Francisco García Cisneros
He asistido al desfile de mujeres pálidas de mirar vagaroso y enfermizo, han pasado junto a mí las mujeres anémicas como flores de cera, aristocráticamente lívidas, de manos largas y dedos afilados, en cuyas uñas no se advierte el más pequeño matiz de rosa; con las bocas contraídas como si el acíbar de las drogas, amargara sus sonrisas. Todas van recogiendo un rayo de sol que ha despertado de su somnolencia hiemal, y el aire nuevo entra en sus pulmones deshechos y llenos de tubérculos: son las tísicas de la ciudad. La primera es joven, de bucles rubios que ahuecados, penden detrás de las orejas, finas como láminas de cera. El carmín ha dado su tono falso a los pómulos de la coqueta moribunda, y los ojos grandes, brilladores, hipnotisantes, están rodeados de violáceos semicírculos. Cuando tose, espuma coralina mancha su boquita pálida, como un lirio, y el abrigo de pieles leonadas, entalla en su cintura del ancho de un brazalete.
Va rodeada de un misterio encantador: ¿hincaría la enfermedad su diente negro, cuando ella, rosada y mórbida, oía entre los pliegues de la cortina, las declaraciones de su caballero?
Parece viuda la que surge a mi vista; pero una viuda que hubiera amado mucho, y que llevara la imagen de su muerto en su pecho afónico.
Es de un color obscuro que la enfermedad ha tostado, y el pelo, muerto ya, se aplasta sobre sus sienes hundidas. La nariz se ha afilado altaneramente, y al andar respira con un silbido débil y cavernoso. ¿Irá en breve a amar de nuevo en el sagrado valle que tanto se anhela?
Repugnante figura de escuálida vieja, viene, cuando tengo en el ánimo la imagen de la enlutada que impresiona con su tristura, y apesadumbra con su conformidad. Los ojos lechosos como los de los búhos, lloran humores que mojan sus párpados rojizos en un vaho viscoso, la nariz seca comba de conformación judaica, la boca estrecha y sumida pronta al escupitajo sanguinolento. Jibosa y deshilachada, la tisis la ha forrado de pergaminos, es una especie de momia de andar perezoso e imposible.
Y así fueron desfilando las tísicas, de anémicos ojos y palidez de flor marchita, mientras mi espíritu ahíto de bellezas, se embriagaba con la contemplación de los seres cuya atrofia física es residuo de la atrofia moral, hija del vicio, heredera de la tumba.
New York, Febrero de 1896.
Revista Azul, Tomo IV, 10 marzo de 1896, núm. 18.
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