Norberto Fuentes
Era una noche de lluvias y en
esas noches las hembras se ponen en celo y se descomponen y piden un macho con
la mirada y del cuerpo le salen las ganas como el rocío a la madrugada.
El comandante había paralizado
las operaciones desde la tarde aunque había dejado el cerco que era de veinte
kilómetros porque él agarraba de todas maneras a Juan Gerónimo.
En el sitio del Venao se estaba
bien y nosotros los mayimbes decidimos no mojarnos tanto. Adentro del sitio
había un radio RCA y un altar con muchas velas que nos daba luz. El piso era de
tierra. El Venao repartió café y el comandante quiso un poco de raspita de
arroz que quedaba al fondo de la cazuela y el Venao se la sirvió en un platico
de dulces. Después vino la Wyllis de Seguridad y cargó con el Venao. La casa
era de buenos horcones y techo de zinc.
Antes de dormirnos, el capitán
Bayamo repartió una docena de tabaquitos y contó otra vez lo del fusilado que
creía que lo iban a romper de mentiritas con esas balas que usan en las
películas y se sorprendió mucho cuando sintió los plomos adentro.
El comandante quiso aclarar bien
las operaciones de por la mañana y le dijo al topógrafo que enseñara el mapa.
El topógrafo abrió el mapa en el suelo y la cartulina sonó gorda y bonita. El
mapa lo cercamos con las velitas del altar; él se había batido con nosotros a
lo macho y había visto a los ñámpitis con la cabeza desflorada y los pedazos de
cerebro regados afuera como si fueran rebanadas de cebolla, y bueno, nosotros
creíamos que era bragao igual que todos.
Pero cuando se sentó en el
taburete y el comandante hablaba, cruzó las piernas y las puso muy junticas y
yo le miré la nariz y abría mucho los huecos y yo pensé, ¿qué le pasa al
topógrafo este, que luce desorbitado?
Dormimos todos en las casa y es
cierto que apretada estaba. A medianoche el capitán dijo que le pusieran cerca
de las velitas porque le habían agarrado la portañuela.
El comandante se emperró y dio
diez puñetazos en la pared y otras diez patadas en el piso y dijo que parecía
mentira que se pensara así del topógrafo, que era un roce, una voltereta del
sueño, que éramos muchos en tan poco lugar y que todos los allí presentes eran
bragaos probados.
Pero que era una noche de lluvia
y la hembra estaba en celo. A medianoche hizo otro roce de esos y el capitán se
arrancó los grados del cuello y gritó: ¡por estas tres barras yo tengo Buick
grande, pistola de veinte tiros, casa en el Nuevo Vedado, mujer rubia que nunca
huele a potrero! – y así dijo una lista muy grande de cosas que yo no sabía que
se podían tener por tres barras y al final de la lista cogió al topógrafo por
el cuello y respiró cuando dijo: ¡esta yegua se ha encarnado conmigo, yo le
gusto, qué desgracia la mía, mire usted comandante, que me la agarró otra vez!
El comandante se puso rojo porque
era la segunda vez que lo despertaban y porque él no quería yeguas allí. La
mañana vino buena y como si la lluvia no hubiera caído aunque la humedad seguía
y los cigarros estaban fofos. Lo más molesto fue a los tres días cuando
vinieron la madre y la novia y que venían de negro y yo no sabía decirles
palabra de por qué el muchacho se había metido el cañón de la metralleta en la
oreja agotando el racimo completo de balas.
Imagen: Ernesto Javier Fernández