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lunes, 5 de septiembre de 2011

En una ciudadela

  



  Olallo Díaz González

 Frente a la casa que habito está situada, no digo su nombre, porque no me agrada meterme en líos; pero referiré las escenas que pasan en ellas y como en casi todas son iguales, no se puede dar nadie por aludido y me evito cuestiones que pueden traerme funestas consecuencias.
 Sí por mis escritos he de verme en el terreno del honor dispuesto a matar o morir, lo segundo es más fácil que me suceda, y por ahora maldita la gana que tengo de morirme. Quiero vivir muchos años; llegando a ver adoquinadas todas las calles de la Habana, estoy conforme; entonces puede venir la muerte cuando quiera.
 En la ciudadela de que hablo, hay quince habitaciones. El encargado es un isleño viejo que fue hace treinta años mayoral de un ingenio; en las habitaciones altas viven hombres solos y en las del bajo una morena lavandera, una pardita costurera, otra que su marido es profesor de cornetín, una viuda con su hija, un italiano pailero, un billetero con su esposa y doce chinos que tienen infestada la ciudadela con el opio y con las basuras que guisan delante de la puerta de su cuarto.
 Referir todas las escenas que pasan en tal arca de Noé, sería tarea larga; no haré más que copiar algunas que me parece agradarán a mis lectores.
 Una de ellas es la que arma casi todos los días la mujer del billetero con los chinos.
 —Ya están fumando opio —le pregunta a uno— yo no sé como ustedes tienen valor de meterse en la boca una cosa tan jedionda.
 —Eso no son cuenta tuyo. ¿Tú no fuma tabaco, cigalo? Nosotros fuma eso.
 —Vayan a fumarlo donde no molesten a nadie.
 —No glita tanto.
 —No digo yo si grito, esto es un abuso del encargado del solar.
 —Qué está Vd. charlando —le contesta el aludido.
 —Que Vd. no debe permitir que aquí se fume opio.
 —Si no le gusta así, váyase por donde vino.
 —¿A Vd. le agrada ese olor? Párese en la puerta y huela duro para que vea la peste que sale del cuarto. Entre el opio, el humo de los palitos colorados que encienden, las yerbas de la China que cocinan y el olor a cera de muerto que ellos tienen, forman una esencia que no hay Dios que la aguante, es peor que la del sumidero.
 —Múdese si tiene el olfato tan delicado, a mi no me huele a nada.
 —Qué va a olerle mal, si Vd. fuma opio con ellos y come cundiamores sancochaos.
 —Cállese la boca! Mejor fuera que no hablara tanto y pagara lo que debe.
 —Vaya Vd. a freír tusas!
 La mujer del billetero le volvió las espaldas; cuando vino su marido le contó lo que le había pasado y éste tuvo la gran pelotera con el encargado del solar.
 La hija de la viuda lleva relaciones con uno de los que viven en las altos que antes había sido novio de la pardita costurera, y por esta razón se odian una a otra.
 —Chica —le dice la pardita a la mujer del que toca el cornetín— ahora con la guerra los hombres están escasos y hay que aprovechar lo que se presente.
 —¿Por qué me dices eso?
 —Porque hay hipócritas que le sonsacan a una sus amantes y les agrada ser plato de segunda mesa. Yo no soy de esas.
 —Ni mi hija tampoco —contesta la viuda— ella es una señorita y tu una mujer de mundo.
 —Pero me sobran pretendientes mejores que el salado ese que lleva relaciones con su hija.
 No le contestes, mamaíta, te haces muy poco favor discutiendo con una saltimbanquis.
 —¿Cómo dijo usted? Hágame el favor de repetir esa palabra.
 —Saltimbanquis!
 —No me lo diga en italiano, dígamelo en castellano, saltabancos lo será usted.
  —A ver si no escandalizan —grita el encargado-   ¿qué sucede?
 —Lo que a usted no le importa, fuera!
 Después de un cuarto de hora de discusión se retiraron para sus habitaciones.
 Con el italiano porque da golpes de martillo y con el que toca el cornetín diariamente tiene sus altercados la mujer del billetero.
 —Vaya una ciudadela ésta —le dice al italiano. Usted con sus martillazos, la peste de los chinos y Cástulo con su cornetín, no dejan vivir a nadie.
 —Que hubo conmigo —contesta el músico, saliendo al patio— va sin ilusiones personales.
 —He dicho que soplas demasiado tu instrumento y ya estamos sordos los vecinos.
 —Como se conoce que la señora no tiene educada la audición con la armonía del arte de Bellini, por eso es que el eco melodioso de mi cornetín le lastima el tímpano auditivo y le hiere su trompa de Eustaquio.
 —¿Qué dices tú? ¿Que yo tengo la trompa como Eustaquio? ¿Qué Eustaquio es ese?
 —No aclaremos el punto, veo que usted no entiende mi peroración y me elimino.
 —Ilumínate cuando quieras.
 —Abur!
 —Que te alivies.
 La pardita costurera no sabiendo de qué manera atraer a su antiguo novio, consultó el caso con un brujo y una mañana apareció delante de la puerta del cuarto de la viuda un gallo muerto con siete granos de maíz amarrados en el pescuezo. El italiano que fue el que primero se levantó, al ver aquello le dio un puntapié y el gallo vino a quedar delante de la puerta de la mujer del billetetero, que al abrir su habitación y verlo, creyendo había sido el encargado de la ciudadela el que lo había puesto allí, cogió el gallo por las patas y tirándoselo dentro de su habitación le dice: Oiga, paisano, no me ponga más bilongo en la puerta de mi cuarto, a mi la brujería no me entra.
 —Mire, señora, si no fuera mirando que es usted una mujer muy bruta, le hacía comer el gallo crudo.
 —¿A mí?
 —¿Lo quiere ver? Véalo usted. 
  El encargado ciego de ira le arrojó el gallo; pero ella se agachó y el golpe lo recibió en la cara la mujer del tocador del cornetín.
 El escándalo fue tan grande que para restablecer el orden tuvo que intervenir una pareja.
 Los líos que se arman diariamente en esta ciudadela son por el estilo.
 La única que no se mete en nada es la negra lavandera; pero debo advertir una cosa al lector, es sorda y muda!




 Cosas de la Habana. Cuadros de costumbres populares, La Habana, 1897, Imprenta y Librería "Rocoy". 

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