Digamos ahora dos palabras acerca del pillastre que había de emplear el Marqués para llevar a cabo el secuestro de la niña, porque nunca hizo el de Baños un rapto por sí y ante sí. Con la misma flema con que un señor feudal de la época decía: —«Un boca abajo al negro tal que no se hincó para pedirme la bendición», así solía el altivo Baños de Jamainitas decir:— «Que me la lleven a tal punto para tal día».
Y para estos casos no había otro como el Matasiete: el cual nos proporcionará ocasión de describir un tipo excepcional de la Habana de ayer, tipo felizmente desaparecido con la extinción de la esclavitud.
Matasiete era un mulato que no había matado a siete ni a uno, sino a tres; y sin embargo el apodo se le había adherido de tal modo, que ya nadie sabía su verdadero nombre. «El llamado Matasiete», decían los partes de policía, cuando se le citaba o se le buscaba para tenerlo en seguro, porque su libertad era perjudicial al bien ajeno.
Amigo de Lazo y de cuantos pillos infestaban a Cuba en esa época, su pésima fama no impedía que con plena seguridad se mostrara por las calles, fingiendo algunos ocupación lícita y recomendable, y espantando a todos con su repelente fealdad. Porque era realmente feo: una nariz que no era nariz, una cara intencionalmente desfigurada, llena de ronchas y costurones, pómulos salientes, ojos saltones, cuyo albo glóbulo brillaba siniestro y feroz sobre su cutis bronceado, voz aguardentosa, mirada de Iscariote, todo en él era soez y repulsivo.
Tejido de misteriosos crímenes constituía la ignorada historia de su vida; pero el misterio mayor que encerraba, era que estaba muerto desde bacía más de un año. Muerto, completamente muerto! así lo había testificado el perseguidor de facinerosos Bonaparte Tondá, que mucho se había afanado en pos de él; así también lo declaró la policía, después de examinar su cadáver encontrado en el denso manigual que cubría lo que fué después Campo de Marte. Es verdad que el cadáver apareció desposeído de la cabeza; pero era la estatura y la ropa del mulato Gamboa, con una carta de su amo D. Jacinto Gamboa, un chaleco del mismo, la tabaquera de carey con filetes dorados, la sortija que el esclavo le había robado; y por último el mismo D. Jacinto, dejando un momento su tienda de paños de la Plaza Vieja, había ido a identificar el cuerpo y reconocer la ropa y las prendas, y entre éstas había encontrado un retrato de su mujer, que le fue entregado. D. Jacinto, pues, certificó lo que ya todos sabían, y dio las gracias a Dios porque al fin había sucumbido, aquel diabólico esclavo, aquel escapado de las uñas de Lucifer, su perenne pesadilla, que después de robarle lo había amenazado de muerte y tenido en constante alarma.
Fue el caso que el mulato Gamboa, como calesero de su amo don Jacinto, usaba patilla y bigote, lo cual sólo al calesero, con otros privilegios, era tolerado. Pero un día por una perrada del engreido siervo, el amo le cruzó la cara de un latigazo, dispuso su conducción al ingenio y pronunció un úkase contra aquella patilla y bigote.
¡Privarse de ese distintivo! ¡ir al ingenio! el esclavo sabía bien lo que eso significaba, y optó por la fuga con su patilla y bigote, y con ambos escapó y con ambos se metió a pillo, viviendo del robo y la rapiña, y adoptando, por último, el oficio de sicario, tan cómodo y lucrativo como lo era en la Italia de la misma época.
Su primer acto de hurto fue contra su propio ex-amo D. Jacinto, y su primer heroicidad de puñal, del rico puñal que había robado a su amo, fue en la persona del comisario Capote, que lo fastidiaba con su insidiosa persecución.
Por entonces supo que había un marquesito de Baños que abrigaba y favorecía picaros, y se presentó pidiendo empleo y relatando sus méritos. El marqués le dijo:
—Te persiguen y te conocen: muérete y ven después a verme.
Y el mulato en efecto se murió del modo inmundo que ya el lector sospecha.
Una noche huyendo por alguna de sus fechorías, se ocultó en el maniguazo que cubría el después Campo de Marte: es una oscura y terrible noche de aquella época, en que ni aun en la vieja ciudad intramuros los escasos faroles con luz de aceite bastaban al alumbrado público. Todavía el Mentidero, plaza o espacio yermo donde doce años después hizo Tacón el mercado de su nombre, era el paseo de la tarde; pero los paseantes se retiraban temprano por temor a los ladrones y perros jíbaros que atacaban a los rezagados.
En ese maniguazo o maleza y en esa temerosa noche un hombre está ocupado en una obra inmunda, en cortar la cabeza a un cadáver que ha encontrado. El muerto es un mulato, es de su estatura ¡qué feliz hallazgo! ¡Con qué afán y con qué tranquilidad de conciencia prosigue su repugnante tarea! En ocasiones le parece oír ruido, corre a atisbar un momento: a la orilla de las zarzas se ve asomar una espantada cabeza; atisba, husmea, se persuade que nadie viene, y vuelve a continuar su monstruosa obra.
El no ha matado a aquel hombre; lo ha hallado muerto por otro; no aumentaba pues ningún crimen a sus crímenes anteriores. El dueño de aquella cabeza que él necesitaba habría muerto en desafío al puñal, o sido víctima de una venganza, ¿qué importaba?, siempre servía para reemplazar a Gamboa. Consumado al fin el cínico sacrilegio, viste el tronco con sus ropas, coloca en los bolsillos una carta, una tabaquera, un retrato de mujer, prendas todas reconocibles, y parte llevando la cabeza, contento de su estratagema, seguro de dar fin a la persecución contra el esclavo prófugo Gamboa, y con la conciencia de quien no hacía más que utilizar un crimen de otro.
Al día siguiente con el descubrimiento del mutilado cadáver, la policía quedó tranquila, el mercader también, la sociedad ídem. Nadie se ocupó ya del temible asesino; a su vez muerto, se creyó, por algún vengativo familiar del interfecto comisario Capote. Todos aplaudieron y hubieran recompensado al matador, aunque nadie se explicaba que objeto pudiera tener la decapitación y ocultación de la cabeza.
Y en realidad el esclavo asesino había desaparecido, pues esta vez hizo al fin el sacrificio de su patilla y bigotes, y de su nariz y de toda su apariencia personal; y así, en vez del sicario Gamboa, del antiguo esclavo de D. Jacinto, surgió un deforme monstruo, capaz de hacer correr de puro miedo a los chicos que lo miraran.
¿Qué se hizo de aquella cabeza? No hace muchos años al abrirse cimientos en un solar yermo del barrio del Pilar se encontró un cráneo, de cuya procedencia nadie supo dar cuenta.
-Fue uno que se cortó la cabeza y la echó en ese hoyo; dijo un gracioso con alusión a cierto esqueleto, encontrado poco antes en una letrina y atribuido a suicidio.
El ex-Gamboa volvió luego al marqués de Baños, el cual le dió un nombre, pero su figura le dio otro, le dio el de Matasiete: el cual Matasiete no conservaba de su antiguo ser más que el odio secreto a su ex-amo y su rencor patente a todo lo que fuera orden. Después de la obra inmunda de su propia muerte, renovó su juramento de venganza: su ex-amo había de morir de su mano y mediante el mismo puñal que le había pertenecido, y él al matarlo le diría: —Yo soy Gamboa, el calesero.
Las Lazo, La Habana, Imprenta El Aerolito, 1893, pp. 33-42.
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