José Victoriano Betancourt
Muchas son las cuevas que hay en
el mundo de Adán y en el de Colon, pero las célebres en el primero, son la
caverna de Antíparos, que está 1500 pies bajo de tierra, con una bóveda de 200
pies de elevación, y cuyas paredes reflejan la luz de las hachas: la de Arcy y
Adelsberg, la de Terni y Neptuno: y la de Capri, llamada Grotta azura; ésta
debe su celebridad, no a cristalizaciones espáticas sino a un fenómeno óptico
muy sorprendente y las demás son de estalagmitas y estalactitas comunes: la de
Arcy y de Adelsberg tienen un lago: en el de Adelsberg se crían peces cuyo
color se asemeja al del cutis humano, que tienen agallas y pulmones y que
tienen una completa aversión a la luz.
En el mundo de Colon hasta ahora que yo sepa,
todas las cuevas que han sido visitadas, inclusas las de esta isla de Cuba solo son notables por la majestad y fantástico
agrupamiento de sus estalactitas y estalagmitas, que ya semejan pórticos, con
atrevidas arcadas, bien figuras de hombres y animales, efecto de la luz, según
hiere esos objetos. He visitado la cueva de Cabezas, y las de Matanzas cuya
entrada se halla en la parte llamada de Simpson al Oeste de esa ciudad y que
salen al estero situado en el valle del Yumurí y solo son notables, por sus
atrevidas columnas, pórticos etc.: pero se ha descubierto una que no solo a mi
juicio, sino al de distinguidos viajeros, es un portento: su descripción es
poco menos que imposible, porque lo es sin duda, encontrar en la pobreza del lenguaje
humano, palabras para pintar las maravillas de Dios: el Sr. Reinoso que la
visitó, la llama Maravilla de las Maravillas.
Esa cueva, que tan profundamente escita la
atención hoy y cuyos espléndidos echantillons,
figuran ya en el museo de Nueva-York y sin duda en el de Madrid, a donde
ofreció presentarlos el Excmo. Sr. Duque de la Torre, a quien se hizo presente
de algunos muy hermosos, fue descubierta por una casualidad.
D. Ramón Pargas, compró una pequeña finca,
cerca de Matanzas y se dedicó de preferencia a explotar una cantera, con el
objeto de hacer cal: estando uno de sus esclavos introduciendo una barreta para
sacar un canto se le escapó ésta de las manos y desapareció. Advertido el
dueño, dio orden a su mayoral que hiciese cavar en
aquel punto y sacar la barreta; pero el mayoral se
desentendió de la prevención por no sé qué temor supersticioso, y el dueño, que
había estado algún tiempo empleado en explotación de Minas de cobre, cerca de
Matanzas, le ocurrió la idea, que hubiese por allí alguna; y no se engañó por
cierto que una y muy rica y de facilísima explotación fue la que halló, gracias
a su constancia, que extraordinaria ha sido la que ha desplegado para llegar a
ser poseedor de lo que puede llamarse la novena Maravilla del Mundo.
Es el caso que
como Pargas viese que el mayoral no obedecía sus
órdenes ya corridos dos meses, un día se fue él con la gente al punto en
que había desaparecido aquella, ordenando se trabajase allí; y apenas se había
abierto un espacio de poco más de una vara, salió por el agujero practicado una
gran corriente de aire de repugnante olor, caliente y como humoso; no retrajo a
Pargas eso, sino antes por el contrario continuando el trabajo, pudo
convencerse de que aquello era la entrada de una cueva, y con un arrojo, que
rayaba en temeridad siguió ensanchando la abertura y después aventuró un descenso
empleando una escala que fue preciso alargar y en llegando a lo que le pareció
al suelo se encontró envuelto en tinieblas. Mas como él fuese gran práctico en
punto a minas, no se arredró y se propuso explotar la caverna, dominado sin
embargo por la idea de que allí había algo: era Colon entreviendo el nuevo
Mundo.
Subió determinado a una nueva exploración, y
su sorpresa así como su júbilo no tuvieron medida, cuando volviendo ya apercibido de todos los medios de exploración, se encontró
con una bóveda cuajada de magníficas cristalizaciones.
