martes, 26 de febrero de 2013

El niño criminal, Jean Genet (II)





 Pido perdón por utilizar un lenguaje tan poco preciso, aparentemente, como el mío. Considerad que pretendo definir una actitud moral y justificarla. Reconozco querer, sobre todo, interpretarla y hacerlo en contra de vosotros. Pero vosotros mismos, ¿no seríais los primeros en hablar de la «Potencia de las Tinieblas», del «oscuro poder del Mal»? No teméis la metáfora cuando convence. Ahora bien, he encontrado para ella un empleo más eficaz para hablar de esa parte nocturna del hombre que no se puede explorar, donde no podemos inscribirnos a menos que nos armemos, nos embadurnemos, nos embalsamemos y nos cubramos de todos los ornamentos del lenguaje. Pero sobre todo cuando pretendemos realizar el Bien —nótese que distingo muy rápidamente el Bien del Mal, pero que en realidad son categorías que sólo vosotros podéis distinguir después; sin embargo, puesto que me dirijo a vosotros, os concedo esta cortesía—, si pretendemos, decía, realizar el Bien, sabemos hacia dónde nos dirigimos y qué es el Bien, y que la sanción será beneficiosa. Cuando es el Mal, no sabemos todavía de lo que hablamos. Pero sé que es el Único en poder suscitar en mi pluma un entusiasmo verbal, signo aquí de la adhesión de mi corazón.
 En efecto, no conozco otro criterio para juzgar la belleza de un acto, de un objeto o de un ser, que el canto que suscita en mí y que traduzco en palabras para comunicároslo: es el lirismo. Si mi canto era bello, si os ha trastornado, ¿osaréis decir que aquello que lo ha inspirado es vil? Podréis pretender que existen desde hace mucho tiempo palabras encargadas de expresar las actitudes más soberbias, y que a ellas recurro para que la más insignificante parezca soberbia. Puedo responder que mi emoción exigía exactamente esas palabras y que éstas acuden de manera completamente natural a servirla. Llamad entonces, si vuestra alma es mezquina, inconsciencia al movimiento que lleva al niño de quince años al delito o al crimen, yo le doy otro nombre. Porque se necesita una frescura altanera y una hermosa osadía para oponerse a una sociedad tan fuerte, a las instituciones más severas, a leyes protegidas por una policía cuya fuerza consiste tanto en el miedo fabuloso, mitológico e informe que se instala en el alma de los niños, como en su organización.
 Lo que los conduce al crimen es el sentimiento novelesco, es decir, la proyección de sí en la más magnífica, la más audaz, en definitiva, la más peligrosa de las vidas. Yo traduzco para ellos, porque tienen derecho a utilizar un lenguaje que los ayude a aventurarse... ¿Hacia dónde creéis vosotros? No lo sé. Ellos tampoco lo saben, aunque sus ensoñaciones se quieran precisas, pero es algún lugar fuera de vuestro alcance. Y me pregunto si vosotros no los perseguís también por despecho, porque os desprecian y os abandonan.
 Para vosotros no preconizo nada. Desde que he comenzado a hablar, no me dirijo a los educadores sino a los culpables. Para la sociedad, en su favor, no quiero inventar otro dispositivo nuevo para que se proteja. Confío en ella: sabrá bien, ella sola, guardarse del encantador peligro que constituyen los niños criminales. Les hablo a ellos. Les pido que no se ruboricen nunca por lo que hicieron, que conserven intacta la rebelión que los ha hecho tan bellos. No hay remedio, espero, contra el heroísmo. Pero tened cuidado, si de entre la gente de bien que me escucha, algunos aún no hubiesen girado el botón de su transistor, que sepan que tendrán que asumir hasta el final la vergüenza, la infamia de ser almas bellas. Que juren ser cabrones hasta el final. Serán crueles para agudizar aún más la crueldad con la que resplandecerán los niños. 
 Quienquiera que a través de la dulzura o los privilegios intente atenuar o abolir la rebelión, destruye para sí mismo todas las posibilidades de salvación. Y nadie puede perdonar el crimen, si no es primero culpable y condenado. 
 Este tipo de aforismos parece surgir suscitado por el lirismo del que hablaba hace un momento. Os lo concedo. Para enunciarlos no me apoyo más que en una única autoridad: el dolor que sentiría al proponeros sus contrarios. Pero vosotros mismos, ¿sobre qué hacéis reposar vuestras reglas morales? Soportad entonces que un poeta, que es también un enemigo, os hable como poeta, y como enemigo. 
