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domingo, 15 de mayo de 2011

La evolución de la noción de individuo peligroso en la psiquiatría legal I





 Michel Foucault


 Voy a comenzar reproduciendo unas frases que se intercambiaron no hace mucho en la Sala de lo Penal de la Audiencia de París. Se juzgaba a un hombre acusado de cinco violaciones y de seis tentativas de violación escalonadas entre febrero y junio de 1975. 
El acusado permanecía en silencio.
El presidente del Tribunal le preguntó:
"-¿Ha intentado usted reflexionar sobre su caso?"
Silencio.
"-¿Por qué con 22 años se desencadenan en usted esas violencias? Tiene usted que hacer un esfuerzo de análisis. Es usted quien posee las claves de sí mismo. Explíquemelo."
Silencio.
"-¿Por qué vuelve a las andadas?"
Silencio.
Un miembro del jurado tomó la palabra y exclamó: "¡pero bueno, defiéndase!".
 Este diálogo no tiene nada de excepcional, aunque más bien habría que hablar de un monólogo interrogativo. Lo mismo se puede escuchar también en numerosos tribunales de muchos países. Sin embargo, si nos distanciamos un poco, comprenderemos por qué este diálogo no deja de suscitar sorpresa en el historiador, ya que tenemos ante nosotros un aparato judicial que está destinado a establecer hechos delictivos, a determinar quién es el autor de esos hechos y a sancionarlos, infligiendo al trasgresor las penas previstas por la ley. En este caso se nos presentan hechos comprobados, un individuo que los reconoce y que acepta por tanto la pena que se le va a imponer. Es como si en el mejor de los mundos judiciales todo estuviese en orden. Los legisladores, los redactores de los códigos de finales del siglo xvii y de comienzos del xix, no podrían haber soñado con una situación tan diáfana. Y sin embargo, la máquina se atasca, sus engranajes se agarrotan.
¿Por qué? Pues porque el culpable se calla. Ahora bien, su silencio no se refiere en absoluto a los hechos, a las circunstancias, a cómo las cosas se desarrollaron, o a lo que pudo haberlas provocado. Nada de esto. En realidad, el inculpado se calla, se escabulle, ante una cuestión esencial para un tribunal de nuestros días, aunque habría sonado de una forma muy extraña hace ciento cincuenta años: "¿quién eres tú?"
El diálogo que acabo de citar prueba bien que, a esta cuestión, no es suficiente con que el acusado responda: "soy el autor de los delitos que se me imputan, y punto. Eso es todo. Juzguen, puesto que ésa es su obligación y condénenme si les parece". Al acusado se le pide mucho más, más allá del reconocimiento de sus acciones se le exige una confesión, un examen de conciencia, una explicación de sí mismo, una aclaración de lo que él es.
 La maquinaría penal ya no puede funcionar simplemente con la ley, con la infracción y con un autor responsable de los hechos Se necesita algo más, se requiere un material suplementario. Los magistrados, los miembros del jurado, y también los abogados y el ministerio público, no pueden realmente desempeñar su papel más que si se les proporciona otro tipo de discurso: aquel que el acusado expresa sobre sí mismo, o aquel que, por mediación de sus confesiones, recuerdos, confidencias, etc., permite que se tenga sobre él. Si este discurso falta, el presidente del tribunal se acalora, el jurado se pone nervioso; se presiona, se coacciona al acusado porque no sigue el juego. Sucede un poco como con esos condenados que hay que llevar a la guillotina o a la silla eléctrica arrastrándolos porque se niegan a andar, y se necesita que colaboren un poco para ser ejecutados, del mismo modo que se necesita que hablen un poco de sí mismos para ser juzgados.
