miércoles, 29 de octubre de 2014

La cueva maravillosa de Bellamar





 José Victoriano Betancourt


 Muchas son las cuevas que hay en el mundo de Adán y en el de Colon, pero las célebres en el primero, son la caverna de Antíparos, que está 1500 pies bajo de tierra, con una bóveda de 200 pies de elevación, y cuyas paredes reflejan la luz de las hachas: la de Arcy y Adelsberg, la de Terni y Neptuno: y la de Capri, llamada Grotta azura; ésta debe su celebridad, no a cristalizaciones espáticas sino a un fenómeno óptico muy sorprendente y las demás son de estalagmitas y estalactitas comunes: la de Arcy y de Adelsberg tienen un lago: en el de Adelsberg se crían peces cuyo color se asemeja al del cutis humano, que tienen agallas y pulmones y que tienen una completa aversión a la luz.

 En el mundo de Colon hasta ahora que yo sepa, todas las cuevas que han sido visitadas, inclusas las de esta isla de Cuba solo son notables por la majestad y fantástico agrupamiento de sus estalactitas y estalagmitas, que ya semejan pórticos, con atrevidas arcadas, bien figuras de hombres y animales, efecto de la luz, según hiere esos objetos. He visitado la cueva de Cabezas, y las de Matanzas cuya entrada se halla en la parte llamada de Simpson al Oeste de esa ciudad y que salen al estero situado en el valle del Yumurí y solo son notables, por sus atrevidas columnas, pórticos etc.: pero se ha descubierto una que no solo a mi juicio, sino al de distinguidos viajeros, es un portento: su descripción es poco menos que imposible, porque lo es sin duda, encontrar en la pobreza del lenguaje humano, palabras para pintar las maravillas de Dios: el Sr. Reinoso que la visitó, la llama Maravilla de las Maravillas.

 Esa cueva, que tan profundamente escita la atención hoy y cuyos espléndidos echantillons, figuran ya en el museo de Nueva-York y sin duda en el de Madrid, a donde ofreció presentarlos el Excmo. Sr. Duque de la Torre, a quien se hizo presente de algunos muy hermosos, fue descubierta por una casualidad.

 D. Ramón Pargas, compró una pequeña finca, cerca de Matanzas y se dedicó de preferencia a explotar una cantera, con el objeto de hacer cal: estando uno de sus esclavos introduciendo una barreta para sacar un canto se le escapó ésta de las manos y desapareció. Advertido el dueño, dio orden a su mayoral que hiciese cavar en aquel punto y sacar la barreta; pero el mayoral se desentendió de la prevención por no sé qué temor supersticioso, y el dueño, que había estado algún tiempo empleado en explotación de Minas de cobre, cerca de Matanzas, le ocurrió la idea, que hubiese por allí alguna; y no se engañó por cierto que una y muy rica y de facilísima explotación fue la que halló, gracias a su constancia, que extraordinaria ha sido la que ha desplegado para llegar a ser poseedor de lo que puede llamarse la novena Maravilla del Mundo.

Es el caso que como Pargas viese que el mayoral no obedecía sus órdenes ya corridos dos meses, un día se fue él con la gente al punto en que había desaparecido aquella, ordenando se trabajase allí; y apenas se había abierto un espacio de poco más de una vara, salió por el agujero practicado una gran corriente de aire de repugnante olor, caliente y como humoso; no retrajo a Pargas eso, sino antes por el contrario continuando el trabajo, pudo convencerse de que aquello era la entrada de una cueva, y con un arrojo, que rayaba en temeridad siguió ensanchando la abertura y después aventuró un descenso empleando una escala que fue preciso alargar y en llegando a lo que le pareció al suelo se encontró envuelto en tinieblas. Mas como él fuese gran práctico en punto a minas, no se arredró y se propuso explotar la caverna, dominado sin embargo por la idea de que allí había algo: era Colon entreviendo el nuevo Mundo.

 Subió determinado a una nueva exploración, y su sorpresa así como su júbilo no tuvieron medida, cuando volviendo ya apercibido de todos los medios de exploración, se encontró con una bóveda cuajada de magníficas cristalizaciones.

 Pero no está el mérito de este descubridor feliz, solo en haber penetrado audaz en esa espelunca, sino en haber concebido la idea de que el descubrimiento primero, merecía la pena de seguir explorando aquella región tenebrosa, de que el público llegaría á apreciar el descubrimiento y de que sus exploraciones y grandes gastos serian remunerados.

¡A qué trabajos tan arduos y penosos tuvo que dar cima para hacer practicable la entrada de la cueva, y su tránsito! ¡Cuántos meses, cuántos obreros y cuántos pesos empleados en esas obras! ¡Sobre mil toneladas de roca, ha tenido que romper y extraer de la cueva! ¡Tres semanas empleó en desaguar el lago por medio de bombas! ¡Y todo esto, sin saber si ese costo sería fructuoso!