 El único medio del que dispondrán las personas mayores, las gentes honradas, para salvaguardar cierta belleza moral, será el de denegar cualquier piedad a los niños que la han despreciado. Porque no crean, señores, señoras, señoritas, que bastaba con inclinarse con solicitud, indulgencia y un interés comprensivo hacia el niño criminal para tener derecho a su afecto y su gratitud: sería preciso que fueseis ese niño, que, vosotros también, fueseis el crimen y lo santificaseis con una vida magnífica, es decir, con la audacia de romper con la omnipotencia del mundo. Porque nos dividimos —desde que nosotros lo quisimos, desde que osamos esa ruptura— entre no culpables (no digo inocentes), entre no culpables como lo sois vosotros, y los culpables que somos nosotros: sabed que toda vuestra vida os conducía de ese lado de la barrera desde el que ahora creéis poder, sin peligro y para vuestra comodidad moral, tendernos una mano compasiva. Por lo que a mí respecta, he elegido: estaré del lado del crimen. Y ayudaré a los niños, no a volver a vuestras casas, vuestras fábricas, vuestros colegios, vuestras leyes y vuestros sacramentos, sino a violarlos. Pero, ¡ay!, temo no poseer ya las mismas virtudes, puesto que, por lo que no es tan sólo un error de los organizadores de esta charla, se me ha concedido con demasiada facilidad hablar en la Radio.
 Los periódicos exhiben aún fotografías de cadáveres rebosando de los silos o tapizando los valles, atrapados en las espinas de las alambradas, en los hornos crematorios; exhiben uñas arrancadas, pieles tatuadas, curtidas para hacer pantallas de lámparas: son los crímenes hitlerianos. Pero nadie ha caído en la cuenta de que desde siempre en las cárceles de niños, en los presidios de Francia, hay torturadores que martirizan a niños y hombres. No es importante saber si unos son inocentes y los otros culpables con respecto a una justicia más que humana o solamente humana. A ojos de los alemanes, los franceses eran culpables. Nos han maltratado tanto en la cárcel, y con tanta cobardía, que os envidio en vuestras torturas.
 Porque es parecido y mejor que lo nuestro. Por efecto del calor la planta se ha desarrollado. Puesto que fue sembrada por los burgueses que construyeron las cárceles de piedra, con sus guardianes de la carne y del espíritu, ahora me regocijo al ver al sembrador finalmente devorado. Esas buenas gentes aplaudían, ésos que ahora son un nombre dorado sobre el mármol, cuando desfilábamos con las manos esposadas y cuando un policía nos pegaba en el costado. Un solo toque de sus gendarmes fue vivificado por la sangre hirviendo de los héroes del Norte, se ha desarrollado hasta convertirse en una planta de una belleza, un tacto y una destreza maravillosos, una rosa, cuyos pétalos torcidos, levantados, mostrando el rojo y el rosa bajo un sol infernal reciben nombres terribles: Majdanek, Belsen, Auschwitz, Mauthausen, Dora. Me quito el sombrero. Pero seguiremos constituyendo vuestro remordimiento. Y sin ninguna otra razón que la de embellecer más aún nuestra aventura, porque sabemos que su belleza depende de la distancia que nos separe de vosotros, porque donde atracamos, lo sé, las orillas no son diferentes, pero, sobre vuestras playas bien afianzadas, os distinguimos, pequeños, endebles, coléricos, adivinarnos vuestra impotencia y vuestras bendiciones. Por otra parte, regocijaos.
 Si los malvados, los crueles, representan la fuerza contra la cual lucháis, nosotros queremos ser esa fuerza del mal. Seremos la materia que resiste y sin la cual no habría artistas. Palabrería romántica, decís. Ahora bien, yo sé que la moral en nombre de la cual perseguís a los niños no la aplicáis en absoluto. No os lo reprocho. Vuestro mérito consiste en profesar unos principios que tienden a dirigir vuestra vida. Pero tenéis demasiada poca fuerza para entregaros enteramente a la virtud, o enteramente al Mal. Predicáis una y condenáis el otro, del cual, sin embargo, os aprovecháis. Reconozco vuestro sentido práctico. Pero, ¡ay!, no puedo cantarlo. ¡Acusadme de lirismo! Pero, si ocurre que uno de vuestros jueces, un secretario del tribunal o un director de cárcel en mi pecho hace despuntar y elevarse un canto, seréis los primeros a quienes avisaré.



