Páginas

miércoles, 30 de octubre de 2013

Comer de una manera embrionaria





  Ismael González Castañer


  La placenta de la niña resultó blanca: Puedes botarla, dijo el obstetra, ya no sirve para nada; todas las placentas de este mundo, rojas, sirven para química, dile que te diga el laboratorista: Es verdad, la roja es básica para antiforforas.

  Pero, como en "El retrato oval" (el pintor no sabía que trasponía al cuadro la sangre de la modelo amada, muriendo ésta pronto dio - para "acabar" - la última pincelada), tu hija la dejó blanca: no cumplimos el plan.


  Por eso es que la niña hoy, no quiere nada: comía de una forma embrionaria. Saciada precozmente en su pre- natalidad, no quiere carne, y le teme, por demás, a los pellejos. Tiene ahora nueve años y mira con mirar de lontananza, agazapada (como quien esperara matar sin medida, volverse asesino, en la continuación de la película).


  Con la placenta blanca, la madre se ha hecho una "jaba", con la que a menudo viaja, acompañada por la misma hija. Sin embargo, si la registras, no lleva nada: previsión de la mamá, que augura, cómo un día, íntegra, la niña se la comerá.


domingo, 27 de octubre de 2013

Inquisitore Oblómov

 
 
 
 
   Carlos A. Aguilera
 
 
  Nací en el Este. Mi padre había sido el resultado de un cruce entre un general alsaciano y una hemofílica húngara, esos desmayitos que lo hacían lucir siempre más débil de lo que era. Y mi madre venía de más allá de la frontera. Precisamente donde Polonia demarca un territorio que a veces ha sido alemán, a veces ucraniano, a veces ruso.
  Si dijera, el Este es el lugar adecuado para mí, el espacio donde alguna vez sentí que lo futuro tomaría forma, mentiría. Desde los primeros años odié este territorio: su historia, la manera en que la gente se vigila entre ellas, las calles pavimentadas con piedras, la nariz ganchuda del vendedor de leche, el sauerkraut, el granizo. Recuerdo que en el Internado no podía aguantar las clases de patriotismo, lengua y civilidad y me escapaba. La profesora, una gorda de cachetes rojizos y grandes manchones de caspa sobre su sempiterno mantón de piel de conejo, con tal de evitar disturbios en el grupo dejaba que algunos de nosotros nos fugásemos por la esclusa que en verano servía de respiradero (estrecha como un brazo, y redonda, hosca) o la puerta de madera del fondo; una despintada y con remaches antiguos que durante mucho tiempo tuvo una crucecita con un Cristo lleno de pústulas encima hasta que después de unos cuantos tirones (el Cristo, no la puerta) se cayó y se partió.
  Esta mujer, con una de las caras más redondas que he visto en mi vida, era en sí misma un demonio de obra de teatro.Llegaba con su capote roído muy apretado al cuello y un broche inmenso de nácar con el relieve del águila bicéfala bajo su doble papada y, antes de subir al estrado donde debía enseñarnos a pronunciar adecuadamente algunas palabras o cantar el himno de la región, se lo desabrochaba lentamente, nos miraba, estiraba los puños de su camisa acartonadamente blanca, nos miraba, extendía su mano para que algunos de los alumnos de primera fila le sirvieran de apoyo, nos miraba, alzaba la nariz y contenía la respiración, nos miraba, y emitiendo un gritico histérico saltaba al estrado, intentado remar al unísono con sus dos grandes aletas y sus dos piernas gigantes de marmota sobre el aire.
 Después de todo aquello, sonreía.
 El sólo hecho de pensar que un día tendríamos que aplaudir horas y horas sus progresos como prima ballerina assolutta me llenaba de tal pavor que a la tercera vez de haber presenciado esta locura empecé a fugarme hasta el primer cuarto de hora de la tarde o, en invierno, hasta después que clausurase su función, cuando el sol ya se había inclinado hacia la derecha y nosotros, proporcionalmente horrorizados ante el cuerpo machacoso y estúpido de nuestra profesora, hacia abajo de la mesa con los últimos focos de luz.
  Imaginaba que entrenaba este castigo cada noche frente a su marido, un hombre bajito y rechoncho igual a ella, con grandes bigotes de manubrio terminado en grandes puntas engominadas, en lo que éste, al que en los alrededores apodaban El Maquinista, se perdía en una de sus innumerables jarras de cerveza, escuchaba algún discursillo político en la radio y fantaseaba con la idea de descuartizarla antes de la próxima repetición (en mi cabeza, las repeticiones y los discursitos en la radio formaban parte de la misma lógica) o el amanecer.