Pero no está el mérito de este descubridor
feliz, solo en haber penetrado audaz en esa espelunca, sino en haber concebido
la idea de que el descubrimiento primero, merecía la pena de seguir explorando
aquella región tenebrosa, de que el público llegaría á apreciar el
descubrimiento y de que sus exploraciones y grandes gastos serian remunerados.
¡A qué trabajos
tan arduos y penosos tuvo que dar cima para hacer practicable la entrada de la
cueva, y su tránsito! ¡Cuántos meses, cuántos obreros y cuántos pesos empleados
en esas obras! ¡Sobre mil toneladas de roca, ha tenido que romper y extraer de
la cueva! ¡Tres semanas empleó en desaguar el lago por medio de bombas! ¡Y todo
esto, sin saber si ese costo sería fructuoso!
El Sr. Pargas,
luego que concluyó esos trabajos, hizo una casa sobre la entrada de la cueva y
para bajar a ella una escalera de madera bastante cómoda, un puentecito para
pasar al través de una gran hendidura, huella de algún terremoto que hubo en
esa localidad, y practicó por último a pico en la roca varias escaleras,
invitando luego al público a visitar su maravillosa cueva: el público ha
acudido con tal entusiasmo, que aquello parece la peregrinación a la Meca: tal
es la concurrencia de visitadores, que el lunes 2 de este mes fui visitante de
la cueva, y a las once cuando me retiré quedaban allí mas de cien curiosos, y
en el camino encontré más de cuarenta, unos en volante y otros en unos
jamelgos, por cierto que eran aquellos como nueve o diez extranjeros vestidos
de paño, alegres y bulliciosos, que iban a escape con las piernas abiertas
echados hacia atrás: al verlos grité: Evohe! Evohe! porque me parecieron unos
Silenos.
Aficionado yo
sobre manera a geología y mineralogía, vi meses pasados fragmentos de
cristalizaciones de esa cueva y como no se parecían a nada de lo visto por mí antes,
y los encontrase bellísimos, me vino la voluntad de visitar la cueva, y la
visité en efecto maravillándome aquella rica y primorosa variedad de
cristalizaciones tan distinto en todo y por todo, de lo que hasta entonces
había visto y leído: traje algunas muestras de raro mérito en mi pobre opinión,
aunque no descabellada, porque habiéndole enseñado esos echantillons, a los Sres. D. José Luis
Alfonso, D. Domingo Arozarena y D. Domingo Ruiz, se admiraron confesando que
nada igual habían visto en sus viajes; y por demás está decir, que son ellos
muy distinguidos viajeros.
Atormentábame gran tentación de escribir algo
sobre las maravillas de la cueva y de seguro que no lo habría hecho de no
mediar razones poderosas de gratitud respecto del Sr. Pargas, que en demasía
obsequioso conmigo, me ha obligado a tal extremo que me ha parecido un deber,
pergeñar este artículo; pero queriendo, ya que de escribir tenía, interesar a
mis lectores para que visiten esa portentosa creación, juzgué indispensable
volver a ese magnífico y encantador palacio cristalino, donde el espíritu se
siente señoreado por un sentimiento religioso y profundo y donde por decirlo
así, se sorprende a Dios creando estupendas maravillas con una gota de agua
¡Maximis in minimis!
Ya tomada mi
resolución, apresuró su cumplimiento; una circunstancia feliz y en todo extremo
grata a mi corazón: el Sr. D. Domingo Ruiz, matancero educado en Alemania y
avecindado en Caracas, infatigable viajero que ha visto el Niágara, trepado al
San Bernardo, subido a los Andes hasta la silla de Caracas que se halla a
11,OOO pies sobre el nivel del mar, que ha visitado la Suiza y la Italia, y
penetrado en célebres grutas, contemplando estático las bellísimas muestras de
cristalizaciones de la cueva de Bella Mar que le enseñé, quiso ir a verla y me
ofrecí de muy buena voluntad a acompañarle.
Salimos pues, de esta ciudad en domingo,
pernoctamos en Matanzas, y á las cinco y media de la mañana del lunes, nos
dirigimos a Playa de Judíos y atravesamos el ferro-carril, llegamos a la finca
del Sr. Pargas, venciendo las asperezas de la subida de una agria cuesta.
Sobrados de fortuna estuvimos en escoger el lunes
para la excursión, porque el día antes había pasado por la cueva una tromba
estudiantil; treinta eran, al decir del Sr. Pargas, los estudiantes de nuestra
Universidad que allí estuvieron, ¡verdadera edición salmantina sin el manteo!