El Sr. Pargas, luego que concluyó esos trabajos, hizo una casa sobre la entrada de la cueva y para bajar a ella una escalera de madera bastante cómoda, un puentecito para pasar al través de una gran hendidura, huella de algún terremoto que hubo en esa localidad, y practicó por último a pico en la roca varias escaleras, invitando luego al público a visitar su maravillosa cueva: el público ha acudido con tal entusiasmo, que aquello parece la peregrinación a la Meca: tal es la concurrencia de visitadores, que el lunes 2 de este mes fui visitante de la cueva, y a las once cuando me retiré quedaban allí mas de cien curiosos, y en el camino encontré más de cuarenta, unos en volante y otros en unos jamelgos, por cierto que eran aquellos como nueve o diez extranjeros vestidos de paño, alegres y bulliciosos, que iban a escape con las piernas abiertas echados hacia atrás: al verlos grité: Evohe! Evohe! porque me parecieron unos Silenos.

Aficionado yo sobre manera a geología y mineralogía, vi meses pasados fragmentos de cristalizaciones de esa cueva y como no se parecían a nada de lo visto por mí antes, y los encontrase bellísimos, me vino la voluntad de visitar la cueva, y la visité en efecto maravillándome aquella rica y primorosa variedad de cristalizaciones tan distinto en todo y por todo, de lo que hasta entonces había visto y leído: traje algunas muestras de raro mérito en mi pobre opinión, aunque no descabellada, porque habiéndole enseñado esos echantillons, a los Sres. D. José Luis Alfonso, D. Domingo Arozarena y D. Domingo Ruiz, se admiraron confesando que nada igual habían visto en sus viajes; y por demás está decir, que son ellos muy distinguidos viajeros.

 Atormentábame gran tentación de escribir algo sobre las maravillas de la cueva y de seguro que no lo habría hecho de no mediar razones poderosas de gratitud respecto del Sr. Pargas, que en demasía obsequioso conmigo, me ha obligado a tal extremo que me ha parecido un deber, pergeñar este artículo; pero queriendo, ya que de escribir tenía, interesar a mis lectores para que visiten esa portentosa creación, juzgué indispensable volver a ese magnífico y encantador palacio cristalino, donde el espíritu se siente señoreado por un sentimiento religioso y profundo y donde por decirlo así, se sorprende a Dios creando estupendas maravillas con una gota de agua ¡Maximis in minimis!

Ya tomada mi resolución, apresuró su cumplimiento; una circunstancia feliz y en todo extremo grata a mi corazón: el Sr. D. Domingo Ruiz, matancero educado en Alemania y avecindado en Caracas, infatigable viajero que ha visto el Niágara, trepado al San Bernardo, subido a los Andes hasta la silla de Caracas que se halla a 11,OOO pies sobre el nivel del mar, que ha visitado la Suiza y la Italia, y penetrado en célebres grutas, contemplando estático las bellísimas muestras de cristalizaciones de la cueva de Bella Mar que le enseñé, quiso ir a verla y me ofrecí de muy buena voluntad a acompañarle.

Salimos pues, de esta ciudad en domingo, pernoctamos en Matanzas, y á las cinco y media de la mañana del lunes, nos dirigimos a Playa de Judíos y atravesamos el ferro-carril, llegamos a la finca del Sr. Pargas, venciendo las asperezas de la subida de una agria cuesta.

 Sobrados de fortuna estuvimos en escoger el lunes para la excursión, porque el día antes había pasado por la cueva una tromba estudiantil; treinta eran, al decir del Sr. Pargas, los estudiantes de nuestra Universidad que allí estuvieron, ¡verdadera edición salmantina sin el manteo!

 También supimos que habían estado ese mismo día varías personas notables de esta capital y entre ellas el Sr. Magistrado de la Real Audiencia D. Emilio Sandoval, y que recibió muy gustosas impresiones, observando los primores de la Gruta.


 Hállase la cueva sobre un terreno calizo madrepórico que está a 460 pies sobre el nivel del mar en el punto más alto de una cordillera que viene de Canímar y va descendiendo a 300 varas de la cueva hacia el Sudoeste, donde la limita Playa de Judíos, la Jaiba al Sur y Pueblo Nuevo al Oeste.

 Obsequioso y cortés, estuvo el Sr. Pargas con nosotros; mandó encender las luces de la cueva, y en esto vimos llegar al Sr. Antonio Guiteras director del célebre colegio la Empresa, que con dos niños suyos y cinco más sus sobrinos venia a pié, sin embargo de que la cueva está a dos kilómetros de Matanzas y que es necesario subir una cuesta bastante áspera y fatigosa: extremado fue nuestro gozo al tenerle de compañero y auxiliador, pues se hizo cargo del termómetro, así como el Sr. Ruiz, quedando yo expedito para apuntar mis observaciones.