 Lo que muestra bien que este elemento es indispensable en la escena judicial, que no se puede juzgar -ni condenar- sin que de una forma o de otra este elemento esté presente, es ese argumento empleado recientemente por un abogado francés en un caso de rapto y asesinato de un niño. Por toda una serie de razones este caso tuvo una gran resonancia pública y ello no  sólo por la gravedad de los hechos, sino también porque la aplicación o no de la pena de muerte se planteó en este proceso. Argumentando más bien contra la pena de muerte que en favor del acusado el abogado defensor hizo valer que se conocían muy pocas cosas sobre el reo y que no había quedado claro en los interrogatorios ni en los exámenes psiquiátricos quién era. Y fue entonces cuando el abogado defensor hizo esta sorprendente reflexión -la cito de forma aproximada-: "¿Se puede condenar a muerte a alguien a quien no se conoce?".
La intervención de la psiquiatría en el terreno penal surgió a comienzos del siglo xix en relación con una serie de casos que presentaban, más o menos, la misma forma, y que tuvieron lugar entre 1800 y 1835. He aquí algunos:
 El caso relatado por Metzger: un antiguo oficial retirado se encariñó con el hijo de su patraña. Un día "sin ningún motivo, sin que ninguna pasión como la cólera, el orgullo o la venganza entrase en juego" se abalanzó sobre el niño y lo golpeó sin matarlo dándole dos martillazos.
 El caso Sélestat: en Alsacia, durante el muy riguroso invierno de 1817, cuando el hambre se había convertido en una amenaza, una campesina aprovechó la ausencia de su marido que se había ido a trabajar, para matar a su hija pequeña, cortarle una pierna y ponerla a cocer en la sopa.
 En París, en 1827, una criada, Henriette Cornier, va junto a la vecina de sus señores y le pide con insistencia que le confíe por un rato a su hija. La vecina duda, consiente, y cuando vuelve a buscar a la niña se encuentra con que Henriette acaba de matarla y de cortarle la cabeza que arrojó por la ventana.
 En Viena, Catherine Ziegler mató a su hijo bastardo. Ante el tribunal explicó que lo había empujado a hacerlo una fuerza irresistible. Fue considerada loca y absuelta. Quedó libre de prisión pero ella declaró que valdría más que la encerrasen pues de lo contrario volvería a recomenzar. Diez meses después dio a luz a un niño que inmediatamente mató. En el proceso declaró que se había quedado embarazada para matar a su hijo. Fue condenada a muerte y ejecutada.
 En Escocia, un tal John Howison entró en una casa en la que mató a una vieja a quien no conocía y se fue sin robar y sin ocultarse. Fue detenido y contra toda evidencia negó los hechos. La defensa hizo valer que estaba demente, puesto que era un crimen sin razón. Howison fue ejecutado y retrospectivamente se consideró como un signo suplementario de locura el hecho de que dijese a un funcionario que le gustaría matarlo. En Nueva Inglaterra, Abraham Prescott mató en pleno camino a su nodriza con la que siempre había mantenido buenas relaciones. Volvió a casa y se puso a llorar ante el marido de la víctima. Este le preguntó qué le pasaba y Prescott confesó sin dificultad su crimen. Más tarde explicó que tuvo un dolor de muelas súbito y que no recordaba nada más. Durante la instrucción del sumario confesó que ya había atacado a su nodriza y a su marido durante la noche, lo que había sido considerado como una crisis de sonambulismo. Prescott fue condenado a muerte aunque el jurado recomendaba al mismo tiempo una conmutación de la pena. Sin embargo fue ejecutado. A estos casos, y a otros del mismo tipo, se refieren incansablemente los psiquiatras de la época: Metzger. Hoffbauer. Esquirol, Georget. Williams Ellis y Andrew Combe.
 ¿Por qué son estos crímenes, entre todos los cometidos, los que han sido considerados más importantes, los que han constituido el núcleo de discusiones entre médicos y juristas?
