domingo, 28 de junio de 2015

Dispensarios





 Jorge Leroy y Cassá


 El Dr. Manuel Delfín fue el campeón de la idea, allí en el seno de la Sociedad, en su periódico de vulgarización "La Higiene", en la prensa profesional y en la prensa periódica; pero circunstancias diversas impidieron por el momento la instalación en esta capital de esos centros en que se acude a remediar "las grandes desgracias que afligen a la infancia, al niño pobre que no tiene siquiera un modesto hospital donde curar sus enfermedades, que carece de los alimentos precisos y que fallece de hambre".
 Sin embargo, la simiente germinó, primero en la bella ciudad de los dos ríos, donde el 2 de septiembre de 1894 se inauguró el primero de los Dispensarios de Cuba, debido al Cuerpo de Bomberos de Matanzas y sobre todo a aquel varón de imperecedera memoria que se llamó el Dr. Domingo Madan.
 A los pocos meses, el 5 de marzo de 1895, se inauguraba el segundo de estos Dispensarios en la ciudad de Santa Clara, debido a la caridad inagotable de la benefactora cubana Sra. Marta Abreu de Estévez y a los esfuerzos del Dr. Rafael Tristá, que supo interesar el cuerpo médico farmacéutico de Santa Clara en la creación de obra tan hermosa.
 Estalla en esos momentos la revolución que había de traernos la independencia, y se paraliza la obra de fundar el de la Habana; pero a los horrores de la guerra se unen los mayores aun de la reconcentración decretada por el funesto Weyler, y entonces surge frente a aquel genio del mal un espíritu dotado de verdadera caridad y de celo evangélico, el que fue nuestro Prelado, y también académico de mérito Dr. Manuel Santander y Frutos.
 Con motivo de las conferencias que celebraba con el Dr. Gordon para convenir acerca de las raciones que debían repartirse en las Cocinas Económicas, a que tanto contribuyeron el Obispo Santander y el Gobernador Civil Dr. Rafael Fernández de Castro, hubo de exponerle el Prelado al Dr. Gordon la idea de establecer también Dispensarios para asistir a los niños pobres que morían por millares, terminando su conferencia con estas elocuentes palabras: "El hambre y las enfermedades traen el crimen,
y debemos evitarlo".
 Pedida al Gobierno General la casa, propiedad del Obispado, calle de la Obrapía entre Aguiar y Habana, donde estuvo el Cuartel de Bomberos Municipales, y negada la entrega de esta propiedad, el Sr. Obispo cedió los bajos del palacio episcopal, y en 29 de noviembre de 1896 se inauguró el Dispensario de la Caridad, poniendo en su dirección al Dr. Delfín y prestando los más prestigiosos médicos habaneros sus desinteresados y caritativos auxilios a los niños, y también a las madres que los conducían, salvando así de una muerte cierta a innumerables víctimas del nuevo Herodes que gobernaba a la sazón nuestro infortunado país.
 Los recursos eran numerosos, pero las necesidades eran mayores, y en 1 de enero de 1897 se inauguraba el segundo de los Dispensarios, con el nombre de Nuestra Señora del Pilar, en los bajos de la morada del Dr. Francisco Penichet y Ramos, calzada del Príncipe Alfonso 304, cedidos por aquel médico benefactor, así como todo lo que fuera necesario al sostenimiento del mismo, a lo que contribuyeron además el Párroco Sr. Francisco Revuelta y la decana de las sociedades de beneficencia, instrucción y recreo "El Pilar".
 Seis meses después (6 junio 1897) fue necesario aumentar el número de estos Dispensarios, inaugurando el tercero que se erigió en el Cuartel de Bomberos de la Habana, bajo la advocación de Nuestra Señora de los Desamparados y con el concurso de los auxilios profesionales prestados por los Dres. Manuel Antonio Aguilera y Cándido de Hoyos, médicos del citado cuerpo.
 De todos estos Dispensarios fue presidente facultativo el Dr. Gordon y colaboró con el Prelado Dr. Santander, con la Junta de Señoras, presidida por Doña Águeda Malpica viuda de Rosell, y con la pléyade de médicos que prestaban sus gratuitos servicios a un de que la obra de exterminio del pueblo cubano, en su fuente principal, la niñez, no se cumpliera en su totalidad, arrancando sus víctimas a la muerte y curando o aliviando las enfermedades de aquellos desgraciados cuya gran culpa era la de haber nacido en la tierra enrojecida por la sangre de los cubanos.