Al tañido de la campana, que daba el aviso de estar ya iluminada la cueva y repartidos además hachones de cera y farolitos de mano, emprendimos la marcha y llegamos a la bella casita que protege la entrada, no del palacio de Hadas, sino del magnífico Templo en que el alma va a llenarse de la plenitud de Dios.

Al borde de la cueva, se orientó su entrada por el Sr. Ruiz, marcando la brújula el rumbo T. N. O., el Sr. Guiteras consultó el termómetro centígrado, que marcaba 65 grados, siendo las siete de la mañana y reinando una temperatura accidental, porque aun estaba neblinosa la atmósfera: cuando la niebla se despejó, soplaba el ardiente Sur, por cuyo motivo fue el día muy caluroso.

 Descendimos por una escalera de madera de veinte y tres escalones, que termina en una plataforma, parte formada del macizo de la cueva y parte fabricada de mampostería: allí hay un barandaje y un piso de madera de figura semicircular y nos fue preciso detenernos un momento no solo para respirar, sino para contemplar el grandioso espectáculo que cautiva los ojos y embarga el espíritu. Consultada la brújula y el termómetro, marcó la primera rumbo Este y el segundo 72 grados de calor. Hacia la izquierda se ve una gran extensión algo obscura, la bóveda allí tiene 30 varas de ancho, el espacio que separa la pared de la plataforma es de ocho varas, y la profundidad será próximamente de diez.

Hacia el frente se extiende un salón como de 30 varas al frente, 12 varas a la pared derecha y 10 a la izquierda y aparece gran parte de la cueva iluminada por veinte faroles y lámparas, ofreciendo la vista más bella y fantástica que pueda imaginarse: á la derecha se descuelgan algunas estalactitas y se levantan estalagmitas de color sucio, y hay una gran columna de la misma materia y color. Este salones el mayor de toda la cueva.

La plataforma describe una curva hacia el Este, de manera que es necesario dejar la escalera á la derecha y continuar hacia el rumbo N. N. O. algunas varas, donde hay una bajada con trece escalones, después sigue un plano inclinado en zig zag y se llega al puente echado sobre una hendidura horizontal de dos varas de ancho, profundísima, y que sigue una línea oblicua al Oeste: pasado el puente continúa el declive de trecho en trecho, y entonces aparece una gran estalagmita, que representa una matrona de nariz chata, de faz aplastada y bondadosa sonrisa, que está como envuelta en una manta y con las manos sobre el pecho, en ademan de recibir con agrado a los visitadores de aquella fantástica mansión. He ahí a Doña Mamerta, dije á mis compañeros, que se adelanta obsequiosa a recibirnos, y los dos convinieron en que era ni más ni menos una Doña Mamerta aquel mogote…


  Ver texto completo aquí, en la edición de revista La América, 26 de febrero de 1870. 



 Originalmente en, Cuba literaria, T-I, segunda época, 1863, pp. 193-218.

martes, 28 de octubre de 2014

Excursión a las cuevas del Yumurí






 L. G. de Acosta


 Por una aberración inexplicable de nuestra naturaleza tropical, el invierno del año 56 se prolongó hasta los primeros días de junio, fenómeno singular tal vez en nuestra latitud, si nos apoyamos en la ciencia y si hemos de dar crédito a las tradiciones más corrientes y autorizadas que sobre el asunto se conservan en esta isla. Así fue que la atmósfera de plomo que de ordinario nos abruma en la época a que referimos hoy nuestras reminiscencias, se había trocado en grato, ligerísimo y vivificador ambiente que tenía en continuo movimiento a la población, por lo común aletargada, de la romántica ciudad que perfilan el S. Juan y Yumurí.

 Todo era paseos al Estero, a la Cumbre, al Pan y a las demás pintorescas inmediaciones de la antigua Yucayo. Hoy nos proponemos bosquejar el que en alegre caravana, en que lucían hermosas flores del pensil matancero, acompañadas de sus mamás, verificamos a las celebradas cuevas de Yumurí.

 Era el 13 de mayo: apenas el dios espléndido del peruano se dejaba entrever por las lejanas extremidades del tranquilo océano, reflejándose coqueto sobre el cogollo de las lejanas palmas, que remecían blandamente los cefirillos de la mañana, cuando radiantes de alegría, en grupo encantador, nos dirigíamos por un polvoroso sendero al lugar de nuestro viaje, después de haber tomado un ligero desayuno en el punto de partida, que fue una de las casas-quintas de las bellas alturas de Simpson, donde estaba de temporada el pálido cronista de esta plácida excursión.

