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domingo, 15 de mayo de 2011

El sexo y la aparición de la sexualidad

 
 

  
  Arnold I. Davidson


  Deseo concentrarme en la relación entre formas de experiencia y sistemas de conocimientos, en el modo en que lo que hemos llegado a llamar sexualidad es el producto de un sistema conocimiento psiquiátrico que tiene una argumentación y un estilo de razonar propios y muy particulares. Ninguna explicación completa de la génesis de la sexualidad puede pasar por alto las modalidades del poder decimonónico, que Foucault denomina biopoder, que tienen relaciones detalladas y precisas con nuestra experiencia de la sexualidad, una cuestión en la que apenas entraré.

 Sin embargo, la aparición de la sexualidad y la aparición de un nuevo estilo de razonar psiquiátrico tiene una vinculación tan íntima que nuestra experiencia permanecerá opaca hasta que dicha vinculación quede plenamente articulada.
 
  Con el fin de explicar, aunque sólo sea a un nivel intuitivo, cómo comprender la noción de un estilo de razonar o argumentar, daré un ejemplo de dos modos radicalmente diferentes de razonar acerca de la enfermedad, lo que llamo los estilos de razonar anatómico y psiquiátrico. Como a Foucault, me interesa el modo en que los sistemas de conocimiento nos modelan como sujetos, el modo en que esos sistemas nos hacen literalmente sujetos. Si tomamos el ejemplo de la identidad sexual y sus desórdenes, vemos dos sistemas de conocimientos, que muestran dos estilos de razonar, tal como se ven ejemplificados en el siglo XIX. El caso particular del estilo anatómico que consideraré es el que Foucault ha  hecho famoso con su publicación de las memorias de Herculine Barbin. Foucault afirma en su introducción que en la Edad Media tanto la legislación civil como la canónica designaban como “hermafroditas” a aquellas personas donde los dos sexos estaban presentes en diferentes proporciones. En algunos casos, el padre o el padrino determina el sexo del niño en el momento del bautismo. Sin embargo, más tarde, cuando llegaba la hora de que esos hermafroditas se casaran, podían decidir por sí mismos si deseaban conservar el sexo que les había sido asignado o elegir el sexo opuesto. La única restricción era que no podían volver a cambiar de opinión otra vez: tenían que conservar el sexo que habían elegido hasta el final de sus vidas (7). Aunque la explicación de Foucault se aplica sólo a una clase de hermafrodita medieval -y debido a su brevedad simplifica las complejas relaciones entre el tratamiento legal, religioso y médico del hermafroditismo en la Edad Media y el Renacimiento- (8) su afirmación evoca la de, por ejemplo, el libro de Ambroise Paré Des Monstres et prodiges (1573).(9)
 
  Como subraya Foucault, en el siglo XVIII y hasta entrado el XIX, todos los hermafroditas aparentes fueron tratados como seudohermafroditas, y la tarea del experto médico era la de descifrar “el sexo verdadero que se esconde bajo apariencias confusas”, encontrar el verdadero sexo del supuesto hermafrodita. En este contexto cabe situar el caso de Herculine Barbin. Adelaide Herculine Barbin, también llamada Alexina o Abel Barbin, se educó como mujer pero acabó siendo reconocida como hombre. Tras la determinación de su verdadera identidad sexual, la categoría civil de Barbin fue modificada y éste, incapaz de adaptarse a su nueva identidad, se suicidó. Los detalles del caso son fascinantes, pero mi interés se centra en la ciencia médica con que se determinó la verdadera identidad sexual de Barbin. Cito a continuación algunas observaciones del médico que examinó en primer lugar a Barbin y que publicó un informe en 1860 en los Annales d´hygiène publique et de médicine légale. Tras describir la zona genital de Barbin, el doctor Chesnet pregunta:

  “¿Qué concluiremos de estos precedentes? ¿Es Alexina una mujer? Tiene una vulva, labios mayores, una uretra femenina… […] Existe una vagina, muy corta en verdad, muy estrecha, pero al fin y al cabo ¿qué es sino una vagina? Son atributos completamente femeninos; sí, pero Alexina no ha menstruado jamás, todo el exterior de su cuerpo es el de un hombre, mis exploraciones no han podido encontrar la matriz […] Para acabar, en fin, se encuentran al tacto unos cuerpos ovoideos, un cordón de vasos espermáticos en un escroto dividido. He aquí los verdaderos testimonios del sexo; podemos concluir y decir: Alexina es un hombre, hermafrodita sin duda, pero con predominancia evidente del sexo masculino”.

  Nótese que los verdaderos testimonios del sexo se encuentran en la estructura anatómica de los órganos sexuales de Barbin.
 