 “Elogio del Dr. Antonio de Gordon y de Acosta, Anales, T- LIV, 1917-18, pp. 416-18.


sábado, 27 de junio de 2015

Por aquella época



  Manuel Delfín

 En aquella triste época, que recuerdo como una horrible pesadilla, las discusiones de nuestra Corporación languidecían, y a las veces pasaban sin observaciones los trabajos más brillantes sin que lograra el amor a la ciencia darles aliento; porque cuando nuestro cerebro es solicitado por una fuerza tan terrible, como eran los acontecimientos que se desenvolvían en torno nuestro, no puede el pensamiento abrirse amplio y espontaneo, sino que corre tardo y restringido.
 Ante tantas desventuras que rodeaban a nuestros compatriotas en los campos y en las ciudades, en Cuba y en extrañas tierras, no cabía más ciencia que la del dolor, ni cabían más discusiones que las de la tristeza.
 Por aquella época cayó para siempre el Dr. Braulio Sáenz, cuyo alegre carácter no pudo sobreponerse a la angustiosa situación que le circuía; sucumbió el santo Domingo Madan, agotado por los sufrimientos de su pueblo cuyo espectáculo horrible le dio muerte silenciosa; también perecieron entonces Maximiliano Galán y Joaquín Ruíz.
 En ese ambiente de dolores y tristezas nuestros compañeros hicieron supremos esfuerzos para no consentir que se extinguiera el fuego sagrado de la ciencia en nuestra patria, cuando parecía había sonado la última hora para esta desventurada tierra de Cuba; y eran muchos de los trabajos aquí leídos la vínica protesta cine se alzaba contra el exterminio de nuestra población: las monografías de Madan y Eduardo Díaz, que se referían a horribles y nuevas enfermedades indefinidas en nuestros pueblos y ciudades a causa de la reconcentración, a causa del hambre, daban en el rostro al bárbaro herodes de nuestro pueblo.
 Y esto en aquellos momentos en que era crimen anotar en el certificado médico que una persona había fallecido a consecuencia del hambre o por inanición. Y tan cierto es esto, Señores, que sé de un médico a quien se amenazó duramente, porque en un atestado de esa clase consignó que el individuo había muerto de hambre.


 Anales, tomo XXXVI, 1899. 

 Imagen: Domingo Madan Bebelagua. 