1) Es preciso tener en cuenta en primer lugar que estos crímenes presentan un cuadro muy diferente del que había constituido hasta entonces la jurisprudencia de la locura criminal. Esquemáticamente se puede afirmar que hasta finales del siglo xviii el derecho penal no se planteaba la cuestión de la locura más que en los casos en los que el código civil o el derecho canónico lo hacía; es decir, cuando ésta se presentaba bajo la forma de demencia o imbecilidad, o bajo la forma de furor. En ambos casos, ya se tratase de un estado definitivo o de una explosión pasajera, la locura se manifestaba a través de numerosos signos fácilmente reconocibles (hasta el punto de que se discutía si era necesario un médico para confirmarla). Lo que me parece importante es que el desarrollo de la psiquiatría criminal no se ha realizado afinando el problema tradicional de la demencia (discutiendo por ejemplo sobre su evolución progresiva, su carácter global o parcial, su relación con incapacidades innatas...) o analizando más de cerca la sintomatología del furor (sus interrupciones, sus repeticiones, sus intervalos).
 Todos estos problemas acompañados de discusiones durante años fueron reemplazados por un problema nuevo: el de los crímenes que no han estado precedidos, acompañados o seguidos de ninguno de los síntomas tradicionalmente reconocidos y visibles de la locura. En todos los casos se insiste en el hecho de que no había ningún síntoma previo, ningún trastorno del pensamiento o de la conducta, ningún delirio; que tampoco habían existido agitaciones o desórdenes como sucedía en el caso del furor; es decir, que el crimen surgía de lo que podría denominarse un grado cero de locura.
2) El segundo rasgo común es suficientemente claro para que no insistamos mucho en él. No se trata de delitos sin importancia sino de crímenes graves: casi todos estos asesinatos van acompañados a veces de crueldades extrañas (canibalismo en el caso de la mujer de Sélestat). Es importante señalar que esta psiquiatrización de la delincuencia se ha hecho en cierto modo "desde arriba", lo que rompe también con la tendencia fundamental de la jurisprudencia precedente. Cuanto más grave era un crimen menos interés había en plantear la cuestión de la locura (durante mucho tiempo no se la tuvo en cuenta cuando se trataba de sacrilegio o de un delito de lesa majestad). Por el contrario existía toda una zona común a la locura y a la legalidad: se recurría con facilidad a la locura en caso de los delitos menores -pequeños actos de violencia, vagabundeo, etc.- de forma que, contra los causantes de estos actos, al menos en algunos países como Francia, se adoptaba la ambigua medida del internamiento. Ahora bien, no es a través de esta zona confusa de desórdenes cotidianos como va a penetrar la psiquiatría en la justicia penal, sino más bien enfrentándose con los grandes casos criminales extremadamente violentos y extremadamente raros.
3) Estos grandes crímenes tienen también en común el hecho de que se desarrollan en la esfera doméstica. Son crímenes de familia, del hogar o vecindad. Padres que matan a sus hijos, hijos que matan a sus padres o a sus protectores, criados que matan al hijo de los señores o de los vecinos, etc.
 Son, como vemos, crímenes en los que se ven implicadas personas de generaciones diferentes: la pareja niño/adulto o adolescente/adulto está presente en ellos casi siempre. Estas relaciones de edad, de lugar, de parentesco, son en esta época las relaciones a la vez más sagradas y más naturales, las más inocentes y también aquellas que deben estar menos cargadas de interés y de pasión. No son tanto pues crímenes contra la sociedad y sus reglas cuanto crímenes contra la naturaleza, contra las leyes que se cree que están inscritas en el mismo corazón humano, las leyes que rigen los lazos familiares y generacionales. La forma de crimen que aparece, a principios del siglo xix, como más pertinente que se plantee con relación a ella la cuestión de la locura es pues el crimen contra natura. El individuo en el que la locura y la criminalidad se reúnen y plantean el problema de sus relaciones no es el hombre del minúsculo desorden cotidiano, la pálida silueta que se agita en los confines de la norma, es el gran monstruo. La psiquiatría del crimen en el siglo xix se inauguró pues con una patología de lo monstruoso.