 A nuestros pies quedaba la ciudad medio velada entre las nieblas de los ríos, semejante a la matrona que sacude la pereza del sueño y descorre las gasas de su lecho para entregarse a los quehaceres domésticos con asiduo afán. Pero, a la verdad, preocupada nuestra imaginación con el objeto que nos había puesto en movimiento, y distraídos con la bulliciosa alegría de las bellas que nos acompañaban, miramos con desdén el sublime espectáculo que en una mañana de mayo nos pone a la vista Cuba encantadora.

 El sendero que seguíamos pronto terminó en profundas excavaciones formadas por la constancia del nombre que golpe a golpe ha sacado de aquel lugar a diestro y siniestro millares de cantos para las construcciones urbanas.

 A uno y otro lado solo divisábamos espesos romerillales e intrincadas malezas, vegetación raquítica de un terreno pobre de sales apropiadas para el desarrollo de otras plantas. El suelo era un plano inclinado de diente de perro al parecer de imposible acceso.

 —Y bien, dijimos los del sexo feo al práctico que nos dirigía, después de haber andado algún trecho, ¿dónde están las cuevas?, ¿cuál es el camino que a ellas nos conduce?

 —¿Uds. ven aquel tronco de jobo rodeado por cinco matas de almácigo? Pues allí mismo está la entrada de ellas; el camino es el que Uds. quieran seguir, porque aquí no hay ni siquiera un miserable trillo, cuanto y más camino. Nosotros quisimos volver la vista a las damas para interrogarlas sobre lo que debíamos hacer en aquellas circunstancias; mas ellas ya estaban bregando con los zarzales, rumbo del tronco del jobo consabido, riéndose, en todos los tonos del diapasón, de los percances de la romería, burlándose de nosotros porque nos dejaban atrás.

 Hemos notado que la mujer, si bien en los salones de la sociedad se muestra tímida por todo; se asusta y desmaya por cualquier acontecimiento algo alarmante; no obstante, en las circunstancias supremas tiene más pronta resolución y mayor energía que la generalidad de los hombres. La escena sublime y casi fabulosa del león de Florencia, y las no menos interesantes presenciadas en las barricadas de Madrid, Barcelona y Paris en las últimas conmociones de esas grandes ciudades, son hechos palpitantes que aseveran la sentada proposición. Mas sin querer nos hemos desviado mucho de la meta a que nos encaminamos, y ningún punto de contacto a la verdad tienen aquellas escenas sublimes con las que vamos describiendo. Baste saber que por mucha diligencia desplegada por nuestra parte para alcanzar a las intrépidas compañeras de viaje, solo pudimos juntarnos a ellas, arañados miserablemente por las zarzas y casi desgarrados los vestidos, cuando ya las lindas gacelas se habían alojado en el vestíbulo del palacio subterráneo de la naturaleza, y presurosas corrieron con la oficiosa solicitud característica del sexo a prestarnos los auxilios que nuestra derrota demandaba, enjugando con sus pañuelos la sangre de los rasguños que en vano tratábamos de ocultar.

 Por lo que hemos notado después, las cuevas de Yumurí tienen otras entradas de más cómodo acceso que la elegida por el práctico, sin duda por la mayor proximidad del punto de arranque.

 Esta da la cara al S. O. de Matanzas, y es un arco como de 5 varas de ojo, casi obstruido por enormes piedras de su arquitrabe desprendidas, semejando colosales estatuas mutiladas. Penetramos ganosos de impresiones en un salón de regular magnitud y abovedado, que solo tiene de notable la basa de una gran columna de riquísimo mármol estatuario con señales evidentes de habérsele aserrado algunos pedazos, no sabemos con qué objeto, si no fue el de presentar muestras para el denuncio de una cantera que de esa piedra, años atrás, se hizo al gobierno. En las paredes vimos escritos con carbón los nombres de muchas personas conocidas, habiendo fechas de 30 años de antigüedad.

 Buscamos paso para el interior de las cuevas, y al fondo del salón bosquejado, entre varias enormes estalactitas, que tocan el suelo, hallamos una abertura que da entrada a un lugar que nos pareció de profundísimas tinieblas, por lo cual encendimos las hachas de cera amarilla de que íbamos provistos, y penetramos en él: a poco rato y cuando nuestras pupilas se ensancharon lo suficiente, conocimos que había allí bastante claridad para poder sin luz artificial contemplar su extensión de 25 varas de largo por 18 de ancho y las formas caprichosas que las estalactitas y estalagmitas tomaban en su techumbre y pavimento; cada cual, según los vuelos de su imaginación, creía ver allí pálpitos, altares y sarcófagos de inimitable arquitectura; pero en lo que todos convinimos unánimes fue en que era un caimán fósil una piedra que, no por ilusiones de la acalorada fantasía, sino con las exactas proporciones de la verdad, se nos presentaba hacia el lado izquierdo del salón a dos varas de sus paredes. Es tan verdadera la semejanza, que cuando fijamos la vista en aquel objeto se nos espeluznó el cabello y sentimos un profundo terror creyéndonos rostro a rostro con el tremendo anfibio que figura. Trabajo nos costó desimpresionar a las damas de la idea que a todos nos preocupaba. El más arrojado de nosotros corrió al monstruo y cabalgando sobre su lomo patentizó lo inofensivo de la supuesta fiera. A su lado hay otra piedra que con bastante propiedad semeja una tortuga. Ambos objetos, particularmente el primero, es lo que más impresiona en esta localidad.