  Fue precisamente en una de aquellas innumerables fugas que empecé a pensar de nuevo en la idea de la torre. Una torre alta y de hierro. Una torre donde después de un riguroso examen físicomental pudieran convivir entre libros y animales disecados un grupo de personas: cojos, enanos, sonámbulos, epilépticos, imbéciles, sifilíticos... Personas que un grupo de ayudantes o yo, con mi guante blanco y mi ojo único de cirujano ―un cirujano con horror al escalpelo―, escogeríamos literalmente con una lupa y con las que no fuese problema convivir. Santones sin distinción de ningún tipo o lengua.
  La selección, la haríamos de la siguiente manera:
  Tendría ya escrita para el momento una ley que separase de manera clara lo que deseábamos de lo que no: la ahora muy conocida Ley Oblómov. Y la idea en esencia sería la de atraer a personas que hubieran vivido o vivieran aún en franca lucha contra el mal. El mal de poseer alguna enfermedad o haber heredado alguna malformación congénita: una tuberculosis sin remedio, una hernia inguinal tamaño huevo de avestruz, una nariz podrida o gangrenosa, una pata de elefante, una tontera... El mal de querer reventarse la cabeza con una de esas escopetas que vende cualquier gitano en cualquier mercado.
  En su defecto, atraer a personas que hubieran traicionado eso que a veces llamamos aura propia. Bicho indescriptible que siempre mostramos haciendo un movimiento giratorio alrededor de nuestras orejas y señalando pedagógicamente hacia algún lugar encima de nuestras cabezas.
 ¿No era precisamente esto lo que mi gorda profesora de patriotismo traicionaba día a día con sus arengas sobre “el idioma de nuestra patria” y sus salticos de diva frustrada, el aura que algo o alguien en algún lugar había confeccionado para ella: una especie de cerdito con alas color oro y flecos blancos que estaría dando vueltas sobre su cabeza toda su vida, así imaginaba yo su aura, y que ella con sus bufidos e incluso podríamos decir todo su cuerpo había hecho trizas una y otra vez contra el suelo desde que al amanecer abría el ojo izquierdo y después el derecho y antes mucho antes de colgarse su mantón y partir hacia el Internado?
  Pues un lugar para ella y otros, aunque lo más seguro es que a ella ni siquiera la invitáramos. Bastante había sido ya sufrirla durante los dos últimos años de estudios y escuchar sus chillidos de rata que salta agónicamente desde un acantilado como si de fiesta u homenaje se tratase. Un lugar de donde no habría que huir ya que estaría compuesto de la experiencia de fuga de cada uno de nosotros.
  Para esto, sólo tendríamos que esperar un poco, encontrar el lugar-hueco adecuado y trabajar. Una torre así no habíasido edificada nunca. Y convencer personas o hacer que marchen en la dirección propia no es ni con mucho tarea fácil. Voluntad y poder pueden ser, como ya veremos, paños muy delicados.
 Entonces: trabajar, trabajar, trabajar, trabajar... hasta que la torre que a su vez sería biblioteca, cantón, museo, castillo, santuario, superficie, kanum, estuviera terminada, con sus inmensos ventanones jugendstil y su osario con sarcófagos y ojos y huesos por todos lados. Osario que como veremos más adelante salvaría simbólicamente a la tropa del desastre (¡diese heilige Truppe!), y tendría para siempre la puerta abierta, en señal de bienvenida y a la vez de alerta, contra extraños y curiosos.
  Es decir, trabajar hasta que noche y cansancio nos devorasen por completo.
  Ahora, ¿cómo íbamos en verdad a lograr esto?
  ¿Existe en algún lugar del inmenso muñeco humano la más ínfima posibilidad de convencer a otros y ponerlos a marchar en la dirección que nuestra visión desea; una ínfima posibilidad para sacar de adentro de cada uno de nosotros a ese asesino que por desgracia tiene escondido y el cual una vez se ha desbloqueado no lo deja pensar, observar, mirar, moverse, sin construir una guerra contra los otros y así, a su vez, poder avanzar en su propio camino? ¿Esa intensidad “mala” que, queramos o no, define, estructura, hace diferente y potencia al animal tramposo que cada uno en esencia es?
 Sí. Y de esa fuerza y esa dirección es que empezaremos a contar ahora.