  Nueve años más tarde en el Journal de l´anatomie et de la physiologie de l´homme, el Dr. E. Goujon confirma definitivamente las conclusiones de Chesnet utilizando la gran técnica de la anatomía patológica, la autopsia. Tras comentar los órganos genitales externos de Barbin, Goujon ofrece un informe detallado de sus órganos genitales internos:

  “Al abrir el cadáver, se aprecia que únicamente el epidídimo del testículo izquierdo había franqueado el anillo; es más pequeño que el derecho; los canales deferentes se aproximan por detrás y por debajo de la vejiga. Mantienen relaciones normales con las vesículas seminales, de donde salen los dos canales eyaculadores que emergen y se deslizan bajo la mucosa vaginal de cada lado hasta el orificio vulvar. Las vesículas seminales, la derecha más voluminosa que la izquierda, están relajadas por la presencia de esperma de consistencia y colores normales”.

 Toda la ciencia médica, con su estilo de anatomía patológica, coincidió con Auguste Tardieu cuando afirmó en su libro reveladoramente titulado Question médico-légale de l´identité dans les rapports avec les vices de conformación des organes sexuels que “ciertamente en este caso, las apariencias del sexo femenino habían llegado muy lejos, pero, no obstante, la ciencia y la justicia se vieron obligadas a reconocer el error devolviendo a este joven su sexo verdadero”. (10)

  Saltaré ahora algunas décadas. Estamos en 1913, y el gran psicólogo del sexo Havelock Ellis ha escrito un artículo titulado “Sexo-Aesthetic Inversion” que aparece en Alienist and neurologist. Empieza como sigue:

  “Por ¨inversión sexual¨ entendemos exclusivamente tal cambio en los impulsos sexuales de una persona, resultado de una constitución innata, que el impulso se dirija hacia individuos del mismo sexo, mientras que los otros impulsos y gustos sigan siendo los del sexo al que pertenece la persona por configuración anatómica. No obstante, existe un tipo más amplio de inversión que no sólo abarca mucho más que la orientación de los impulsos sexuales, sino que puede no incluir, y con frecuencia no incluye en absoluto, el impulso sexual. Mediante esta inversión los gustos e impulsos personales se ven tan alterados que, si es un hombre, subraya e incluso exagera las características femeninas de su persona, se deleita manifestando actitudes femeninas y muy especialmente encuentra peculiar satisfacción vistiéndose de mujer y adoptando actitudes femeninas. Con todo, el sujeto de esta perversión experimenta la atracción sexual normal, aunque en algunos la inversión general de los gustos puede extenderse, en ocasiones gradualmente, a los impulsos sexuales”.

  Tras describir algunos casos, Ellis sigue escribiendo: 

  “La naturaleza precisa de la inversión estética sólo puede establecerse presentando ejemplos ilustrativos. Hay al menos dos tipos de tales casos; uno, el más común, en que la inversión está restringida principalmente a la esfera del vestir, y otro, menos común pero más completo, en que el travestismo es contemplado con relativa indiferencia pero el sujeto se identifica tanto con los rasgos físicos y psíquicos que recuerdan el sexo opuesto que siente que realmente pertenece a ese sexo, aunque no se engaña en relación con su confirmación anatómica”. (12)

  Al categorizar los trastornos, la clara separación de Ellis de dos aspectos diferenciados (la configuración anatómica y los rasgos físicos) proporciona una manifestación superficial de una mutación epistemológica profunda y trascendente. Es lo que permite, ante todo, la inversión sexoestética en tanto que enfermedad.

 El comentario de Ellis deriva del estilo de razonar psiquiátrico que empieza, en términos generales, en la segunda mitad del siglo XIX, un periodo durante el cual cambian radicalmente las reglas para la producción de verdaderos discursos sobre la sexualidad. La identidad sexual ya no está vinculada de forma exclusiva a la estructura anatómica de los órganos internos o externos, sino que es una cuestión de impulsos, gustos, aptitudes, satisfacciones y rasgos psíquicos. Todo un conjunto nuevo de conceptos permite separar las cuestiones de la identidad sexual de los hechos relativos a la anatomía, una posibilidad que sólo se dio con la aparición de un nuevo estilo de razonar. Y con este nuevo estilo de razonar llegaron trastornos y enfermedades sexuales completamente nuevos. Hace tan solo ciento cincuenta años, las teorías psiquiátricas de los trastornos de la identidad sexual no eran falsas, sino que ni siquiera eran candidatos posibles a la verdad o la falsedad. (13). Sólo con el nacimiento del estilo de razonar psiquiátrico se dieron categorías de prueba, verificación, explicación, etc., que permitieron que esas teorías fueran verdaderas o falsas. Y para que no se piense que el análisis de Ellis está desfasado, señalaré que la tercera edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-III) de la Asociación Psiquiátrica Americana presenta los trastornos de la identidad sexual en términos que son conceptualmente casi idénticos a los de Ellis. Llama a estos trastornos, que se “caracterizan porque el individuo tiene sentimientos de malestar e inadecuación sobre su sexo anatómico, así como conductas persistentes generalmente asociadas con el sexo contrario”, trastornos de identidad de género. (14) Vivimos con el legado de ese estilo de razonar relativamente reciente, tan ajeno a las anteriores teorías médicas del sexo. Las llamadas operaciones de cambio de sexo no sólo eran tecnológicamente imposibles en siglos anteriores; también lo eran conceptualmente. Antes de la segunda mitad del siglo XIX, no podía concebirse que las personas tuvieran un sexo determinado y fuera de verdad -es decir, psicológicamente- del sexo opuesto. El sexo anatómico agotaba la propia identidad sexual; las consideraciones psicológicas no podían proporcionar la base de una “cirugía de reasignación de sexo”, puesto que esas cuestiones no eran relevantes para la cuestión de la identidad sexual. Nuestro actual concepto de reasignación de sexo hubiera sido ininteligible o incoherente, puesto que no era congruente con el estilo de razonar psiquiátrico sobre la identidad sexual.

