Jorge Mañach
Sí, tienen razón los gondoleros.
Venecia pertenece al pasado: las lanchas de motor en los canales son una
herejía -casi tanto como estos turistas que hormiguean por la plaza de San
Marcos un poco sonsos, un poco embriagados de la fragancia añeja.
Sería muy deplorable que Venecia no se
resignase a ese destino de cosa pretérita, detenida en el tiempo, como parece
amagarlo cierto plan de expansión que vi, muy ilustrado, en un periódico de
Roma. Si tales proyectos de corte americano se llevan a cabo, si la villa
acuática se empeña en seguir echando estribaciones de cemento sobre la tierra
firme, acabará por perder esta concentración y unidad maravillosas que hoy
tiene. San Marcos dejará de ser su corazón trajinado de palomas; las calles
aledañas, de tan aristocrática intimidad, se tornarán arrabaleras; los palacios
de color de malva, de color de miel, que levantan del agua misma sus fachadas
de esmalte y filigrana, ya no serían más estas reliquias vivas, habitadas, que
hoy son, sino pura arqueología de mirar. La gracia actual de Venecia, su gracia
eterna, consiste precisamente en esta compenetración orgánica de lo vital y lo
estético, en este ser habitación museal, donde la gente sale, como si tal cosa,
de su zaguán vetusto a unos peldaños de lamido musgo, y de los peldaños a la
góndola, y de la góndola no se imagina uno a qué.
¿De qué vive, en efecto, esta ciudad, como
no sea de los recuerdos hechos sustancia, o de su agua y aire propios, como una
flor lacustre? ¿Qué significa en ella ser abogado, obrero, corredor de bolsa, periodista?
Las únicas profesiones que aquí se conciben son esas que están a la vista: el
guía, el vendedor de tarjetas postales, el mercader de cueros o de cristales y
encajes opulentos, el pintor, el sacerdote… Claro que hay un hinterland
de negocios y política; pero afortunadamente no está a la vista: la ciudad
hasta ahora ha sabido disimular esas servidumbres modernas. Sabe que su encanto
consiste en una suerte de primitivismo exquisito, en aquella conjunción de lo
bello y lo espontáneo que le hacía decir a una turista americana, al contemplar
los residuos sólidos que flotaban en el agua de un canal:
-Oh, it’s so
nice and dirty!
Sí,
tan linda y sucia a la vez; tan viva y decrépita; tan severa y risueña. Bien ha
hecho en desplazar sus frivolidades más modernas al otro lado del lago, al Lido.
Esos hoteles, esas playas, esos americanos en trusa, esos cocteles bajo los
parasoles, también deben ser como una concesión lejana y discreta a la
modernidad; aquí, en las isletas clásicas del Rialto, hubieran sido como
pistolas a un Cristo. Esta ciudad -la de más placenteros lujos en Europa hace
un siglo- ya no tiene derecho a divertirse, porque los nuevos estilos de
frivolidad no se avienen con su tradición augustamente sensual. El nilón ha
sustituido al terciopelo. Los caballeros son atléticos y nada sutiles; las damas
de hoy, tan esquemáticas en su desnudez, hubieran repugnado al Ticiano.
Mucho me desazonó ver, en la esquina de una
iglesia fastuosamente barroca, un cartel de propaganda comunista, convidando a
no sé qué arrebatos del camarada Togliatti. Pero se percibía que eso no era más
que un episodio, como el de la huelga de los gondoleros. En cambio, toda el
alma de Venecia parecía volcarse esos días en las grandes banderolas que
señalaban, al otro lado del Gran Canal, una exposición retrospectiva de Tiépolo.
Porque no es alma de agitación, sino de
contemplación, de éxtasis sensual, el alma de Venecia. Sus pintores nunca nos
convencen cuando pintan batallas o ceremonias, ni cuando se meten en aventuras
celestiales. Todos sus grandes artistas -Giorgione, Ticiano, Sansovino,
Tintoretto, Paolo Veronese, Palladio, Tiépolo mismo-, son plásticos de la luz, del
color, del ritmo, sin más complicaciones. Aquí, en estos primeros templos
renacentistas, se quebró definitivamente la fuga mística del gótico. Son
templos, a la verdad, con más lujo que recogimiento. En las fachadas seculares,
el gótico perdura, como se sabe, pero con la austeridad ya diluida en orgías de
color. Y ni en San Marcos le costó trabajo a Venecia coquetear con las
filigranas terrenales del bizantino. Ese interior embriaga, pero no anonada.
Más ya veo que me estoy poniendo descriptivo -descubriendo
el Mediterráneo. Librémonos de esa tentación barata y digámosle adiós a Venecia
desde está góndola que nos lleva, con su lentitud de siglos, a la herejía de su
estación moderna.
Diario de la Marina, 14 de
septiembre 1951.