4) En fin, todos estos crímenes tienen en común el hecho de que han sido cometidos "sin razón", quiero decir sin interés, sin pasión, sin motivo e, incluso, sin estar fundados en una ilusión delirante. En todos los casos que he citado, los psiquiatras insisten repetidamente, para justificar su intervención, en el hecho de que no existe entre los personajes del drama ninguna relación que permita proporcionar inteligibilidad al crimen. En el caso de Henriette Cornier, que había decapitado a la hija pequeña de sus vecinos, se cuidaron mucho de probar que no había sido la amante del padre de la niña y de que no había actuado por venganza. En el caso de la mujer de Sélestat que había puesto a cocer la pierna de su hija un elemento importante de la discusión fue el de si había existido o no mucha hambre en ese momento. ¿Era pobre o no la acusada?; ¿estaba hambrienta? El fiscal afirmó que si hubiese sido rica se habría podido considerar su alienación, pero era pobre, y tenía hambre; cocer con coles la pierna era una conducta interesada; por tanto, no estaba loca.
 En el momento en que se funda la nueva psiquiatría, y cuando se aplican más o menos en toda Europa y América los principios de la reforma penal, el gran asesinato monstruoso, sin razón ni preliminares, la irrupción repentina de la contranaturaleza en la naturaleza, es pues la forma singular y paradójica bajo la que se presenta la locura criminal o el crimen patológico.
Digo paradójica puesto que lo que se pretende apresar es un tipo de alienación que únicamente se manifestaría de repente y bajo las formas del crimen, es decir, una alienación que tendría como único y exclusivo síntoma el crimen mismo, y que podría desaparecer tras su ejecución. E inversamente se intentan detectar crímenes que tienen como razón, como autor y como "responsable jurídico" en cierto modo algo que en el sujeto está fuera de su responsabilidad, es decir, la locura que se oculta en él y que no puede controlar puesto que casi nunca es consciente de ella. Lo que la psiquiatría del siglo xix inventó es esa identidad absolutamente ficticia de un crimen-locura, de un crimen que es todo él locura, de una locura que no es otra cosa que crimen. Tal es en suma lo que durante más de un siglo ha sido denominado monomanía homicida. No es cuestión aquí de descubrir el transfondo teórico de esta noción, ni de seguir las innumerables discusiones a las que dio lugar entre hombres de leyes y médicos, abogados y magistrados.
 Me gustaría subrayar simplemente ese extraño fenómeno que los psiquiatras intentaron instaurar con gran empecinamiento en el interior de los mecanismos penales, me refiero a que reivindicaron su derecho de intervención no tanto buscando en torno de los crímenes más cotidianos los mil pequeños signos de locura que podían acompañarlos, sino pretendiendo -cosa exorbitante- que había locuras que se manifestaban en crímenes espantosos única y exclusivamente. Me gustaría también destacar este otro hecho: a pesar de todas sus reticencias a aceptar esta noción de monomanía los magistrados de la época terminaron por aceptar el análisis psiquiátrico de los crímenes realizado a partir de esta tan extraña noción que resultaba por otra parte tan difícil de aceptar por ellos.
 ¿Por qué se ha convertido esta gran ficción de la monomanía homicida en la noción clave de la protohistoria de la psiquiatría criminal?
 Detengámonos en la primera serie de cuestiones a plantear. A comienzos del siglo xix, cuando la tarea de la psiquiatría consistía en definir su especificidad en el ámbito de la medicina y de dar a conocer su cientificidad en el interior de las prácticas médicas, es en ese momento en el que por tanto se funda como especialidad médica -con anterioridad la psiquiatría era más bien un aspecto que un campo de la medicina- ¿por qué quiso inmiscuirse en un terreno en el que hasta entonces había intervenido con mucha discreción? ¿Por qué los médicos se empeñaron en reivindicar la locura de personas que habrían sido consideradas, hasta entonces sin que ello planteara problemas, como simples criminales? ¿Por qué en tantos países protestaron contra la ignorancia médica de los jueces y de los jurados, reclamaron el derecho a ser escuchados por los tribunales como expertos, publicaron centenares de informes y estudios a fin de demostrar que este o aquel criminal eran en realidad alienados? ¿A qué se debe esta cruzada en favor de la patologización del crimen y ello bajo el signo de esa noción de monomanía homicida? El hecho resulta tanto más sorprendente si se tiene en cuenta que poco tiempo antes, a finales del siglo xviii, los creadores del alienismo, Pinel especialmente, protestaron contra la mezcolanza que se practicaba en muchas instituciones de internamiento entre enfermos y delincuentes.