 Tomando rumbo a la derecha pasamos a otra de las piezas del palacio subterráneo, a la que pusimos el nombre de Batisterio, a causa de una piedra que con toda propiedad representa una pila bautismal cubierta de un rico paño de encajes. Con poco esfuerzo de la fantasía se ve encima de ella un medallón en relieve que representa con bastante exactitud el atributo del Espíritu Santo con su correspondiente aureola; a su vista sentimos redoblarse el profundo sentimiento religioso que inspiran siempre las maravillas de la naturaleza en nuestro corazón: no hemos podido comprender cómo ha habido manos profanas que hayan lastimado en parte la pila que admirábamos. La luz penetra ampliamente en aquel recinto por una grieta al N. E., a que conduce una explanada corta y de rápido descenso, sembrada de árboles y malezas. Las raíces de uno de aquellos está en el piso del Batisterio, y con asombro admiramos que su tronco traspasaba las rocas de la techumbre por un espesor de tres varas, luciendo su follaje espeso y verde en la parte exterior de aquel abismo. Por una claraboya de la techumbre perfectamente perpendicular y de dos tercias de diámetro, en que en vano busca uno la mano del artista que la labró, divisamos encantados un pedazo del purísimo cielo que corona nuestra patria. Largo espacio estuvimos allí contemplando su azul resplandeciente y atisbando la blanca nubecilla que de vez en cuando se deslizaba suavemente impelida por los primeros hálitos de la brisa vivificante del trópico, como un cisne por los tersos cristales de algún rio. La roca que nos cobijaba, de naturaleza berroqueña y porosa, nos pareció aplicable para filtros y piedras de molino, superiores sin duda a los que nos importan de las islas Afortunadas ¡Quiera el cielo que semejante indicación no despierte en alguno el espíritu helado y especulador de la época y a trueque de un poco de plata destruya impío el camarín de nuestro batisterio!

 Las damas, impelidas por la excitada curiosidad, distintivo que a su sexo se atribuye, deslizándose por una pendiente, que hacia la derecha nos quedaba, descubrieron alborozadas fácil acceso a otra de las mansiones subterráneas que visitábamos.




 Es el salón del Fraile, nos dijo nuestro guía, y corrimos todos a donde nos llamaban nuestras bellas, que agrupadas cual montón de flores en estrecho canastillo, no se habían atrevido a penetrar solas en la caverna: tomando nosotros la delantera y arrastrándonos por el suelo a través de fornidas estalactitas, pronto nos hallamos rodeados de espesísimas tinieblas en el interior de su recinto: preciso nos fue encender de nuevo las bujías que habíamos apagado al salir del salón del cocodrilo, y al brillar de sus pavesas descorriéronse un tanto los crespones negrísimos que al principio nos habían ofuscado, poniendo de manifiesto á nuestra atónita vista aquella localidad primores arquitectónicos, donde entre la filigrana del orden gótico, la gravedad del toscano, la gracia y esbeltez del corintio, había un más allá bello y sublime que revelaba la mano omnipotente de la Divinidad... .¡Oh! en aquel momento echamos de menos con dolor profundo la rica y religiosa musa de Milton, y la eminente, descriptiva lira de nuestro Heredia: la una para bosquejar el tropel de ideas místicas que henchían el corazón y nuestro cerebro, y la otra para pintar las caprichosas columnas, los festones de riquísimo encaje, los sorprendentes bajo-relieves y las cien y cien maravillas de piedra que nos circundaban en medio de un profundo silencio, que solo interrumpía a intervalos marcados el lamento inspirador de la gota de agua que del techo se desprendía en derretido brillante para caer en bellísimos jarrones de alabastrinas estalagmitas, centelleando en su trayecto los colores de los topacios, rubíes y preciadas esmeraldas. Abrumados con nuestras propias ideas y casi desplomándonos, tomamos asiento en un pliegue elegante de un espléndido telón, que tapiza uno de los testeros de aquel encantado palacio de las mil y una noches, y con nuestra bujía en la mano nos recreábamos a placer con el espectáculo que vamos delineando con tan inexperta mano, dejando que la imaginación volase sin obstáculos por aquel mundo de ilusiones y realidades superiores a las creaciones de la fantasía más oriental.