  El estilo de razonar anatómico consideró que el sexo era su objeto de investigación y se interesó por las enfermedades de la anormalidad estructural, con cambios patológicos que resultaban de un cambio anatómico macroscópico o microscópico. Por esta razón el hermafroditismo ejemplifica con claridad ese modo de razonar. Sin embargo, para que la sexualidad se convirtiera en objeto de conocimiento clínico, era necesario un nuevo estilo de razonar, el psiquiátrico. El comentario de Ellis ya presupone ese nuevo estilo y por ello trata la sexualidad y sus trastornos concomitantes, como la inversión sexo-estética, como naturalmente dados. Incluso un historiador tan sutil como Ariès puede combinar esos diferentes objetos de la investigación clínica, con la inevitable confusión histórica resultante. Escribiendo sobre la homosexualidad declara: “La ambigüedad aquí denunciada era la del sexo y la de su ambigüedad: el hombre afeminado o la mujer con órganos masculinos, el andrógino”. (15) No obstante, cualquier intento de escribir una historia unificada que pasara del hermafroditismo a la homosexualidad soldaría figuras que una epistemología histórica debe mantener separadas. El hermafrodita y el homosexual son tan diferentes como los genitales y la psique. La noción de estilo de razonar nos ayuda a verlo.



Notas

7) Véase la introducción de Michel Foucault a Herculine Barbin llamada Alexina B. (trad. Antonio Serrano y Ana Canellas), Madrid, Revolución, 1985, pp. 11-15.
8) Para una crítica de algunas de las afirmaciones de Foucault, véase: Lorraine Daston y Kahtarine Park: “Hermaphrodites in Renaissance France”, Critical Matrix: Priceton Working Papers in Women´s Studies, 1, núm. 5 (1985).
9) Véase Ambroise Paré: Des monstres et prodiges (ed. Jean Céard, Ginegra), Droz, 1971, pp. 24-27.
10) El libro de Tardieu se publicó en 1874. Algunas partes habían aparecido previamente en los Annales d´hygiène publique en 1872. Las polémicas referentes a la identidad del sexo de un individuo solían girar en torno a las capacidades reproductivas de la persona, y, en última instancia, a la aptitud para el matrimonio. En el siglo XIX, esas determinaciones subordinaban las consideraciones fisiológicas a las anatómicas. Se consideraba que basar las clasificaciones del hermafroditismo en los hechos fisiológicos en lugar de hacerlo en los anatómicos era “del todo inadmisible en el presente estado de la ciencia”. Véase Isidore Geoffroy Saint-Hilaire: Histoire générale et particulière des anomalies de l´organisation chez l´homme et les animaux, 3 vols., París, J. B. Baillière, 1832-1837, vol. III, p. 34. Para un comentario más general de algunos de estos temas, véase Pierre Darmon: Le tribunal de l´impuissance: Virilité et défaillances conjugales dans l´ancienne France, París, Seuil, 1979. Estoy en deuda con Joel Snyder por algunas clarificaciones sobre este punto.
11) Havelock Ellis: “Sexo-Aesthetic Inversion”, Alienist and Neurologist, 34 (1913), p. 156.
12)  Ibídem, p. 159.
13) Para una explicación de esta terminología, véase Ian Hacking: “Language, Truth, and Reason”, en Martin Hollis y Steven Lukes (eds.): Rationality and Relativism, Oxford, Basil Blackwell, 1982, pp. 48-66.
14) American Psychiatric Association: DSM-III. Manual diagnostico y estadístico de los trastornos mentales (trad. Manuel Valdés y otros), Barcelona, Masson, 1983, p.275.
15) Ariès: “Reflexiones en torno a la historia de la homosexualidad”, en Sexualidades occidentales, ob.cit., p. 109. 

La aparición de la sexualidad, Ediciones Alpha Decay, S.A, Barcelona, 2004, pp. 67-74.
  
Trad. Juan Gabriel López Guix.




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