 Fuerza que aprendí ante nuestra colección de escopetas, refinadas y pulidas como todo lo que merece elogio en este mundo, y la cual ostentaba por lo menos un ejemplar de los mejores artefactos de caza que se habían producido en los últimos doscientos años en cualquier región civilizada. Regiones siempre atentas ante la construcción de lo hermoso y, adquiridas, en esos remates tan de mal gusto que organiza siempre el Este. Las mejores compradas simplemente en algúnantikvariát, a veces a precios ridículos, a veces, y esto sólo ocurrió en contadas ocasiones, pagando muy por encima de su valor-origen. Detalle este que en verdad le daba mayor prestigio a nuestra colección (ese prestigio que se confunde tanto con la neurosis y resulta sin dudas el abc de todo coleccionista) y a nuestra familia incluso, para que nadie se queje.
 La dirección no.
 La dirección la aprendí de mis abuelos: ese general paterno que durante mucho tiempo estuvo colgado en el salón con sus condecoraciones y su barba de dos puntas, y del que se dice nunca dudó incluso en ahorcar con su propia mano a algún elemento traidor. General al que no conocí (en verdad mi padre a la muerte de su padre rompió con toda la rama celta de su árbol genealógico, otra muestra de su debilidad de sangre supongo) pero del que se contaban innumerables sucesos. Todos medio extravagantes y medio bélicos, pero todos, también, sobre cómo sólo bajo una idea y un destino de hierro era posible encaminar la vida y hacerla triunfar. Empujarla, como aquel que dice, hacia algún lado.
  Y de Gran Oblómov, el materno, de donde venía precisamente el sobrenombre por el que todos nos conocen y el cual sólo con su inteligencia llegó a ser el fundador del banco más grande del Este.
  Hombre que distribuyó crédito bajo para colocar bien en alto a nuestra familia. Y hombre que hizo caer bajo su sombra, y juro entraban y salían como si de una procesión de fantasmas se tratase, a innumerables paters de nuestra ciudad o zonas aledañas. Ya que Gran Oblómov no sólo financió, distribuyó y engordó con sus préstamos la vida de muchos que quisieron abrirse un espacio en esta vida. Sino, que, de vez en cuando, depuró un destino, quitó adversarios de en medio y reglamentó desde su sofá las discusiones interminables y vacías que la gente del Este suelen entablar por cualquier desavenencia y más de una vez han desembocado en linchamientos nacionales...
 O en ahorcamientos, estilo preferido de la zona.
 Para esto, Gran Oblómov, no sólo cada vez que hizo falta estuvo allí, alzando el brazo y apuntándolo hacia el cielo, liando su cigarrillo, escuchando. Sino que cuando ya estuvo más viejo y producto de una “humanidad extrema” (así dijo una vez la madre de mi madre ante aquel volumen de kilos de grasa que se removía de vez en cuando sobre el sofá) le fue imposible dar dos pasos, lo vi con su pijama de cuadritos ponerle la mano encima a alguien y decirle con vocecita ronca, no te preocupes, ése ya es hombre muerto. Y como sabemos, nada alivia más que alguien te diga, poniendo los ojos en blanco y alzando el huesudo, ése ya es hombre muerto, así, bajito. No sólo hace que todos tus sentidos se conecten, que mires con aire triunfante a tu alrededor, que sientas tu propia sangre inundar tu cuerpo, que vivas (de la misma manera que se viven esas tardes con un astracán sobre las piernas y un vaso de coñac sobre el regazo, en el jardín, cogiendo sol y masticando sardinitas del Báltico). Hace, incluso, que sientas existe una armazón de acero por debajo de todas las cosas. Una armazón tan grande que aunque quisieras no podrías hundirte.
  Y Gran Oblómov en esto fue siempre el mejor, como es bien conocido.
  Si decía a alguien: no te preocupes, ése ya es hombre muerto, es porque a lo máximo dos horas después el escogido iba a estar teológica, biológica, geográfica y mamíferamente sin respiración. Y un hombre sin respiración es uno que no ha entendido las reglas, que ha apostado en falso, que ha movido su brazo en dirección contraria, que se ha sentado a esperar. Y nadie que se siente a esperar merece continuar con vida, sabemos todos. Ya que la vida es desarrollar ese colmillo asesino que cada uno de nosotros posee y lanzarlo hacia delante, como un lobito, decía entre tos y tos Gran Oblómov. Nadie que se siente a esperar merece tener un secreto.
  Y sin secreto no hay ser humano. Ni ser humano ni tradición ni santones ni nada. Tal y como se ha hecho evidente para mí levantando esta torre y construyendo el único mundo ideal, decía entre licor y licor el Inquisitore Oblómov, adelantándose varios capítulos a sus santones.
  Sin secreto, ni siquiera existe la destrucción, decía.
  Así que reacomodemos lentamente la posición, la luz, la espalda, el silencio, el reuma. El imperio, en verdad, comienza aquí.

