Pedro Marqués de Armas
En una de esas ferias de libros que se celebraban al final de la calle Obispo, unas veces junto al parque Albear, otras junto a la Manzana de Gómez, conocí al poeta Almelio Calderón Fornaris. Aunque solo trabamos amistad años más tarde, siempre sitúo en aquellas ferias nuestro primer encuentro. Lo mejor de esas jornadas era, sin duda, la subasta y el concurso de literatura conducidos por el escritor humorista Juan Ángel Cardi, quien, mazo en mano y chasqueando constantemente la lengua solía dirigirse al público, sobre todo al más joven, con benévolo humor.
En una de esas ferias de libros que se celebraban al final de la calle Obispo, unas veces junto al parque Albear, otras junto a la Manzana de Gómez, conocí al poeta Almelio Calderón Fornaris. Aunque solo trabamos amistad años más tarde, siempre sitúo en aquellas ferias nuestro primer encuentro. Lo mejor de esas jornadas era, sin duda, la subasta y el concurso de literatura conducidos por el escritor humorista Juan Ángel Cardi, quien, mazo en mano y chasqueando constantemente la lengua solía dirigirse al público, sobre todo al más joven, con benévolo humor.
Fue entonces que uno de los feriantes, vestido de blanco-amarillo (o mostaza, el mismo color de la barba de Cardi), subió a la tarima luego de haber alzado la mano unas mil veces. "¿Quién es el autor de La rueda dentada?", fue la pregunta. Y tras la repuesta: "¡Corrrrectoooo!"… Había dado en el clavo y así sucesivamente hasta ganarse un bono de 10 pesos, con el que salió disparado hacia los kioscos. Atrás le fui yo, no a Almelio, sino al concurso de literatura, venciendo la habitual timidez. "¿Quién es el autor de El sol a plomo?"; Humberto Arenal, respondí por lo bajo…, y el “corrrrectoooo” de Cardi esta vez me supo a gloria.
Así que lo que me une a Almelio, desde el principio, es el teatro del mundo: un ruedo que nos convertiría, en breve, en pareja hermanada por el halterofilismo de las palabras y las ensoñaciones de un saber (el menú podía incluir libros de astronomía y cocina) que rebotaba en nosotros como en versiones habaneras de Bouvard y Pécuchet.
Me lo topé luego en sesiones municipales y provinciales de talleres literarios y supe así, de sopetón, que practicábamos el mismo encandilante oficio. Pero cuando lo tenía todo dispuesto para visitarlo se metió entre nosotros una citación del Servicio Militar Obligatorio y no volví a encontrármelo hasta 1985, también en la calle Obispo, ahora de verde olivo y con una clavícula escayolada, consecuencia de una caída por la que obtendría la baja. (La había intentado simulando ataques de asma, o provocándolos con ingestas de detergente, el famoso Fa; pero al final la vino a obtener a consecuencia de un resbalón.)
Hay un domingo particularmente curioso en mi memoria, cuando leí en una hoja suplemento del periódico Juventud Rebelde algunos de los poemas de Fragmentos para un caballo de aire, su primer cuaderno, el cual publicaría más tarde no con la imagen previsible del tiovivo, sino con la de un animal mitológico soñado por Magritte. Este poemario lo convirtió en uno de los poetas más precoces de aquella generación —llamémosle Generación de los Ochenta—, situándolo sin duda como heraldo de cierto surrealismo insular, algo filosófico e irredento:
El bisturí que
muy pronto cortará los dedos
de mi corazón
creado tres veces por los
mecánicos del
alma
Días antes de aquella
apacible lectura se había celebrado otra, maratónica, en la Casa del Joven
Creador, a modo —según recuerdo— de "crecimiento" hacia la Asociación
Hermanos Saíz. Todo marcado, pues, por esa juvenilia que apresaría nuestro
entusiasmo en redes institucionales, por fin lo visité en su casa de San Miguel
522. Transformado en vivienda, el aposento de los Almelios había sido en el
capitalismo una tienda de corbatas. Pero ahora lo presidía una pintura al óleo
en la que podía descubrirse el trazo sombrío de Arístides Fernández, revelando
la extrañeza y el desvarío de varias generaciones: desde el poeta Fornaris
(bisabuelo de la madre) hasta el Capitán del Apostadero Justo Casacó, todo
confluyendo armoniosamente en el uniforme de miliciano (con chapas-medallones)
del padre, la sonrisa escasa bajo una boina ladeada.
De aquel encuentro estelar lo que más me marcó
no fue, por supuesto, el colgante retrato (allí todo colgaba), sino el rápido
devenir literario de aquella buhardilla; pues esa misma noche y mientras
Almelio me descubría —para mí decisivamente— El cementerio marino de Valéry, comenzaron a sumarse otros poetas:
Juan Carlos Flores, Ismael González Castañer y Esteban Ríos, entre otros,
quienes trasladamos el foro hacia el Coppelita del Malecón, donde
celebraríamos, en lo adelante, nuestros campeonatos de metáforas.
