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miércoles, 14 de septiembre de 2011

Un flirt extraño



 

  Armando Leyva 


 Después de tomar el té, Madame, volviéndose a mí, preguntó con una gentil sonrisa:
 ―Y usted... ¿aún no tiene un flirt?
 El amigo que me había llevado a aquel salón aristocrático, se adelantó a mi respuesta pensando acaso que yo podría cometer alguna irreverencia de mal gusto:
 ―No es afecto a tal sport.
 La charla naturalmente, tomó ese rumbo; una de las amigas de Madame se permitió dudar que un “poeta” no fuera partidario del lindo juego.
 ―Yo, señora, no soy poeta ―me prometí apuntar mirando de reojo a mi compañero para que me atajara a tiempo si pecaba de incivilizado...
 ―¿Que no es usted poeta? ―intervino Madame―. Pues yo he leído muy lindos versos de usted.
 ―Señora, en mi vida escribí versos.
 ―¡Cómo no! ―insistió Madame.
 ―Sí, los escribe ―saltó mi amigo interrumpiendo mi gesto de protesta― pero es... muy modesto.
 ―Y tú muy fresco ―le dije a media voz viendo cómo mentía.
 (Después, en la calle, mi amigo me informó que en los salones aristocráticos no se debe desmentir a nadie. ¡Pero, señor, si yo nunca he escrito un verso!)
 ―Entonces, ―volvió a la carga la amiga de Madame― usted no puede negar que alguna vez ha cultivado el flirt.
 ―Señora: yo... perdonadme, pero como estáis viendo, yo soy un hombre rústico: vengo del campo... de un campo bravío perdido junto al mar; debo oler aún a salitre de la costa y a resina de los montes. Un hombre así, no puede gustar en esa guerra simulada, de ese amor sin amor en que todo es palabra y cobardía. Los hombres de mi raza ―o de mi subraza si ustedes quieren― no perdemos nuestras energías en...
 Mi amigo dejó caer su taza de té sobre la bandeja con tan sabia habilidad que, sin romperla, logró llevar hacia él la atención de las damas.
 Se hicieron frases; se rió con pequeñas risitas al modo aristocrático y “bien”. Y se habló de otra cosa. Pero Madame quería divertirse por lo visto. Pocos minutos después insistió en el mismo tema.
 ―Mas... no puedo creerlo. Dígame, ¿nunca, nunca ha tenido usted un flirt?
 Entonces, lector, yo conté esto que vas a leer y que traigo a mi crónica porque ocurrió en Santiago, tal vez en la misma casa en que tú vives.
 ―Pues sí, señora; yo he tenido un flirt, acaso el más interesante flirt a que puede aspirar un hombre; un flirt de una semana con una mujer que no ha existido.
 Madame rió sonoramente. En su diestra tembló la taza de té hasta salpicar con gotas de oro de la amable infusión su túnica de seda. Sin dejar de reír dijo:
 ―Pero amigo mío. ¿No sabe usted que el flirt es un coqueteo del alma y de... la carne?
 ―Lo sé, señora mía; como sé también, porque lo he leído en alguna parte, que el flirt es el pecado de las mujeres honradas. Mi flirt, mi delicioso flirt que aún me llena el alma, tenía... carnes de rosa y miel. Era gitanamente trigueña; los ojos llenos de bruscas orgías de luces y de sombras; las manos finas; el busto osado, su silueta tenía una elegancia suprema; una gallardía modernísima, y algo de ese fingido cansancio que un cronista de salones de hoy afirmaría de muy buen tono... porque ya sabéis que la mujer moderna debe aparentar una gran pereza, “andar con desmayo, como si sintiera deseos de dejarse caer en nuestros brazos”, aunque a la hora en que efectivamente creemos que “va a caer”, lance una larga carcajada y se nos aleje con paso gimnástico de jugadora de tenis... Pues sí, era de carne fragante y vestía con exquisito buen gusto.
 ―¿Pero no dice usted que no existió nunca?
 ―Nunca. Y sin embargo, vestía elegantemente; tenía predilección por el traje negro; durante nuestra semana de pasión nunca hubo otro color en sus trajes... No, no era luto, porque invariablemente lucía sobre la cumbre tibia de sus senos un pequeño manojo de rosas rojas.
 Madame se puso seria. A Madame no le placen las charlas fantásticas; ella gusta de los comentarios al día, sobre el arte risueño de Paquita Escribano, por ejemplo, o sobre los gestos señoriales de Margarita Roble, porque  constituyen la actualidad artística de nuestro mundo social; después de eso, es necesario hablar con Madame de modas y decirle varias veces que Madame es muy linda. Pero ya todo eso lo había hecho brillantemente mi amigo, que se pinta solo para estas cosas, y Madame, además, quería demostrar que ella sabe tratar con esos seres atrabiliarios y desconcertantes que son los escritores.
 ―Siga usted, siga usted; es muy entretenido. ¿Decía usted que conoció... a su flirt en un baile de Casa Granda?