 Vuestra literatura, vuestras bellas artes, vuestros divertimentos de después de cenar celebran el crimen. El talento de vuestros poetas ha glorificado al criminal al que odiáis en vida. Soportad que, por nuestra parte, despreciemos a vuestros poetas y vuestros artistas. Hoy podemos decir que necesita una extraña presunción el actor de teatro que ose fingir en escena un asesinato, cuando cada día hay niños y hombres cuyo crimen, si bien no siempre los conduce a la muerte, los carga con vuestro desprecio o con vuestro delicioso perdón. Cada criminal debe apañárselas con su acto. Es incluso necesario que extraiga de él los recursos mismos para su vida moral, que organice esta última alrededor de sí mismo, que obtenga de ella lo que la vuestra le niega. Para sí —y tan sólo para sí y por un tiempo muy breve, porque tenéis el poder de cortarle la cabeza— se convierte en un héroe tan bello como aquéllos que os conmueven en vuestros libros. Si vive, para continuar viviendo consigo mismo le hace falta más talento que al poeta más excepcional. No obstante, los héroes de vuestros libros, de vuestras tragedias, de vuestros poemas, de vuestros cuadros están henchidos, continúan siendo el adorno de vuestra vida cuando despreciáis a sus infelices modelos. Hacéis bien: ellos desprecian vuestra mano tendida. 
 Aquéllos que me escuchan, si vieron la película Sciusciá, se emocionaron ante el juego delicado del sentimiento de los niños unidos el uno al otro por el más sutil amor. Admiraron la aventura que no osaron vivir, pero ninguno imaginará que existen esos encantadores héroes en la vida real. Que roben verdaderos billetes a padres verdaderos. Sin duda, aquello que llamamos el talento de los comediantes nos ha permitido unas imágenes tan bellas; sin embargo, los que fueron sus modelos más o menos exactos han sufrido realmente, han sangrado, han llorado (aunque esto más excepcionalmente) y la gloria del mundo les ha sido negada. Así pues, soportáis el heroísmo cuando está domesticado (señalo de pasada que vuestros encantadores, vuestros artistas, lo domestican para vosotros, y que, sin embargo, ellos ya lo abordan de lejos). No conocéis el heroísmo en su verdadera naturaleza carnal, y que también se sufre en el mismo nivel cotidiano que el vuestro. La verdadera grandeza os roza. No la conocéis y preferís su fingimiento. 
 Ahora bien, si hay niños que tienen la audacia de deciros que no, castigadlos. Sed duros, para que no se aprovechen de vosotros. Pero hace tiempo que hacéis trampa. En vuestros Tribunales, en vuestras Audiencias, no respetáis ya la ceremonia del ritual —no porque la hayáis reemplazado por una crueldad más íntima, una crueldad trajeada, si puedo decirlo así—, sino que, por un grave abandono, venís a la sala de audiencias con una toga remendada cuyo forro no es siquiera de seda, sino de rayón o de lustrina. Aplicaréis