 El salón, que recorrimos luego en todos sus departamentos es de mayor extensión que los tres juntos que antes habíamos visitado: llano hasta su promedio, se inclina rápidamente hacia la puerta gótica de otro compartimiento de piso fangoso y difícil que presentaba peligros alarmantes para la parte débil de la caravana, por lo que volvimos al salón del Fraile. Lleva este nombre por una estalagmita de altura de más de dos varas representando un busto con hábito talar, que bien puede sostener la dicha denominación, mas nosotros habiéndolo observado de todos sus puntos de vista podemos asegurar a los curiosos que desde el fondo del salón, inclinándose a la derecha de su declive, semeja un águila blanca en los momentos de desplegar sus alas para lanzarse más allá de la región de las nubes. Tentados estuvimos a cambiarle el nombre conforme a nuestra observación, pero las damas bautizaron aquella localidad con el de Los Aparecidos por el incidente que explicaremos más adelante, indicando las causas que para ello tuvieron.

 En la parte más baja del declive, y cerca de la entrada al salón contiguo, hay un nicho precioso, cuya parte central es una columna salpicada de polvos de oro y coronada de grupos de nubes de alabastro semejantes a las glorias que nos representan pintores y escultores. Lo adornamos simétricamente con nuestras bujías encendidas, y con religioso respeto elevamos los corazones a su Autor supremo ante aquel altar subterráneo por la Providencia fabricado.      

 Tornamos luego a la parte llana, y nuestras amables compañeras de excursión nos dieron un concierto semidivino, cantando a coro, acompañadas por los mélicos acentos de un Flageolet tocado por uno de la caravana, las canciones más en boga en aquella época, especialmente la Despedida de N., inspiración ternísima que nos dejó un amigo querido cuando en pos de salud abandonó a su pesar las playas de su tierra natal.

 Trasportados nos creíamos a los encantados palacios de los cuentos árabes, cuando al concluir el canto empezamos a ver hacia el fondo del salón claros y repetidos relámpagos, que imaginamos producidos por fuegos fatuos o por algún fenómeno eléctrico que no comprendíamos en aquel momento; mas pronto salimos de la admiración que nos causaban, porque oímos voces humanas reveladoras del misterio. Era la tripulación de un buque norteamericano que sin prácticos, y curiosa como nosotros visitaba aquellos lugares. ¡Hurrah! ¡Hurrah!, gritaban, no solo para aplaudir los cantares de nuestras bellas, sino porque sus mágicos acentos les sirvieron de norte para salir de aquellos subterráneos donde estaban perdidos hacia ya dos horas; así nos lo dijeron cuando se acercaron, revelando esa verdad lo desencajado y pálido de sus rostros. Dos de nuestros compañeros los condujeron al lugar donde dejamos nuestros criados y provisiones de boca, y haciéndoles tomar algún refrigerio los despidieron, volviendo a reunirse aquellos con nosotros. Esta circunstancia fue la que indujo a nuestras compañeras a darle el nombre antes referido a este salón, y aunque a la verdad sencillo y natural el lance de suyo, las alarmó de manera que las mamás empezaron a exagerar las dificultades que hemos apuntado presentaba el curso de la ruta que seguíamos. En torno del altar de las catacumbas, que así bautizamos al ya descrito, nos reunimos en consejo para determinar lo más conveniente; esto es, si seguirían o no las damas la excursión: hubo discursos elocuentes en sentido afirmativo, sirviendo de tribuna los repliegues de los cortinajes espléndidos que circuyen aquellos lugares; mas la elocuencia apasionada de los jóvenes que los pronunciaron fue a estrellarse con la férrea voluntad de las mamás decididas por el contra, y poco galantes hubiéramos estado si no doblegásemos la nuestra, como lo hicimos, a la opinión de aquellas señoras.

 Aquí podemos dar por terminada nuestra excursión, porque, si bien es cierto que después de regresar al primer salón la caravana, nos embullamos algunos pocos a continuar visitando la encantada mansión, preciso es confesar que en los seis salones mas en que penetramos hasta dar con una salida al S. E. de nuestra entrada, no encontramos cosa más bella que lo bosquejado. La excursión varió de fisonomía: advertimos entonces que por lo general la temperatura estaba a 8 grados de Fahrenheit más alta en las cuevas que en el exterior: notamos que la generalidad del piso tiene una capa de guano de bastante espesor, sustancia que algunos creen producida por los restos de los innumerables murciélagos que, con algunas jutías, lechuzas y lagartos pajizos, son los únicos seres vivientes que encontramos en aquellas cavernas. Nuestra propia observación nos ha convencido de que es muy poco lo que sabemos de la extensión de estas cuevas; de los prácticos que tenemos ninguno se aventura a separarse de la senda conocida; pero habiendo penetrado nosotros por algunas de las claraboyas que, más o menos elevadas, abundan en aquellos paredones, descubrimos extensas galerías donde, a poco de penetrarlas, casi desapareció la llama de nuestros flameros, viéndonos envueltos en espesas tinieblas en una atmósfera de 94 grados y volvimos atrás considerando temerario el propósito de seguir a oscuras y sin guía por aquel laberinto, cuando manchas negrísimas que divisábamos en el pavimento nos anunciaban simas tal vez insondables. Afanosos pensábamos hallar los osarios de los Siboneyes, recordando la costumbre que tenían de depositar sus muertos en las cavernas, muy mas ávida nuestra curiosidad por haber visto un húmero incrustado en una piedra de poco tiempo antes encontrada por un amigo en aquellos lugares. No es ese hueso por cierto suficiente, al que no es un Cuvier, para clasificar por él la raza humana a que pertenece; empero dedujimos por ese hallazgo la posibilidad de tropezar con un cráneo aborigen, que más luz nos proporcionase. No fuimos tan dichosos; pero quién sabe si removiendo la capa de guano del pavimento hallarán sepultados allí la historia natural y la arqueología objetos de estudio y curiosidad.