También supimos que habían estado
ese mismo día varías personas notables de esta capital y entre ellas el Sr.
Magistrado de la Real Audiencia D. Emilio Sandoval, y que recibió muy gustosas
impresiones, observando los primores de la Gruta.
Hállase la cueva sobre un terreno calizo
madrepórico que está a 460 pies sobre el nivel del mar en el punto más alto de
una cordillera que viene de Canímar y va descendiendo a 300 varas de la cueva
hacia el Sudoeste, donde la limita Playa de Judíos, la Jaiba al Sur y Pueblo
Nuevo al Oeste.
Obsequioso y cortés, estuvo el Sr. Pargas con
nosotros; mandó encender las luces de la cueva, y en esto vimos llegar
al Sr. Antonio Guiteras director del célebre colegio la Empresa, que con dos
niños suyos y cinco más sus sobrinos venia a pié, sin embargo de que la cueva
está a dos kilómetros de Matanzas y que es necesario subir una cuesta bastante
áspera y fatigosa: extremado fue nuestro gozo al tenerle de compañero y
auxiliador, pues se hizo cargo del termómetro, así como el Sr. Ruiz, quedando
yo expedito para apuntar mis observaciones.
Al tañido de la
campana, que daba el aviso de estar ya iluminada la cueva y repartidos además
hachones de cera y farolitos de mano, emprendimos la marcha y llegamos a la
bella casita que protege la entrada, no del palacio de Hadas, sino del
magnífico Templo en que el alma va a llenarse de la plenitud de Dios.
Al borde de la
cueva, se orientó su entrada por el Sr. Ruiz, marcando la brújula el rumbo T.
N. O., el Sr. Guiteras consultó el termómetro centígrado, que marcaba 65
grados, siendo las siete de la mañana y reinando una temperatura accidental,
porque aun estaba neblinosa la atmósfera: cuando la niebla se despejó, soplaba
el ardiente Sur, por cuyo motivo fue el día muy caluroso.
Descendimos por una escalera de madera de
veinte y tres escalones, que termina en una plataforma, parte formada del macizo
de la cueva y parte fabricada de mampostería: allí hay un barandaje y un piso
de madera de figura semicircular y nos fue preciso detenernos un momento no
solo para respirar, sino para contemplar el grandioso espectáculo que cautiva
los ojos y embarga el espíritu. Consultada la brújula y el termómetro, marcó la
primera rumbo Este y el segundo 72 grados de calor. Hacia la izquierda se ve
una gran extensión algo obscura, la bóveda allí tiene 30 varas de ancho, el
espacio que separa la pared de la plataforma es de ocho varas, y la profundidad
será próximamente de diez.
Hacia el frente
se extiende un salón como de 30 varas al frente, 12 varas a la pared derecha y
10 a la izquierda y aparece gran parte de la cueva iluminada por veinte faroles
y lámparas, ofreciendo la vista más bella y fantástica que pueda imaginarse: á
la derecha se descuelgan algunas estalactitas y se levantan estalagmitas de
color sucio, y hay una gran columna de la misma materia y color. Este salones
el mayor de toda la cueva.
La plataforma
describe una curva hacia el Este, de manera que es necesario dejar la escalera
á la derecha y continuar hacia el rumbo N. N. O. algunas varas, donde hay una
bajada con trece escalones, después sigue un plano inclinado en zig zag y se
llega al puente echado sobre una hendidura horizontal de dos varas de ancho,
profundísima, y que sigue una línea oblicua al Oeste: pasado el puente continúa
el declive de trecho en trecho, y entonces aparece una gran estalagmita, que
representa una matrona de nariz chata, de faz aplastada y bondadosa sonrisa,
que está como envuelta en una manta y con las manos sobre el pecho, en ademan
de recibir con agrado a los visitadores de aquella fantástica mansión. He ahí a
Doña Mamerta, dije á mis compañeros, que se adelanta obsequiosa a recibirnos, y
los dos convinieron en que era ni más ni menos una Doña Mamerta aquel mogote…
Ver texto
completo aquí, en la edición de revista La América, 26 de febrero de 1870.
Originalmente en, Cuba literaria, T-I, segunda época, 1863, pp. 193-218.