entonces todas las reglas del código; para empezar, las más formalistas. El niño criminal ya no cree en vuestra dignidad, porque se ha dado cuenta de que estaba hecha de un cordón desteñido, de un galón descosido, de un forro raído. El lucro, el polvo y la pobreza de vuestras sesiones le desconsuelan. Está a punto de ofreceros un poco de la majestuosidad que él sabe obtener de una sesión más solemne donde comparece en secreto, mientras que ante sus ojos continuáis vuestro infantil simulacro. La familiaridad casi os llevaría a golpearlo en la mejilla, a cogerle el mentón, si no temieseis que se os acusara, no de indulgencia paternal, sino de abominables sentimientos.
 Pero bromeo, ¿no?, y mi humor os resulta pesado. Estáis convencidos de que salvaréis a esos niños. Afortunadamente, a la belleza de los gamberros adultos que ellos admiran, a los orgullosos asesinos, no podréis oponer más que vigilantes ridículos, embutidos en un uniforme mal cortado y mal llevado. Ninguno de vuestros funcionarios podrá ganarse a los niños y hacer que triunfen en una aventura que ellos mismos han comenzado. Nada podrá reemplazar a la seducción de aquéllos que quebrantan la ley. Porque el acto criminal tiene más importancia que cualquier otro, pues es aquél por el cual alguien se opone a una fuerza tan grande, moral y física. 
 También vosotros creéis en la belleza de Vacher, en la de Weidmann, en la de Ange SoleiT. Me revelo contra la afirmación de que «...había en ellos posibilidades maravillosas de las que se hubiese podido sacar partido...». He aquí un lenguaje que sólo vosotros podéis proferir, es el de la Sociedad, pero os encontraríais en un apuro si os interrogase con rigor. Ellos han extraído de sí mismos las más maravillosas posibilidades. 
 Todavía podéis, si no los conquistáis con vuestras dulzuras, curar a estos niños, porque disponéis de psiquiatras. En relación a estos últimos, bastaría con plantear algunas preguntas sencillas y cien veces planteadas. Si su función consiste en modificar el comportamiento moral de los niños, ¿eso sería para conducirlos a qué moral? ¿Se trataría de aquélla que se enseña en los manuales escolares? Pero el hombre sabio no se atrevería a tomarla en serio. ¿Se trataría de una moral particular elaborada por cada médico? ¿De dónde saca éste su autoridad? De nada sirven estas preguntas, serán eludidas. Sé que se trata de la moral corriente, y que el psiquiatra se zafa dando a los niños el bello nombre de inadaptados. ¿Cómo podría responder?
 A vuestras artimañas siempre opondré mi astucia. Hoy, ya que le está permitido por no sé qué error, a un poeta que fue de los suyos hablar por este micrófono, quiero dedicar de nuevo mi ternura a esos chavales sin piedad. No me hago ilusiones. Hablo en la oscuridad y en el vacío, pero, aunque sea tan sólo para mí, quiero otra vez insultar a los que insultan.