 Las cuevas de Yumurí no tienen historia conocida, pues, si bien es cierto que se nos ha referido haber servido de guarida a un famoso criminal que las habitó con su esposa muchos años, no encontramos comprobado el hecho de una manera fehaciente; antes al contrario, no dudamos en clasificarlo de mera suposición, porque no hay quien diga la época del suceso, los nombres de esas personas, ni dé otras pruebas de su existencia; por otro lado la carencia de luz y suficiente aire respirable en sus escondrijos no permite la posibilidad siquiera del acontecimiento a que nos contraemos; pero en todas partes el pueblo tiene la propensión de poblar de seres extraordinarios y referir notables acontecimientos de los lugares que preocupan la imaginación, y no era posible que estas cuevas harto sublimes carecieran de ese adorno cuando nuestro sol de fuego tiene en ebullición, digámoslo así, constantemente nuestras fantasías.

 En fin, reunidos al resto de nuestros viajeros, y después de comer opíparamente en el pórtico del palacio subterráneo, retornó cada cual a sus hogares con profundos recuerdos de tan alegre y mal descrita excursión.


 Liceo de Matanzas, vol. 1, 1860, pp. 118-21.

domingo, 26 de octubre de 2014

El Varadero




 Santos Villa

 Entre la risueña bahía de Matanzas y la anchurosa bahía de Cárdenas se lanza atrevida sobre las aguas una prolongada lengua de tierra, así como ganosa de sorprender los secretos y deleitarse con las bellezas del mar antillano. Es la península de Hicacos. Allí, en el centro de esa península, está situado Varadero, seductora estación veraniega, destinada más bien para regocijo de dioses que para encanto de mortales.
 Las caprichosas casas de sencillas construcciones que es elevan sobre los accidentes del terreno; la naturaleza cubana condensando allí sus más gallardas galas; los variados matices del mar transparente, que lame delicado la arenosa orilla; la brisa refrescante; el aire impregnado de suaves perfumes agitando los penachos de los cocoteros; la playa argentada, dilatándose, indefinidamente en ancha franja con leve pendiente que aumenta la hermosura peregrina del aspecto; el silencio de las noches turbado alegremente por las juguetonas olas; el inmenso mar, las purpurinas auroras que inician el día y los crepúsculos de vivos colores que cierran las tardes, ofreciéndose en toda su natural y grandiosa belleza; la frescura misteriosa de las cristalinas aguas hacen de Varadero un Edén, digna obra de su autor omnipotente.
 Cuenta la leyenda que el Hacedor de los mundos, después de su ruda faena de seis días, quiso, antes de entregarse al descanso, dar un último toque a su perfecto trabajo: El lugar elegido, fue Varadero.
 Por crueles paradojas humanas, al lado de tantos primores naturales, luce, en todo su triste desenfado, la mayor de las desidias humanas. Varadero, sitio preferido por Dios, está abandonado por los hombres!
 Grandes hoteles, buenas comunicaciones, los goces de la ciudad, retretas, teatros todo eso falta allí. Hasta ahora solo los cardenenses han elegido para temporada de verano ese encantador lugar. Los matanceros ni siquiera lo visitan: se conforman con su Playa de Judíos. Verdad es que entre los matanceros, hay muchos que no han admirado todavía las Cuevas de Bellamar, actualmente, en estado de punible descuido.
 Si estuviéramos en aquellos tiempos remotos en que la cosmografía representaba a la tierra como un gran disco, rodeado por el río Océano y cobijado por una bóveda celeste que sostenían invisibles montañas o misteriosas columnas, y bajeles de oro, construidos por Vulcano, que conducían los astros del día y de la noche; en que cada pueblo se consideraba situado en el centro del mundo, los cubanos consideraríamos también a nuestra Cuba, como la morada central y a Varadero, como Olimpo de los griegos y monte Moren de los indios, el centro mismo de la tierra.
 Los líquidos cristales de las aguas con su color verde manzana con dejo violado, es de tal transparencia, que en vez de apagar, presentan hasta en sus menores detalles las bellezas que encierra el mar; a trechos la limpia arena del fondo, a trechos bosques submarinos de variadas algas con sus ramosas frondas, se presentan a la vista como guardados y cubiertos por urna transparente de divina confección.