miércoles, 24 de junio de 2015

Fiebres palúdicas





 Tomás Vicente Coronado

 La extensión de la guerra a las provincias occidentales y sus consecuencias desastrosas, bajo el punto de vista sanitario, para sus moradores, ha venido a multiplicar de tal manera los hechos bien patentes del contagio del paludismo que para mi ánimo y para el ánimo de observadores respetables como los Dres. Vila, Vera, Mádan, Delfín, Díaz y otros muchos de los que nos preocupamos seriamente en el estudio de nuestras enfermedades, no cabe ya la menor duda y es necesario que dejemos sentado sin vacilaciones de ningún género que el paludismo, al igual de otras enfermedades contagiosas, es trasmisible del sujeto enfermo al sano por medios que aunque parecen escapar a nuestra penetración son bien fáciles de presumir. (…)
  Tan pronto la extensión de la guerra llegó a los pueblos, poblados e ingenios de la costa Norte, comprendidos entre Mariel y la Mulata, lugares que nos son bien conocidos, las privaciones unido a la vida no acostumbrada de los moradores, despertaron una verdadera invasión de fiebres palúdicas en todos aquellos lagares pantanosos de la costa, donde las familias desprovistas de bienestar se refugiaban.
 Las goletas costeras empezaron atraerá la Habana entre los pasajeros algunos enfermos de fiebre palúdicas. Poco tiempo después éramos solicitados el Dr. Vila y yo para asistir a los robustos marineros que antes no habían padecido el paludismo a pesar de llevar muchos años en la travesía de Cabañas y Bahía Honda. Según dichas goletas trasportaban más palúdicos, más se infeccionaban (por decirlo así) sus cubiertas y caían sucesivamente todos los marineros y sus respectivos patrones atacados por fiebres que yo diagnostiqué siempre en el Laboratorio, de palúdicas, por la presencia en la sangre de los enfermos del hematozoario de Laverán.
 El trasporte de numerosos palúdicos convierte las goletas en verdaderos focos y esto sólo puede realizarse tratándose de una enfermedad contagiosa. Si el germen conocido del paludismo se agotara, como han creído hipotéticamente los clínicos, en el organismo enfermo, no tendría explicación racional lo observado en las goletas costeras de Cabañas y Bahía Honda; pero el mismo hecho de observación viene a confirmar lo que experimentalmente he comprobado ya y es que las deyecciones de los palúdicos contienen gérmenes vivos cuya existencia es bien fácil demostrar. (…)
 Un compañero de esta capital me relata el hecho de un oficial, insurrecto cubano, que padece de tercianas y encontrándose en campaña, tiene por lecho una hamaca de lienzo. Convaleciente ya presta la hamaca a un amigo y pocos días después el amigo es atacado de las mismas fiebres a pesar de no encontrarse en comarca palúdica. Un hecho análogo he podido observar aquí en la Habana. Viene un señor de la provincia de Matanzas atacado de fiebres palúdicas que yo diagnostico con el examen de la sangre y la confirmación en ella de los hematozoarios. Un mes más tarde es atacada una hermanita de cinco años, saludable hasta entonces y sin haber vivido en lugares palúdicos, de una fiebre francamente intermitente cuya naturaleza confirmó el examen de su sangre. (…)
 Hechos idénticos acaecidos en bateyes, en poblados y en pueblos de mayor importancia pudieran referirse hasta el infinito, hoy que la infección malárica se ha extendido de manera alarmante a todas las aglomeraciones humanas, ya se encuentren malas o en buenas condiciones higiénicas.
 Mi observación sobre esta interesante cuestión desde que se extendió la guerra a las provincias occidentales, está en contradicción de lo que siempre había sostenido: pero hechos muy numerosos y muy repetidos no pueden dejar dudas en su interpretación.
 Yo había observado siempre las epidemias de paludismo en familias diseminadas en las comarcas pantanosas de Vuelta Abajo y confirmando lo dicho por todos los observadores, así lo exponía en mis trabajos anteriores.
 Yo había creído siempre que el acúmulo de población era una barrera para la infección palúdica, pero lo observado de un año a la fecha modifica no poco mi criterio sobre este particular, para lo cual solo encuentro como explicación racional el contagio que antes yo negaba, al igual de todos los que nos hemos ocupado de la cuestión.
 Ahora bien, si el contagio del paludismo es un hecho positivo, como parece desprenderse de las observa militareis y civiles, pudiera haceros una relación interminable demostrativa del contagio personal del paludismo; pero en obsequio de la brevedad os relataré sólo aquellos casos en que el examen de la sangre ha venido a imponer el diagnóstico de paludismo.
 El Dr. Rodríguez, de Bejucal, permanece ejerciendo nuestra profesión veintiséis años en dicho pueblo y jamás sufre las consecuencias de la malaria, —viene la reconcentración de los campesinos y no tarda Bejucal en convertirse, así como los demás pueblos y poblados de Vuelta Abajo, en verdaderos focos permanentes de la infección palúdica. Dicho compañero no cambia sus hábitos de vida, no deja de alimentarse bien de continuar viviendo en las mismas condiciones que antes de la reconcentración.
 Asiste, como es natural, numerosos enfermos atacados de continuas, remitentes e intermitentes v al fin cae él con las mismas fiebres, cuya naturaleza es comprobada por el examen de su sangre. (…)
 Ahora bien, si el contagio del paludismo es un hecho positivo, como parece desprenderse de las observaciones cada día más numerosas, yo me permito llamar la atención de los señores académicos y de todos aquellos que se preocupan de nuestra salud pública, sobre la posibilidad de una gran epidemia de infecciones palúdicas en nuestras grandes poblaciones y en esta misma capital como ya hoy acontece en casi todos nuestros pueblos rurales.


 
 Raras son las calles de los barrios exteriores de la Habana donde no se encuentren familias reconcentradas con algún atacado de paludismo; en las mismas calles céntricas yo conozco algunos casos; en nuestros hospitales abundan. Entre las familias pobres que tienen por albergue los Fosos Municipales, son muchos los adultos que sufren las intermitentes y el Dr. Delfín y yo asistimos en el Dispensario de niños pobres del Obispado, diariamente, enfermitos atacados por la malaria, que proceden de los Fosos Municipales.
 Ojalá nuestra presunción no se realice y podamos vernos libres de esa desgracia que nos amenaza; pero la relación que hace el profesor de clínica médica de México, D. Demetrio Mejía, de lo sucedido en Chilpancingo confirma nuestros temores y al mismo tiempo es un nuevo dato en apoyo del contagio del paludismo. (…)
 No quiero cansaros exponiendo mayor número de datos y de observaciones confirmativas del contagio.
 Antes de terminar veamos los medios probables de realizarse la transmisión.
Ya es cuestión fuera de toda duda que las manifestaciones febriles o no de la infección palúdica, dependen de la pululación, en el torrente circulatorio de los atacados, de un parásito designado con el nombre de hematozoario de Laverán.
 Cuando hice mis primeras siembras en pantanos artificiales de los gérmenes del paludismo y estos primeros experimentos me llevaron al descubrimiento de elementos análogos a los encontrados por Laverán en la sangre, en las aguas pantanosas del arroyo de Montesinos, en el Central Orozco, en los terrenos próximos y en el aire cargado de neblinas.
 En los seis años transcurridos nadie ha negado todavía mis afirmaciones y como nuevos experimentos realizados en el Laboratorio de la Crónica han venido a confirmarlas, yo estoy seguro de no haber seguido una falsa ruta.


 “El paludismo es contagioso” (fragmentos), Anales 35, pp. 294-299.