lunes, 25 de febrero de 2013

El niño criminal, Jean Genet (I)



 

 La Radio Nacional francesa me había ofrecido una de las emisiones que denomina «Carta blanca». La acepté para hablar de la Infancia criminal. Mi texto, aceptado en un primer momento por Fernand Pouey, acaba de ser rechazado. En lugar de orgullo siento algo de vergüenza. Me hubiese gustado hacer escuchar la voz del criminal. Y no su queja, sino su canto glorioso. Un deseo vano de ser sincero me lo impide, pero no tanto de ser sincero por la exactitud de los hechos sino por obediencia a los acentos algo roncos que eran los únicos que
podían expresar mi emoción, mi verdad, la emoción y la verdad de mis amigos.
 En su momento los periódicos se sorprendieron de que un teatro estuviese a disposición de un ladrón... y de un homosexual. Por lo tanto, no puedo hablar delante del micrófono nacional. Repito que me avergüenzo. Sin embargo me hubiese quedado en la noche pero al borde del día, y doy marcha atrás en las tinieblas, de las cuales hice tantos esfuerzos por alejarme.
 El discurso que van a leer fue escrito para ser oído. Sin embargo lo publico, aunque sin esperanzas de que lo lean aquéllos a quienes amo. En la Radio, hubiese hecho que lo precediera un interrogatorio dirigido por mía un magistrado, al director de un centro penitenciaría, a un psiquiatra oficial. Todos se negaron a responderme.