 Los caracoles de mil formas y tamaños, con labores exquisitos y caprichosos remates, traídos a la playa por los sargazos que sobrenadan con sus vejiguillas cilíndricas, y por los fucos con sus conceptáculos granulosos que arrancan la fuerza de las aguas; las innumerables conchas monovalvas y bivalvas con sus irisados colores, sus sorprendentes matices, desde el amarillo azufre al rojo cereza y azul de cielo que se extienden en dibujos concéntricos, veteados y listados, depositada en la orilla por el flujo y reflujo de las aguas, constituyen un encanto especial de Varadero.
 Recoger las primorosas conchas y los lindos caracoles es una de las diversiones predilectas de los temporadistas: desde que llegan se dedican a ese placer, que en algunos se convierte en febril afición; a lo largo de la playa se ven animados grupos de jóvenes, señoras, chiquillos,  que se mueven afanosos, buscando los hallazgos más raros.
 Allá a lo lejos y entre las brumas tenues de aquellas mañanas arrobadoras, se destaca la seductora figura y se dibuja graciosa silueta de una joven cardenense, con su traje de arrebatadora sencillez, su sombrero de paja de anchas alas, su eestita al brazo, inclinando a cada momento su flexible talle hacia el suelo para recoger las conchas y dando cortas carreritas y menudos saltos para escapar de las olas atrevidas que remansan más en la orilla, como si quisieran tomar parte en las distracciones de la virgen.
 Las bañistas se lanzan al agua sin temor; un banco de arena situado a algunas brazas de la orilla, forma con esta un baño natural, donde no tienen acceso los tiburones.
 Varadero en los anales cubanos tiene también su importancia histórica: el desembarco de Carlos Agüero. A pocos pasos de Varadero, en la ensenada conocida con el nombre de Peñas de Bernardino se ofreció a la vista de Agüero y sus gentes como el punto de la costa más seguro para desembarcar su expedición y como el menos riesgoso para introducirse en la Isla.   
 Un dato revela hasta qué grado ejercen las delicias de Varadero, saludables influencias en el espíritu. Mientras Agüero y sus gentes hacen alto en la costa Sur de Varadero y departen tranquilamente, refugiados en la humilde choza de D. Beltrán que se vio forzado a darles entrada, a cien metros de distancia, en la costa Norte, acampaba un contingente respetable de fuerzas que venía a perseguirlos.
 Los expedicionarios percibían desde la choza el rumor de las palabras y observaban los movimientos de sus perseguidores.
 Refiérese que estos, sugestionados por las delicias de aquel encantado lugar, olvidaron su misión: sus ánimos belicosos se tornaron en vivos deseos de gustar otros regalos; y prefirieron a las fatigas de nuevas marchas, saborearlas dulzuras del sueño, a que convidaban los arrullos del perfumado terral que soplaba, el rumor sordo y agradable del mar, y los últimos efectos de una feliz digestión. Los pisos de algunas casas, deteriorados por el fuego, son testigos de las improvisadas cenas de aquella noche.
 Los senderos y caminos que circuyen a Varadero son de una originalidad y de una hermosura extremadas. Más que caminos son verdaderos paseos que recuerdan los del Retiro en Madrid y los del Central Park de. New York. Seducen la igualdad del arenoso piso, alfombrado de hojas; la frondosidad exuberante de los simétricos árboles, colocados en las laderas, hecho todo «por la mano de Dios mismo»; el frescor de aquella sombra y la suavidad del suelo.
 Dentro de pocos años, las familias de la distinguida sociedad matancera pasarán sus temporadas de verano en Varadero. Y las corrientes de esa moda alcanzarán a la Habana. Nuestros turistas y nuestros sportsmen lo visitarán con frecuencia y regularidad todos los años.
  


 ¡Qué campo para el sport!; el rizado mar y los hermosos caminos convidando a los placeres de la navegación, de la equitación; los innumerables y variados peces a los de la pesca; el venado, el cochino jíbaro, los pases continuos de palomas, los patos de Florida, excitando a los amantes de la caza los paisajes seductores invitando a ricas y excursiones. ¡Y todo al lado de la puerta!
 Un acaudalado norteamericano residente en New York, visitó por casualidad, hace varios meses, a Varadero. Hoy tiene ya construida su casa y se propone residir en Varadero todos los veranos ¡Cuantos atractivos no tendrá ese pintoresco lugar!



 Tomado El Sport, Año II, no 40, 7 de julio de 1887. ©