 

* Capítulo 1 de la novela inédita El imperio Oblómov.

 

 Tomado de La Habana Elegante. Segúnda época.

Relación de lugar






 Rolando Sánchez Mejías


 Si se posara una mosca en la escritura, en el tramo de sentido abierto por la mosca, te descubriría a ti. Las pataditas de la mosca no se oyen sobre el papel, aunque son ásperas y zumbonas como las palabras.

 Mosca burlona y bailona que se posa sobre el papel como tú te posaste sobre mi hombro, encorvando el alma.

 Ven, estimula esa parte de mi oreja que se quedó ciega escuchando las partes mudas de la vida.

 Y déjame entrar en ti -esto que yo soy ya no penetra tan hondo, hasta el fondo, de eso que llaman realidad.        
                     
                          &

 Atravesado en el gaznate, una gota de sentido. (Iba a decir de delirio). Un bloqueo laico, dejado ir a la impericia de la raza, que lo atesora como un muñón. 

 Uno anda por el bosque como un inválido (“be hinda!, be hinda!”, gritan los pájaros socarrones), aminorando la marcha junto a una pérgola -vacía- también envarada en pensamientos de retorcidas glicinas.

 ¿Cómo sostener una idea en medio del bosque? Sentimientos sí. Sentimientos sí se oponen a la pérdida general de sentido, simultáneos que en pareja de a dos, o de a mil, se ocultan -flores ciegas- en la maraña abierta por el boquete de luz.

 Uno anda como un iluminado, a veces. Pero en los bosques no se levita. Se invita a que sigas de largo y te lleves tus pensamientos, instrumentos de la muerte, si es que ibas de paso. 



                       (Scholoßberg, Graz, 2004)

viernes, 25 de octubre de 2013

Canturreo





 Lorenzo García Vega

 Canturreo, era una letanía. Se cantaba un número, y la letanía de un niño respondía: cincuenta pesos (¿eran cincuenta pesos? Ya no recuerdo bien).

 Letanía de un niño con una voz fría (¿voz como de bombillo que iluminara poca cosa?), neutra, insoportable. Voz que como que se caía, voz para tirarse uno en el suelo.

 1459: cincuenta pesos. 2315: cincuenta pesos. Contestaba y volvía a contestar el niño. Era insufrible cantaleta, sombría cantaleta, en pleno mediodía tropical.

 Repetía y repetía.

 Cincuenta pesos, cincuenta pesos, cincuenta pesos, cincuenta pesos... Había que oír, cuando en medio de todo aquello, el padre de la Calzada de Jesús del Monte decía: La República.

 Voz neutra, sonsonete oxidado. Voz de niño de la Beneficencia.


 La Beneficencia, a cargo de unas monjitas, estaba en la calle Belascoaín. La Beneficencia, y por supuesto un torno. Un torno donde, en Palíndromo en otra cerradura (Homenaje a Duchamp), municionado con un labio amarillo, coloqué a mi amigo Carlos Eme. Ese era el lugar donde estaban los huérfanos, y a todos los huérfanos los apellidaban Valdés. Y por eso a Plácido, el poeta hijo de barbero y bailarina, a quien dejaron allí, se llamó Gabriel de la Concepción Valdés.


 Y aquello era del carajo. Y en Cuba todo era del carajo. Mediodías, con calor sofocante.


 ¡Bastante sombrío todo, pese al relajo de la luz! A uno de aquellos huérfanos niños Valdés lo llevaban, todas las semanas, a cantar los números de la Lotería.

 Había un manubrio, y le daban al manubrio. Salía una bola, decían el número de la bola, y entonces el lamentable niño Valdés, con su oxidada voz lamentable, tenía que repetir: cincuenta pesos, cincuenta pesos, cincuenta... Había que oír cuando...


