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miércoles, 21 de septiembre de 2011

Las vírgenes patronas





   Raimundo Cabrera


  (...) Una mañana de junio se levantó un poco más tarde que de costumbre, compensando en el sueño matinal los desvelos de la noche. Un ruido lejano le anunció que en la ciudad pasaba algo extraordinario.

 Debía salir, y se encaminó de su cuartito al zaguán. Ante la puerta cerrada le detuvo el negro Juan.

 —¿A dónde va el niño Ricardo?... El niño no debe salir.

 —¿Qué pasa?...

 —Esa gente... los voluntarios, que van cantando la Covadonga. ¡Ah! niño Ricardo: cuando sacan la virgen de la Covadonga los diablos se sueltan contra los cubanos... ¿No oye el niño?

 Efectivamente; sentíase el bullicio de la muchedumbre desfilando por las calles imnediatas y el cantar siguiente por un coro desaforado:

      “El que diga que Cuba se pierde
      mientras Covadonga se venere aquí,
      es un vil y traidor laborante,
      cobarde insurrecto, canalla mambí.
      Cubanos venid; hispanos llegad
      a ver de esta virgen que llega
      el manto que lleva,
      ¡qué española va!”

 Ricardo miró al negro con admiración; una frase de aquel pobre siervo, hijo de africanos, le había trazado en elocuente síntesis un estado de perturbación social. El culto  fanático a una virgen madre de Cristo inspirando los excesos de pasiones diabólicas desenfrenadas. Juan continuó su discurso:

 —Han salido en borbotón de la Maestranza los empleados con los fusiles en las manos; se les han agregado todos los hombres de la Pescadería; los bodegueros y los dependientes; hasta del Seminario y de la Catedral han salido los curas y los sacristanes... Más de diez mil hombres, niño, se han juntado y corren para la estación de Villanueva, armados, dando gritos y cantando... ¡Desgraciados de los bijiritas que encuentren a su paso! No salga, niño Ricardo.

 —¿Pero, has averiguado por qué es eso hoy, ya que no tiene nada de nuevo?

 —Sí, niño; dicen que han cogido prisionero en el campo al Presidente Carlos Manuel de Céspedes y que lo traen a la Habana en un tren por Villanueva... Van todos juntos a hacerlo picadillo...

 Ricardo guardó silencio, sintiendo el corazón opreso por intensa amargura.

 Juan continuó:

 —¡Ah!, niño Ricardo. Todo lo que yo he visto. Yo estuve en el teatro de Villanueva; yo llevé al niño Pepe en mi coche a aquella función que resultó horrorosa...


  

 Los periódicos de la libertad de imprenta tuvieron la culpa.

 Hicieron comprender que se daba un beneficio para los muchachos de la familia. Se iba a estrenar una danza de Juan de Dios Alfonso, La Insurrecta, y a cantar El Negro Bueno.

 El teatro se llenó de gente, toda la gente buena de la Habana. Cuando el borracho de la comedia El Perro Huevero dijo: ¡Viva la tierra que produce la caña!, todo el público gritó ¡viva! Aquello fue el delirio, niño Ricardo, ¡qué entusiasmo!

 Pero los voluntarios, que estaban haciendo ejercicio en el foso de la puerta de Colón, rodearon el teatro..., se reunieron más de tres mil con sus fusiles, entraron allí como si fuera un castillo que atacaran: las mujeres empezaron a correr, el público se lanzaba a las puertas y ventanas, por los tejados de las casas de madera vecinas corrían los que huían, cazados a tiros por los asaltantes; los de dentro, que tenían revólver, se defendían... ¡Qué carnicería, niño Ricardo, contra un público que se divertía en un teatro y gritaba “¡viva la tierra de la caña!” Hasta quisieron prender fuego al teatro, que es de madera.

  Yo saqué de allí al niño Pepe por la casa de Nin y Pons, los dueños del teatro, que da a la calle del Morro y por donde pudieron escapar muchos.

  ¡Y oiga el niño cantar a la Covadonga!; a una virgen... cosa del cielo.

 —¡Tienes razón! —exclamó meditabundo Ricardo.

 —Y después, ya sabe el niño lo que pasó... ¡siguió una semana de sangre!

 Atacaron el palacio del niño Miguel Aldama y rompieron todo lo que allí valía en cuadros y estatuas y espejos... y gracias que no lo encontraron, ni a la familia, que si no los sacrifican; después fueron a darla con los niños del café El Louvre, los tacos, y acabaron a tiros con el café de Payret e hicieron añicos los espejos de la barbería de Nicolás, junto a los Helados de París, y mataron en el café Los Voluntarios al fotógrafo americano Cohner porque llevaba una  corbata azul, y en el barrio de Jesús María y en el de los Sitios y el Manglar... ¡qué degollina!... Y gracias que los ñañigos se las cobraban tumbando a una porción de ellos. Si aquello dura una semana más se acaba la Habana... Pero eso se repite todos los meses. ¡Qué triste es vivir así, niño Ricardo!

 Mientras hablaba el negro, los ruidos de la calle se habían apagado y sólo se oía un vago e intermitente rumor lejano.

 Ricardo se decidió a salir; tenía exámenes en la Universidad a esa hora y no debía faltar. Juan le abrió la puerta y se echó a la calle; el negro le acompañó solícito hasta la plazuela de la Catedral y le despidió diciéndole:

 —¡Cuídese el niño de la Covadonga!... Encomiéndese a la Virgen del Cobre para que lo libre, como a todos nosotros, de esos diablos.


 Sombras que pasan (capítulo XXXV, fragmento), La Habana, 1916, Imprenta El Siglo XX, pp. 201-207.

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