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sábado, 23 de julio de 2011

José Lezama Lima: Mañana sábado




            
            (Leyendo La Bruja, de Michelet)


Con velocidad suma
hacia el cesto,
en parábola de pluma.

Compran trapos y papeles,
rompen los percales de las abuelas
para abultarse el vientre
y que las vean como si desfilasen
preñadas en el bairán de un día del año,
en el que todas las cosas y sus sombras
tienen el asentimiento.
Quieren ser vistas como preñadas
y conservar la virginidad.
En el ramadán se santificarán con la preñez.

Los pajecillos quieren invocar
al diablo, dicen su nombre y se curvan.
El Maligno no les hace caso
vigila lo que pasa en la plaza,
la ancestral llegada de Margarita.
Los pajes colocan escorpiones
en la punta de sus zapatos.
En cuerpo se les agrieta y arden
cuando sus sombras los muerden.

De pronto una garganta juvenil
mostró el camafeo de ónix de la abuela.
Las figuras estaban borrosas
como si lloviesen sobre el camafeo
colores rotos y colores que se rehacen.
El anticuario, con dudosos
pasos del siglo XVIII
deslizó en su mano invisible
una lupa con contornos de plata.
En la miniatura
se veían figuras apoyadas,  afeminadas.
El anticuario comenzó a bailar un rigodón.
La cajita de música dio
la hora de acostarse.
Y todos volvieron
a ahorcarse en su tenebroso
escaparate de palisandro.

Llega el sábado y el diablo
está ya preparado para presidir.
Una carcajada coral,
y el añade su diseñada sonrisa.
El diablo de otro chivo negro
le ha prestado sus cuernos,
que lanzan chispas rotas
de un  metal herrumbroso.
Tiene dos máscaras inmóviles,
una le cubre el rostro,
otra le cubre el trasero.

Los conjurados en la noche del Sabbat
pueden besar la máscara
que más reclama la otra sangre
amigada con la noche y la nada.
La máscara del trasero
se ha afinado como la cáscara
de un cebolla podrida.
Ha sido tan besada que los insectos
no encuentran donde hundir su ponzoña.

Sigue la fiesta del sábado,
comienza la rueda giratoria
donde se danza hasta desconocerse.
Espalda con espalda
y los brazos ceñidos como culebras.
Los cuerpos ya no se veían,
un polvo de tempestad
le tapaba los ojos con ungüentos babosos.
Las viejas se creían efebos.
Los efebos metamorfoseados en ángeles
preparaban la caída.

Llegó a su casa
y encontró al gato rengueante y hambriendo.
Comenzó a lanzarle
tarjetas con disculpas de visitas.
El gato comenzó a escupir
fuego por la boca, preguntaba por qué
no lo habían llevado a la fiesta.
Más respeto conmigo, dijo,
relamiéndose el fuego:
soy el lugarteniente de los participios.
Saltó sobre su brazo,
el brazo desapareció con dos cuernos,
el que guardaba las máscaras
para el próximo sábado.

Con velocidad suma
hacia el cesto
en parábola de pluma.

           
                  21 de octubre y 1974



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