 Por todas partes. Uno oía aquello por todas partes. "Como quiera que te pongas tienes que llorar", se decía en Cuba.

 No había quién se zafara de aquello.

 Uno estaba en su cuarto, leyendo a Marcel Proust, pero desde la casa de al lado, o desde una azotea, o desde cualquier parte de aquel infierno caluroso, venía la voz oxidada del niño Valdés.


 A veces, por un segundo, se hacía el silencio. Uno leyendo a Proust, pero uno oía aquel jodido silencio. Por todas partes.

 Era un segundo.

 Entonces un bombín, funcionario de la Lotería, rodeado de otros bombines, funcionarios de otras respetables instituciones de la República (a quienes les pagaban unos pesos por asistir a la función), tales como la Sociedad Económica de Amigos del País, de repente, entre la expectativa y el silencio, decía: 4202, premiado en cien mil pesos. El Presidente del Tribunal invita a ver la bola (pero, aunque invitaba a ver la bola, todos se sospechaban que la Lotería, como casi todas las instituciones de la República, funcionaba bajo el fraude).


 Había viejas tías, pegadas a la radio. Tías oyendo unas como expectativas sonoras (¿por qué esas expectativas sonoras quedan vinculadas, en mi imaginación, a una barbería de un pueblo de campo?), oyendo unos ruidos como de taburetes rodando por los suelos, en ese espacio que se había abierto cuando el Presidente del Tribunal invitaba al público a ver la bola.

 Las viejas tías cubanas no se perdían nada de todo aquello, mientras con cuántas cubanas razones, decía el poeta de la zafra, las viejas carretas rechinaban, rechinaban.

 ¡Aquello parecía que no se iba a acabar nunca! Pues a los pocos segundos la cantaleta volvía. Volvía el niño Valdés con sus "cincuenta pesos".


 (Y aquí, para traer a Joseph Beuys, me detengo un momentico. Pues no está mal, ahora, abrir este paréntesis. Y es para traer amorosamente entre los brazos, como si fuese un bebé, a esa liebre muerta que es el Arte. Con la cantaleta de la Lotería, en que el niño Valdés repite, uno mantiene la liebre, que dijo Beuys, en los brazos. Y como un ungüento, la sombriedad de la cantaleta, mediodía tropical de los números, se extendía por todo el paisaje. Y había que verlo como un corrosivo que, mientras la liebre muerta, también se revolvía para ser recogido dentro del fieltro - ese fieltro que recomendaba Beuys -. Pues Beuys llegó a sentir que, con un sonido "que se filtra a través del fieltro", "el piano llega a ser un homogéneo depósito de sonido". Es decir vamos a estar clarosun sonido, ese sonido de la cantaleta, habría que purificarlo con el fieltro que lo cubriría todo. Estarían también encubiertas las calles de La Habana, enchumbadas de sol. Y los feos Paraderos del tren, en los feos pueblos de campo de esafea Llanura de Colón donde me tocó nacer, estaban llenos de feos billeteros, o mocos pegados a las paredes, o bancos desdentados sosteniendo nalgas de viejas desdentadas, pero también todo esto habría que soñarlo con la liebre muerta en los brazos, sucediendo bajo un happening del inevitable Beuys. ¿Se entiende lo que estoy diciendo? Me temo que no. Estoy cayendo en el autismo. Cierro el paréntesis). 
 Así que la República, con sus mocos pegados a las paredes de los Paraderos (estos mocos pegados, en una Cuba horrible, ya aparecen en la novela de Carlos Enríquez), bajo oprobioso mediodía se llenaba, todas las semanas, con el monótono canto del niño Valdés.

Aquello era para salir corriendo.

 Pero no sólo era la cantaleta del niño Valdés (¿todos los niños cantores se apellidaban Valdés. o antes había habido otros que se apellidaban Expósito?), sino que también por la radio, todos los domingos, había otra cantaleta nocturna. Por supuesto, no era entonces, otra vez, los números de la Lotería lo que se cantaba, sino que era algo tan sombrío como las letanías del niño Valdés lo que también se cantaba.

 Noche de domingo tras noche de domingo, así como mediodía de día de semana tras mediodía de día de semana.