                                J. G

 QUE SE COMPRENDA BIEN y que se perdone mi emoción cuando tengo que exponer una aventura que fue también la mía. Al misterio que constituís vosotros debo oponer, y desvelar, el misterio de las cárceles de niños. Esparcidos por la campiña francesa, a menudo la más elegante, hay varios lugares que no dejan de fascinarme. Son los correccionales de menores cuyo nombre oficial, y demasiado educado, es ahora: «Patronato de rehabilitación moral, Centro de reeducación, Reformatorio de la infancia delincuente, etc.» El cambio de nombre es ya un signo. La expresión «Correccional» y a veces «Centro penitenciario», convertida en una especie de nombre propio, o que, de manera más exacta todavía, designaba un lugar ideal y cruel situado muy profundamente en el corazón del niño, tenía una violencia que los educadores han intentado debilitar. No obstante, así lo espero, los niños, secretamente, a pesar de estos tiempos reveladores de una higiene bastante necia, reconocen la llamada de la Penitenciaría o de la Cárcel. Pero ahora se sitúan antes en una región moral que en un punto preciso del espacio. Era estúpido atacar el nombre creyendo que así cambiaría la idea de la cosa nombrada, porque esa cosa está, si me atrevo a decirlo, viva, porque se construye por medio del único movimiento, por medio del único ir y venir del elemento más creador: los niños delincuentes. O criminales.
 Quiero decir todavía que ese lugar del mundo que lleva uno de los nombres citados más arriba tiene su reflejo, mejor, su imagen, su hogar, en el alma de los niños. Volveré a esta idea enseguida. Saint-Maurice, Saint Hilaire, Belle-Isle, Eysse, Aniane, Montesson, Mettray, he aquí algunos de los nombres que tal vez no signifiquen nada para vosotros. En la mente de cada niño que acaba de cometer un delito o un crimen, son la proyección, durante un tiempo definitivo, de su destino.
 «Estoy condenado hasta los veintiuno», dicen. Cometen un error (voluntariamente), porque el veredicto del tribunal que los juzga es el siguiente: «Absuelto por haber actuado sin discernimiento, y confiado hasta la mayoría de edad al patronato de rehabilitación...». Pero el joven criminal rechaza ya la comprensión indulgente, y la solicitud, de una sociedad contra la cual acaba de sublevarse al cometer su primer delito. Por haber adquirido, a los 15 o 16 años, una mayoría de edad que la gente de bien no tendrá todavía a los 60, desprecia su bondad. Exige que su castigo se lleve a cabo sin dulzura. Exige, para empezar, que los términos que lo definen sean el signo de una crueldad superior. Sólo con una suerte de vergüenza admite el niño que acaban de absolverlo o que se le condena a una pena leve. Desea el rigor. Lo exige. En sí mismo alimenta el sueño según el cual la forma que tome la pena será un infierno terrible, y el correccional será un lugar del mundo del que no se regresa nunca. Efectivamente, no se regresaba nunca. Al salir se era otro. Se acababa de atravesar una hoguera. Y los nombres que he citado hace un instante no son cualquier cosa: están cargados de un sentido, de un peso aterrador que los niños exageran aún más. Ahora bien, esos nombres serán la prueba de su violencia, su fuerza y su virilidad. Porque eso es exactamente lo que los niños quieren conquistar. Exigen que la prueba sea terrible. Quizá para extenuar una necesidad impaciente de heroísmo.
 Mettray, en mi juventud, era uno de los nombres más prestigiosos: bajo las directrices de un generoso imbécil, Mettray ha desaparecido. Hoy es una colonia agrícola, creo. En otros tiempos era un lugar severo. Tan pronto como llegaba a esa fortaleza de laureles y de flores — porque Mettray no estaba cercada por murallas—, el joven forajido, que llevaba desde ese instante el nombre de colono, era el objeto de miles de cuidados destinados a probarle su éxito criminal. Se le encerraba en una celda pintada enteramente (incluido el techo) de negro. A continuación, se le vestía con un traje célebre en la región porque evocaba el espanto y la ignominia. A continuación, y en el curso de su estancia, el colono descubría otras pruebas: las trifulcas, a veces mortales, que los boquis (1) no interrumpían, la hamaca de los dormitorios, los silencios durante el trabajo y las comidas, las oraciones ridículamente pronunciadas, los castigos del cuartel, los zuecos, los pies despellejados, la ronda al paso bajo el sol, la cantimplora de agua fría, etc. Conocíamos todo esto en Mettray, a lo cual, como ecos que se responden, respondían el suplicio del pozo en Belle-Isle, la fosa, la tumba, la cantimplora vacía, el cuartel, el juego de los barriles y la sala de disciplina de las otras colonias.
 Los colegios, las escuelas y los institutos tienen su disciplina, que puede parecer igualmente severa y despiadada a los seres de naturaleza sensible. A ello respondemos que el colegio no está hecho por los niños: está hecho para ellos. En cuanto a los centros penitenciarios, son absolutamente la proyección en el plano físico del deseo de severidad escondido en el corazón de los jóvenes criminales. Las crueldades que enumero no se las imputaría a los directores ni los guardianes de antaño: ellos eran tan sólo los testigos atentos, también feroces, pero conscientes de su papel de adversarios. Estas crueldades debían nacer y desarrollarse en el ardor de los niños por el mal.
(El mal: comprendemos esa voluntad, esa audacia para seguir un destino contrario a todas las reglas). El niño criminal es el que ha forzado una puerta que da a un lugar prohibido. Quiere que esa puerta se abra sobre el más bello paisaje del mundo: exige que la cárcel que merece sea feroz. Es decir, digna del esfuerzo diabólico que le ha costado conquistarla (2), respondían el suplicio del pozo en Belle-Isle, la fosa, la tumba, la cantimplora vacía, el cuartel, el juego de los barriles y la sala de disciplina de las otras colonias.