 ¿Por qué restablecer de nuevo ese parentesco que tanto costó separar? No basta con invocar una especie de imperialismo de los psiquiatras (que intentarían anexionarse un nuevo territorio), ni tampoco un dinamismo interno del saber médico que pretendería racionalizar el espacio confuso en el que se entremezclan la locura y el crimen. Si el crimen se convirtió entonces para los psiquiatras en un problema importante es porque se trataba menos de un terreno de conocimiento a conquistar que de una modalidad de poder a garantizar y justificar. Si la psiquiatría se convirtió en algo tan importante en el siglo xix no es simplemente porque aplicase una nueva racionalidad médica a los desórdenes de la mente o de la conducta, sino porque funcionaba como una forma de higiene pública. El desarrollo, en el siglo xviii, de la demografía, de las estructuras urbanas, del problema de la mano de obra industrial, había suscitado la cuestión biológica y médica de las "poblaciones" humanas, con sus condiciones de existencia, de hábitat, de alimentación, con su natalidad y su mortalidad, con sus fenómenos patológicos (epidemias, endemias, mortalidad infantil). El "cuerpo" social dejó de ser una simple metáfora jurídico-política (como la que se formula en el Leviathan) para convertirse en una realidad biológica y en un terreno de intervención médica. El médico debía de ser pues el técnico de ese cuerpo social, y la medicina una higiene pública. La psiquiatría, en el tránsito del siglo xvii al xix, adquirió su autonomía y se revistió de tanto prestigio porque pudo inscribirse en el marco de una medicina concebida como reacción a los peligros inherentes al cuerpo social. Los alienistas de la época han podido discutir hasta el infinito acerca del origen orgánico o psíquico de las enfermedades mentales, han podido proponer terapéuticas físicas o psicológicas, sin embargo, a través de sus divergencias, todos eran conscientes de tratar un "peligro" social, puesto que la locura estaba ligada, a su juicio, con condiciones malsanas de existencia (superpoblación, promiscuidad, vida urbana, alcoholismo, desenfreno), o era percibida como fuente de peligros (para uno mismo, para los demás, para el entorno y también para la descendencia por mediación de la herencia). La psiquiatría del siglo xix fue una medicina del cuerpo colectivo al menos en la misma medida que una medicina del alma individual.
 Se comprende así la importancia que la psiquiatría podía conceder a ese empeño de demostrar la existencia de algo tan fantástico como la monomanía homicida. Se comprende también que durante medio siglo se haya intentado sin cesar hacer funcionar esa noción a pesar de su escasa justificación científica. En realidad la monomanía homicida, su diagnóstico, muestra lo siguiente:
a) Que la locura, bajo alguna de sus formas puras, extremas, intensas, es toda ella crimen y nada más que crimen y que, por tanto, en los últimos bornes de la locura está el crimen.
b) Que la locura es susceptible de acarrear no simplemente desórdenes de conducta, sino incluso el crimen absoluto, aquel que supera todas las leyes de la naturaleza y de la sociedad.
c) Que esta locura aunque posee una intensidad extraordinaria puede permanecer invisible hasta el momento en el que estalla y sale a la luz; que nadie puede pues preverla salvo un ojo experimentado, alguien con una experiencia ya añeja, con un saber bien pertrechado. En suma, únicamente un médico especialista puede detectar la monomanía (por esto, de una forma que no es contradictoria más que en apariencia, los alienistas definirán la monomanía como una enfermedad que se manifiesta exclusivamente en el crimen y se reservarán sin embargo el poder de determinar sus signos premonitorios, las condiciones que predisponen a ella).