 Noche de domingo, letanía. Habría que haber conocido a Beuys, para entonces haberse colocado a la liebre muerta sobre los brazos. Pero en aquel entonces no había nada de eso. En aquellas noches de domingo la letanía era sobre: fechorías de funcionarios, desfalcos de aduanas, corrupciones de burócratas, seguros desfondados, robos del desayuno escolar de los niños pobres, pucherazos en las elecciones, secuestro de documentos importantes, magistrados vendidos, gangsters ejerciendo como profesores, profesores convertidos en gangsters, legisladores apoderándose de los bonos de la República, hospitales sin camas, carreteras inexistentes, fondos públicos extraviados, escamoteo de pensiones de viudas, cuarteles de bomberos inexistentes, botellas a nombre de bombines ilustres, contratos remunerados de obras inexistentes, etc., etc. Todo cantado pacientemente, nocturno domingo tras nocturno domingo, no por la monótona voz del niño Valdés, sino por la voz como de pito de Eduardo Chibás, quien era el denunciador de la corrupción administrativa, y el apóstol de un lema: Vergüenza contra dinero.


 Ese fue el tono, fondo musical de mi edad de cobre. Cobre desde el pecho hasta las piernas. No lo sabía en aquel tiempo, pero ahora sí, en esta Playa Albina, después de haber experimentado durante un buen tiempo mi ceremonial con la colchoneta tirada en la tierra baldía, he podido acercarme a Beuys y, con ello, soñarme un pasado de edad de cobre en que, mientras Chibas estaba cantando los números de la corrupción, yo hubiera podido, cubierto por el fieltro, llevar en los brazos a la liebre muerta. Hubiera podido, pero por desgracia yo, entonces, no sabía nada de lo que podía ser un happening.



 El Oficio de Perder (fragmento), tomado de Diásporas, documento 6, La Habana, marzo de 2001. 

 Fotografía de Marc Ribaud.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Invocación para desorejarse




 José Lezama Lima


 Para que el sombrero pudiese penetrar en mi testa, decidieron cortarme las dos orejas. Admiré sus deseos de exquisita simetría, que hizo que desde el principio su decisión fue de cortarme las dos orejas. Me sorprendió que tan lejos como era posible de un hospital, me fueran arrancadas con un bisturí que convertía al rasgar la carne en seda.
 Una urgencia como si alguien estuviese esperando en compraventa mis dos orejas. No hubo ninguna deliberación, pero comprendí que habían decidido que no se las llevaran. En sentido inverso, teniendo una en cada mano, las frotaron una sola vez contra el mármol de la repisa. Entró la patrona cantando y oprimió un limón contra la mancha que había quedado en la repisa. Pensé que se desprendería un humo o que se avivaría la mancha. Pensé, pero, cuando me asomé cuidadosamente, todo estaba igual, salvo el gesto de la patrona de encajarse en aquella situación cantando.
 Días después vi que arrojaba las gotas de limón en la parte de la repisa que no estaba manchada. Luego, tendría que repetirse la ceremonia o mi sacrificio estaba fuera de lugar, y no era a mí a quien deberían haber arrancado las dos orejas. Sentí que era llamado para la otra ceremonia: dejarse injertar unas bolas azafranadas en el hueco dejado por las orejas. Unos mozalbetes, tal vez soldados vestidos de paisano, colocaban las borlas en unas grietas abiertas en las paredes. No sé si era un aprendizaje o un hecho que se aclararía después.
 Mientras yo esperaba la ceremonia y los soldados continuaban martillando, la patrona volvió a penetrar, ahora no cantaba, sino recogió una gran cantidad de almejas ya vaciadas que estaban por el suelo. Las hacía caer en su falda como si fueran flores. Luego, la noche anterior habían estado comiendo allí, antes de yo llegar, cuando aún tenía mis dos orejas. Me van pasando las borlas azafranadas de una a otra oreja, y la patrona me mira despacio, me recorre, me humedece.
 “Mañana, dice, volveré a recoger más almejas, traeré la canasta”. “Mire, me dijo, si puedo hacerlo, como está tendido mi delantal, tengo las uñas como comidas en una pesadilla, pero eso sí lo he dejado como la nieve”. “Todo lo que sale de esta casa, me dice con malicia, sale bien hecho”.
 Claro, mis dos orejas han sido cortadas, me cuelgan dos borlas azafranadas, y cuando me asomo veo un delantal inmensamente blanco, no se mueve, y por la tarde guardo caparazones vacíos de almejas. Otro delantal, otro delantal, delantales, otro delantal, otro delantal.