Almelio solía resultar ganador, al tiempo que
íbamos pergeñando nuestras poéticas. Poeta, poema y poéticas se convirtieron
entonces en extensiones de una identidad: aquella que nos devolvía, en medio de
la pobreza y a contrapelo de la paideia
revolucionaria, un don supremo: el lujo de las palabras. Querían mantenernos a
raya, como dentro de una escuelita-bunker. Pero he aquí que no podían
secuestrar todo el lenguaje. Como dijera en uno de sus poemas Juan Carlos
Flores: "Nos decían que no, que no nos acercáramos. Que leyéramos a Pita, a
Guillén, a cualquiera de los otros. Nos decían que no, y tuvimos que
elegir".
La poesía de Almelio Calderón es uno de los
ejemplos más claros y sintomáticos de esa elección. Lector ferviente de los
surrealistas, de Huidobro, de Borges y Paz, y de un "reencontrado"
Lezama cuando todavía su lectura era perseguida, o bien desestimada, y sin más
pretensiones que la de encarnar ad
eternum esa identidad de Poeta Niño de la que habla Wallace Stevens (suerte
de fragor onírico que cancela todo despegue, como si él mismo fuera el sueño de
una época —esa época), su elección no era sino la de todos: piedra de toque a
partir de la cual, digámoslo así, toda una generación buscó su propio asidero.
Con los poetas mencionados y muchos otros viví
ese momento primordial en el que la amistad abriga, como ninguna otra cosa,
frente al destartalo de una circunstancia. Juntos montamos un libro de grupo: Corrimiento hacia el rojo, que así tituló
Ismael González Castañer en señal de intercambio. Y luego aparecería el
verdadero Retrato de grupo, la precoz
antología de aquellos egresados al círculo de la ilusión y del delirio. Que no
lo era entonces, desde luego: "vivíamos poderosamente entre los
dioses", como señala Almelio en verso memorable.
En San Miguel 522, como en la Quinta de los
Molinos, o en la biblioteca de Lezama, fue cuajando una experiencia literaria,
gremial, que tenía ya mucho de "resistencia" pero que aún podía
desarrollarse al margen de la política como tal. Eran los años del entusiasmo,
marcados principalmente por la fe en los libros (sobre todo, "otras
literaturas"), aquella fe promiscua que nunca estuvo exenta, por suerte,
de talento, y que se materializaría en revistas ahora míticas como Naranja Dulce, y en no pocos libros
singulares.
Que esta antología se titule De la pupila del ahorcado, no nos toma
de sorpresa. Pocos poetas, concluidos aquellos años de formación, lo mismo
dentro de Cuba que ya en el exilio, supieron desaparecer tan magistralmente. Su
sombrero zequeriano no es bobería, si se mira de cerca; tampoco su bufanda a lo
Nerval… Parecía uno de los menos preparados para la estampida, pero partió,
también él, a lo que a la postre sería un descampado…, si bien con tragaperras
incluidas.
Tuvo que trocar la poesía por oficios menos
encandilantes, y zapatear desde 1994 al margen de todo. "Mi miedo",
me dijo una vez, "no es dejar de escribir. ¡Que quede claro!" Pero al
leer Poner orden en mis tierras,
libro que escribiera entre 1997 y 2003, y el sorprendente Los dados de la noche (2010-2012), se tiene la impresión de que el
desastre y la mudez ya estaban inscritos en su poesía, a modo de tabla de surfing. Asistimos, desde estos últimos
cuadernos, a sus propios comienzos, como si se tratara, más que de escribir, de
flotar soberanamente sobre idéntico abismo, remontando las olas —el oleaje del
papel, quiero decir— con una misma cosmética de dioses y extensiones.
Poesía que aspira a la fijeza, barroco en
clave existencialista, lamento sideral, estamos ante un producto irreductible.
Por eso me agrada tanto el poema titulado "Extinción", donde Almelio
en persona se quita la ropa y se mete en la cama para perderse en él. A lo que
cabe añadir: esa pupila de la que habla no es sino la del Niño Muerto de
Blanchot: luz que trasiega terca, y acaso burlonamente, en el párpado del que
sobrevive.
Prólogo a De la pupila del ahorcado, editorial Efory Atocha, 2013. Publicado anteriormente en Diario de Cuba. En la fotografía, de izquierda a derecha: Mario Bonet, Pedro Marqués de Armas, Gerardo Fernández Fe, Almelio Calderón, Ismael González Castañer, y Carlos. A. Aguilera.