 Hay que plantear sin embargo otra cuestión situándose ahora del lado de los magistrados y del aparato judicial. ¿Por qué aceptaron éstos, si no por completo la monomanía, al menos los problemas ligados con ella? Se dirá sin duda que en su gran mayoría los magistrados rechazaron aceptar esta noción que permitía convertir a un criminal en un loco cuya única enfermedad consistía en cometer crímenes. Los magistrados, con gran apasionamiento, y también se puede decir que con sentido común, han hecho todo lo posible para mantener la distancia respecto de esta noción que los médicos les proponían y de la que se servían los abogados espontáneamente para defender a sus clientes. Y sin embargo, a través de esta discusión sobre los crímenes monstruosos, sobre los crímenes "sin razón", la idea de un cierto parentesco siempre posible entre la locura y la delincuencia se aclimata poco a poco en el interior mismo de la institución judicial.
 ¿Por qué se produce esta aclimatación tan fácilmente? En otros términos: ¿por qué la institución penal, que durante tantos siglos no había necesitado de la intervención médica para juzgar y condenar sin que el problema de la locura se plantease, salvo en algunos casos evidentes, se sirve con gusto del saber médico a partir de 1820? Conviene no equivocarse: los jueces ingleses, alemanes, italianos y franceses de la época han rechazado con frecuencia las conclusiones de los médicos, han rechazado las nociones que éstos les proponían; no han sido por lo tanto violentados por los médicos, han sido ellos mismos los que han solicitado -siguiendo leyes, reglas o jurisprudencias que varían de un país a otro- el parecer debidamente formulado de los psiquiatras y lo han solicitado sobre todo en relación con estos famosos crímenes sin razón. ¿Por qué?
 Esto no se debe en absoluto a que los nuevos códigos redactados y puestos en práctica a comienzos del siglo xix en distintos países abriesen un espacio a los exámenes periciales psiquiátricos o concediesen una importancia nueva al problema de la irresponsabilidad patológica. Resulta asimismo sorprendente comprobar que estas legislaciones nuevas no modificaron casi el estado de cosas precedente: la mayor parte de los códigos de tipo napoleónico recogen el viejo principio de que el estado de alienación es incompatible con la responsabilidad y por tanto excluye los efectos derivados de ella; la mayor parte de estos códigos retoman también las nociones tradicionales de demencia y de furor utilizadas en los antiguos sistemas de derecho. Ni los grandes teóricos como Beccaria y Bentham ni los que de hecho han redactado las nuevas legislaciones penales han intentado reelaborar estas nociones tradicionales u organizar nuevas relaciones entre castigo y medicina del crimen -si se exceptúa el afirmar de una manera muy general que la justicia penal debe curar esta enfermedad de las sociedades que es el crimen-. No es pues "desde arriba" -por medio de códigos o de principios teóricos- como la medicina mental ha penetrado en la penalidad, sino más bien "desde abajo" -desde los mecanismos de castigo y del sentido que les confiere-. Castigar, entre todas las técnicas de control y transformación de los individuos, se había convertido en un conjunto de procedimientos concertados para modificar a los infractores: el ejemplo aterrorizante de los suplicios o la exclusión a través del destierro ya no eran suficientes en una sociedad en la que el ejercicio del poder implicaba una tecnología razonada de los individuos. Las formas de castigo a las que se adhieren todos los reformadores de finales del siglo xvra y todos los legisladores de comienzos del xix -a saber, la prisión, el trabajo obligatorio, la vigilancia constante, la adecuación del castigo al estado moral del criminal y a sus progresos- todo esto implica que el castigo recae más sobre el criminal mismo que sobre el crimen, es decir, sobre lo que lo convierte en criminal: sus motivos, sus móviles, su voluntad profunda, sus tendencias, sus instintos. En los antiguos sistemas la notoriedad manifiesta del castigo debía adecuarse a la enormidad del crimen; ahora se intentan adaptar las modalidades de castigo a la naturaleza del criminal.