 ―No, mi amiga; la conocí, la conocí... ¡es una lástima, yo la comprendo!, pero la conocí en un coche de alquiler, es decir, paseando yo en un coche de alquiler... Verá usted: me aburría notablemente y el cochero, que es casi seguro que se aburría tanto como yo, se puso a darle vueltas a una plaza solitaria al paso cansado de los jamelgos. A la segunda vuelta del coche hube de fijarme en una lindísima mujer acodada en uno de esos balcones santiagueros tan simpáticos, tan cordiales, tan hechos dijérase que para el amor... Para el amor de esos hombres que, por haber vivido mucho, observan rigurosamente la máxima de Farrere: “el máximo del placer por el mínimo de esfuerzo”; uno de esos balcones que pueden saltarse fácilmente sin arrugar mucho la pechera de la camisa...
 ―Bueno, sí, una ventana-balcón...
 ―Exactamente. Es la fuerza de la costumbre lo que me hace insistir en el detalle: una simple ventana-balcón. Al pasar mi coche, nos  miramos y ella sonrió; en la próxima vuelta sonrió de nuevo con mayor insinuación. No cabía duda, era a mí. Pero, como yo, señora mía, no estoy acostumbrado a estas cosas, tuve mis dudas, y pensé  ―¡oh, perdón, sombra divina!― que le sonreía al cochero. La duda no duró más que el tiempo que tardamos en dar otra vuelta; la insinuación fue más clara; saludé entonces descubriéndome y ella trazó en el aire, con el lirio fragante de su manecita un “tuya por toda la vida”. Al menos así lo interpreté yo. Seguidamente cerró la ventana y yo me alejé en mi coche hacia el silencio de mi arrabal tan olvidado del doctor Illas.
 ―¿Nada más?
 ―A la siguiente noche y en el mismo carruaje hice igual jornada.
 Ella estaba esperando en la ventana de la vez anterior. En la sala dormitaba una buena señora, mientras el probable esposo leía El Cubano Libre y dos señoritas hojeaban un libro. Se repitió entre mi flirt y yo la inevitable escaramuza de sombrerazos, sonrisas guiñas, etc. Nos dijimos adiós a las diez de la noche. Y así pasaron seis días...
 ―No es usted muy impaciente...
 ―La séptima noche, la casa estaba en fiesta; tenía puertas y ventanas de par en par; había mucha luz; una joven tocaba el piano y varias parejas bailaban. Ella, como siempre, destacaba su silueta grácil en aquella ventana piadosa que, entonces pude comprobarlo, pertenecía a una habitación. Sentada en un balance, al pasar mi coche, corrió al balcón; antes de yo saludarla lo hizo ella con una larga sonrisa y un aletear de su mano enjoyada. Vueltas y vueltas. Me encantó que no bailara, que de ese modo tan ostensible se reservara para mí solo. Esa noche le pagué su sacrificio dándole más vueltas al plazolón que un mulo de noria y anotando la reserva de mi escuálido bolsillo en generosa propina al cochero. Tarde ya, nos despedimos como siempre. Pero no sin que antes me lanzara una flor que se arrancó del corpiño, una flor roja que yo besé delante de ella y que al llegar a mi casa se había deshojado totalmente en la botonier de mi americana.
 ―Es un flirt como otros muchos, amigo mío.
 ―No, mi señora; es un flirt único, exclusivo, inigualable...
 Deseando pasar de la pantomima a escenas más prácticas, inquirí discretamente de varios amigos detalles sobre aquella familia. Me dieron un nombre conocido, el del señor, y unos nombres como otros muchos: el de la esposa, el hijo y las hijas, dos señoritas que yo había visto la noche del baile y que además no concordaban con mi flirt. Esa noche, al pasar frente a la ventana romántica, al balcón de Lindaraxa como yo le llamaba literaturizándolo ya, no vi a nadie. Ni a la noche siguiente, ni a la otra ni nunca más... Pero yo no podía conformarme. Hice amistad con el joven de la casa y de mis indagaciones salí casi medio loco: en su casa ―tales fueron sus palabras― nadie vestía de negro; ni existía aquella mujer, ni había en todo el barrio quien se pareciera a las señas que yo le daba.
 Varios amigos que trataban íntimamente a la familia, me confirmaron esas declaraciones. Días después, hice amistad con el vecino más próximo a la fantástica ventana y me repitió lo mismo. En aquella casa nunca vivió esa mujer ni nadie la vio nunca en la ventana donde yo la vi. Mi última esperanza se concretó en el cochero. Lo llamé; le di la propina por adelantado y le hablé, por primera vez, de “ella”. Pero él tampoco la había visto nunca. Le detallé con pormenores el caso y me miró con sorpresa.
 ―Yo, señor, la verdad... y con perdón, lo único que vi siempre en aquella ventana por donde usted mandaba que pasáramos despacio... fue, fue un gato negro, muy negro...
 Madame se ha puesto un poco nerviosa y no ha sabido reír.
 ―De modo que...
 ―De modo que, la única vez que he flirteado no sé si lo hice con una mujer, con una muerta o con un gato negro. Y tengo miedo, señoras mías, de jugar al repetir.

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