aquí. En estas cámaras, que se
extienden a lo largo de mil quinientos cuarenta metros cuadrados, se piensa
cuidadosamente en el apetito. La sangre va a parar al Instituto de
Aprovechamiento de la Sangre de Fattinger, y los seres humanos extraen de ella
toda clase de sustancias químicas. El abono se carga en vagones de ferrocarril
y se vende a buen precio. El ser humano sabe explotar espléndidamente a los
animales. Puede imaginarse cuántos tendrán que caer víctimas suyas en la Tierra
cuando sabemos que en el matadero de Saint Marx, sólo desde enero hasta finales de junio de
1923, se sacrificaron 64 423 terneros y 11 518 corderos. A todo lo anterior
cabe añadir, además, ovejas, carneros, cabras, cabritos y caballos.
En el laboratorio,
hasta el que me guía el amable director del matadero, el doctor Moser, viven de
forma idílica conejos y liebres: animales de experimentación. Tampoco ellos
pueden disfrutar de una vida carente de molestias. El doctor Hennenberg les
saca sangre para obtener el suero con el que se analiza la composición de los
embutidos. A los terneros se los mata, a los conejos se los deja vivir, y el
ser humano sigue siendo –señor matarife de la creación- sentido y fin de toda
vida animal.
JOSEPHUS
JOSEPHUS
Wiener Sonn-und Montagszeitug, 9-7-1923
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