 Se comprende pues que en estas condiciones los grandes crímenes sin motivo hayan planteado al juez un difícil problema. En otros tiempos para poder castigar un crimen bastaba con encontrar al autor, que éste no tuviese coartadas y que no lo cometiese en estado de furor o de demencia. Pero ¿cómo se puede castigar a alguien cuyos motivos para cometer el crimen se ignoran, y que está mudo ante los jueces salvo para reconocer los hechos y reconocer que ha sido perfectamente consciente de lo que ha hecho? ¿Qué hacer cuando se presenta ante los tribunales una mujer como Henderte Cornier que mata a una niña que apenas conocía, hija de gentes a las que no podía odiar o amar, que la decapita sin ser capaz de formular la más mínima razón para ello, que no intenta ocultar su crimen y que, no obstante, lo ha preparado, ha elegido el momento, se agenció un cuchillo y se ha preocupado de encontrar la ocasión para estar a solas con la víctima? Surge pues un gesto voluntario, consciente y razonado, todo lo que es necesario para una condena en términos legales en alguien que hasta entonces no había manifestado ningún signo de locura y por tanto nada, ningún motivo, ningún interés, ninguna mala inclinación que permita determinar qué es lo que hay que castigar en la culpable. Se plantea la necesidad de condenar, pero no se ve la razón de por qué castigar -a no ser la razón totalmente exterior insuficiente del ejemplo-. Habiéndose convertido entonces la razón del crimen en la razón de castigar ¿cómo castigar un crimen sin razón?
Para castigar se necesita saber cuál es la naturaleza del culpable, su dureza de corazón, su maldad, sus intereses o sus inclinaciones. Pero si no se cuenta más que con el crimen por una parte, y con el autor por otra, la responsabilidad jurídica, seca y desnuda, autoriza formalmente el castigo, pero no puede darle un sentido.
 Se comprende así que estos grandes crímenes sin motivo, valorados por los psiquiatras por tantas razones, hayan sido, por causas muy diferentes, problemas tan importantes para el aparato judicial. Los fiscales obstinadamente hacían valer la ley: nada de demencia, nada de furor o alienación establecida mediante signos reconocidos; más bien todo lo contrario: actos perfectamente organizados; por lo tanto es preciso aplicar la ley. Pero de todas formas no pueden evitar plantear la cuestión de los motivos, ya que conocen bien que a partir de entonces en la práctica de los jueces el castigo está ligado, al menos en parte, con la determinación de los motivos: quizás
 Henriette Cornier había sido la amante del padre de la niña y quería vengarse; quizá tenía envidia (ella, que se había visto obligada a abandonar a sus hijos) de esta familia feliz que vivía a su lado. Todas las requisitorias prueban esto: para que pueda funcionar la máquina punitiva no basta con que exista una infracción real que se pueda imputar a un culpable; es necesario también establecer el motivo, es decir, una relación psicológicamente inteligible entre el acto y el autor. El caso Sélestat, en el que la ejecución de una mujer antropófaga se justifica en razón de su posible hambre, me parece muy significativo en este sentido.
 Los médicos, que sólo tendrían que ser consultados para comprobar los casos siempre bastante evidentes de demencia o de furor, van a ser llamados en tanto que "especialistas del móvil": tendrán que valorar no sólo la razón del sujeto sino también la racionalidad del acto, el conjunto de relaciones que ligan el acto con los intereses, los cálculos, el carácter, las inclinaciones, los hábitos del sujeto. Y si bien los magistrados se niegan con frecuencia a aceptar el diagnóstico de monomanía, tan defendido por los médicos, sin embargo no tienen más remedio que aceptar gustosos el conjunto de problemas que esta noción suscita, es decir, en términos más modernos, la integración del acto en la conducta global del sujeto. Cuanto más diáfana sea esta integración, más fácilmente el sujeto aparecerá como punible.