 Desde hace algunos años, los hombres de buena voluntad intentan aportar benignidad a todo esto. Esperan —y a veces lo consiguen— ganar almas para la sociedad. Hacernos, dicen, ir por el buen camino. Afortunadamente, las reformas son superficiales. No alteran más que la forma.
  Pero, ¿qué han hecho? Al carcelero, le han puesto otro nombre: vigilante. También lo han vestido con un uniforme que debe recordar menos al de los boquis de las prisiones. Los han obligado a usar menos violencia física y menos insultos y les han prohibido los golpes. En el interior de ese Patronato han suavizado la disciplina. Han otorgado a aquéllos que ellos llaman los reeducados la posibilidad de elegir un oficio. En el trabajo y en el juego, han consentido más libertad. ¡Los niños pueden hablar entre ellos, abordar a los vigilantes y al director! Se favorece el deporte. Los equipos de fútbol de Saint-Hilaire se oponen a los de los pueblos vecinos y los jugadores a veces se desplazan solos de una ciudad a otra. En el Patronato, se tolera la prensa. Una prensa, no  obstante, escogida, depurada. Se ha mejorado la comida. Se sirve chocolate el domingo por la mañana. Finalmente, medida que debería culminar la eficacia de las reformas: el argot se ha prohibido. En definitiva, se les concede a los jóvenes criminales una vida cercana a la vida más banal. Se le llama rehabilitación. La sociedad pretende eliminar, o volver inofensivos, los elementos que tienden a corromperla. Parece que quisiera disminuir la distancia moral entre la falta y el castigo, o mejor, el paso de la falta a la idea de castigo. Tal proyecto de castración es evidente. No me conmueve en absoluto. En efecto, si los colonos de Saint-Hilaire o de Belle-Isle llevan una vida en apariencia similar a la de un colegio de aprendices, no pueden no saber qué es lo que los ha reunido aquí, en este lugar particular, y qué es el mal. Y por ser mantenida en secreto, no proferida, esta razón inspira cada una de las intenciones de cada uno de los niños. El argot habitual que les han prohibido, los colonos lo han sustituido por otro, más sutil todavía y que, por un mecanismo que no puedo explicar delante de este micro, se aproxima al argot de Mettray. En Saint-Hilaire, uno de ellos, con el que me había familiarizado, me dijo un día: contado que un compañero se había largado, he dicho que había dado una espantada (3). Había soltado la palabra. Es la misma que nosotros empleábamos en Mettray para hablar del niño que se evade, se larga, al que los lugareños van a perseguir por los bosques como a una cierva. Yo estaba al corriente de un lenguaje secreto, más sabio que aquél que se quería abolir, y me pregunto si no servía para expresar sentimientos demasiado precavidamente escondidos. Los educadores tienen la candidez de una salvadora de almas, y su buena voluntad.
 El director de uno de los Patronatos me enseñó en su oficina, un día, una panoplia de la cual parecía orgulloso: una veintena de cuchillos retirados a los chicos.
 —Señor Genet, me dijo, la Administración me obliga a quitarles estos cuchillos. Y obedezco. Pero mírelos. ¿Le parece que son peligrosos? Son de hojalata. ¡De hojalata! Con eso no se puede matar a nadie.
 ¿Ignoraba que, al distanciarse más de su uso práctico, el objeto se transforma, se convierte en un símbolo? Su forma cambia a veces: se dice que se ha estilizado. Es entonces cuando actúa sordamente, cuando causa estragos más terribles en el alma de los niños. Oculto en el camastro por la noche, o escondido en el dobladillo de una chaqueta, o mejor aún, de un pantalón —no por mayor comodidad sino para hermanarlo con el órgano del cual es el símbolo profundo—, es el signo mismo del asesinato que el niño no cometerá de modo efectivo, pero que fecundará sus sueños y los dirigirá, eso espero, hacia las manifestaciones más criminales. ¿De qué sirve entonces retirárselo? El niño elegirá otro objeto como signo del asesinato, de una apariencia más benigna, y, si también se le arrebata, guardará en sí mismo, cuidadosamente, la imagen más precisa del arma.
 El mismo director me enseñó el equipo de scouts que había formado para recompensar a los críos más dóciles. Vi entonces una docena de chicos jóvenes, socarrones y feos, que habían caído en la trampa de las buenas intenciones. Cantaron ridículas canciones de campamento que estaban lejos de las endechas sentimentales u obscenas que se cantan durante la noche en los dormitorios comunes y en las celdas. Al mirar a esos doce chavales, estaba claro que ninguno de ellos había sido escogido, elegido, para compartir una expedición audaz, aunque fuese solamente imaginaria. Pero en el interior de los Centros Penitenciarios, y a pesar de los educadores, existían, lo sé, grupos o, antes bien, bandas, cuyo vínculo, el pegamento que los aglutinaba, era la amistad, la audacia, la astucia, la insolencia, el gusto por la holgazanería, un aire sobre la frente a la vez sombrío y gozoso, el gusto por la aventura contra las reglas del Bien.