Y, en contrapartida, cuanto menos evidente sea esa integración más el acto del sujeto se asemejará a un mecanismo repentino e irrefrenable que irrumpe en el propio sujeto y en consecuencia éste, el responsable, se mostrará más difícilmente objeto de punición, y la justicia aceptará entonces desasirse de él considerándolo un loco y confiándolo al encierro psiquiátrico.
 De lo dicho se pueden extraer algunas conclusiones:
1) La intervención de la medicina mental en la institución penal a partir del siglo xix no es la consecuencia o el simple desarrollo de la teoría tradicional de la irresponsabilidad de dementes y furiosos.
2) Esta intervención se debe al ajuste de dos necesidades que proceden, por una parte, del funcionamiento de la medicina como higiene pública y, por otra, del funcionamiento de la punición legal como técnica de transformación
individual.
3) Estas dos nuevas exigencias están ligadas tanto una como otra con la transformación del mecanismo de poder mediante el cual, desde el siglo XVIII, se pretende controlar el cuerpo social en las sociedades de carácter industrial. Sin embargo, a pesar de este origen común, las razones por las que la medicina interviene en el ámbito criminal, y las razones por las que la justicia penal recurre a la psiquiatría, son esencialmente diferentes.
4) El crimen monstruoso, a la vez contra natura y sin razón, es la forma bajo la cual concurren la demostración médica de que la locura es en último término siempre peligrosa y la impotencia judicial para determinar la punición de un crimen sin haber determinado los motivos del mismo. La curiosa sintomatología de la monomanía homicida ha sido diseñada en el punto de convergencia de estos dos mecanismos.
5) El tema del hombre peligroso se encuentra así inscrito tanto en la institución psiquiátrica como en la institución judicial. Cada vez más la práctica, y posteriormente la teoría penal, tendrán tendencia, en los siglos xix y xx, a hacer del individuo peligroso el objetivo principal de la intervención punitiva. Cada vez más la psiquiatría del siglo xix por su parte se orientará hacia la búsqueda de los estigmas patológicos que pueden marcar a los individuos peligrosos: locura moral, locura instintiva, degeneración.
 Y es precisamente esta cuestión del individuo peligroso la que permitió el nacimiento, por una parte, de la antropología del hombre criminal elaborada por la escuela italiana y, por otra, de la teoría de la defensa representada en un principio por la escuela belga.
6) Se produce también una consecuencia importante: la vieja noción de responsabilidad penal se va a ver transformada considerablemente. La responsabilidad penal, al menos en determinados aspectos, estaba próxima todavía al derecho civil (necesidad, por ejemplo, para imputar una infracción a un sujeto de que éste fuese libre, consciente y que no padeciese demencia); en todo caso estaba al margen de cualquier crisis de furor.
A partir de ahora la responsabilidad sin embargo no está simplemente ligada con esta forma de la conciencia, sino también a la inteligibilidad del acto en relación con la conducta, el carácter y los antecedentes del individuo. Este aparecerá tanto más responsable de su acto cuanto más ligado esté con él por una determinación psicológica. Cuanto más psicológicamente determinado esté un acto, mejor podrá su autor ser considerado un sujeto penalmente responsable. Cuanto más indeterminado y gratuito sea, más tendencia se tendrá a eximir de responsabilidad al sujeto. Estamos pues ante una paradoja: la libertad jurídica del sujeto se prueba por el carácter determinado del acto; su irresponsabilidad se prueba por el carácter en apariencia no necesario del gesto. Con esta paradoja insostenible de la monomanía y del acto monstruoso la psiquiatría y la justicia penal entraron en una fase de incertídumbre que estamos lejos de haber superado: los entrecruzamientos entre la responsabilidad penal y la determinación psicológica se han convertido en una cruz del pensamiento jurídico y médico.

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