Notas

(1)Nombre con el que se designa en argot a los funcionarios de prisiones. 
(2)La expresión exacta utilizada por Genet es «Digne du mal qu'il s'est donné pour le conquerir». El autor juega aquí con el doble sentido de la palabra «mal» en francés, que en esta expresión significa generalmente «trabajo, esfuerzo». Ahora bien, Genet quiere también aludir al  sentido de «mal», el Mal que el niño se ha dado a sí mismo, el Mal que ha elegido para sí. No se encuentra en castellano un equivalente que transmita con exactitud ese doble sentido (N. de la T.). 
(3)Genet utiliza aquí el verbo se bicher, perteneciente al argot inventado en el seno del centro penitenciario en el que estuvo interno y que significaba «fugarse, escaparse». Dicho verbo está formado a partir de la palabra francesa biche: cierva, matiz importante para el párrafo que viene después. Al no existir equivalente en castellano, se ha decidido traducir el verbo en argot por dar una espantada por ser espantada la huida repentina de un animal (N. de la T.).


domingo, 24 de febrero de 2013

Muere al morderse la lengua





 Chicago, 2 de julio de 1884. El famoso detective escocés Allan Pinkerton no ha podido recuperarse de la grave infección que sufría, y ha fallecido en el día de ayer.
 El Señor Pinkerton, que tuvo una simple caída en la calle, se mordió la lengua al dar con su barbilla en la acera. Lamentablemente, la falta de cuidados derivó en gangrena y ha terminado provocándole la muerte.
 Siempre será recordado por sus logros en el campo de la investigación criminal y es considerado el mejor detective americano.
 En sus investigaciones desarrolló nuevos y osados métodos de trabajo, llegando a pasar hasta una semana observando las pistas del escenario de un robo o creando una identidad falsa para ganarse la confianza del sospechoso.
 El último proyecto al que estaba dedicado y que ha quedado interrumpido, era la elaboración de una base de datos para facilitar la identificación de criminales ya fichados.
 Sus aventuras e investigaciones seguirán siempre vivas a través de sus novelas.


sábado, 23 de febrero de 2013

Un trabajo de benedictino




 Recientemente ha fallecido el famoso detective norteamericano Allan Pinkerton. Dotado de excepcionales condiciones, odiando encarnizadamente a los delincuentes, poseía recursos inesperados y abundantísimos para descubrirlos; con intuición pasmosa adivinaba sus pensamientos, con actividad incansable salíales al paso y con entereza extraordinaria desconcertaba sus siniestros planes. En el vasto Estado norteamericano llegó a adquirir tal relieve su personalidad y tal importancia su oficina, que la seguridad pública no se comprendía sin su intervención, ni había centro policíaco europeo con quien no mantuviera constantes relaciones.
 Imposible enumerar sus hechos, tan múltiples como asombrosos; algunos tocaban a los límites de lo novelesco.
 Citaremos tan sólo el descubrimiento del autor de un robo de 20 millones de libras esterlinas cometido al Banco de Inglaterra, ya que tenemos en litigio otro robo al Banco de España, aunque la suma robada, con relación a aquélla, sea insignificante. Meses enteros consagró Pinkerton a la persecución del asunto, harto enrevesado siempre, y todo el mundo desconfiaba de llegar a conseguir el descubrimiento de delito tan escandaloso. 
 En la poética isla de Cuba, perdida para siempre para los españoles, celebrábase una noche, hace algunos años, espléndida fiesta en casa de un millonario americano. Lo más selecto de aquella sociedad distinguida y riquísima habíase dado cita en los suntuosos salones; nada había comparable en elegancia, en alegría y en buen tono a cuanto allí se congregaba: derroches de esplendidez en todo: mujeres hermosas, hombres representantes de la banca, de la ilustración, de la milicia, las autoridades superiores; todo lo que más valía, allí estaba congregado.
 De pronto, aquellas expansiones se detienen; cierto número de individuos entran en los salones inopinadamente y uno de ellos dirigiéndose al dueño de la casa, le dice:
 —Justín Bidiwel, queda usted preso en virtud de esta orden.
 Era el autor del robo al Banco, y Pinkerton había empleado un trabajo de benedictino hasta obtener la prueba acabada de su culpabilidad.
 Si hubiéramos de referir los ingeniosos recursos de que se valió diferentes veces, constituiríamos un libro inapreciable.


 Museo criminal, 1ro diciembre de 1907.