Lorenzo García Vega
Canturreo, era una letanía. Se cantaba un número, y la letanía de un niño
respondía: cincuenta pesos (¿eran cincuenta pesos? Ya no recuerdo bien).
Letanía de un niño con una voz fría
(¿voz como de bombillo que iluminara poca cosa?), neutra, insoportable. Voz que
como que se caía, voz para tirarse uno en el suelo.
1459: cincuenta pesos. 2315: cincuenta
pesos. Contestaba y volvía a contestar el niño. Era insufrible cantaleta,
sombría cantaleta, en pleno mediodía tropical.
Repetía y repetía.
Cincuenta pesos, cincuenta pesos,
cincuenta pesos, cincuenta pesos... Había que oír, cuando en medio de todo
aquello, el padre de la Calzada de Jesús del Monte decía: La República.
Voz neutra, sonsonete oxidado. Voz
de niño de la Beneficencia.
La Beneficencia, a cargo de unas
monjitas, estaba en la calle Belascoaín. La Beneficencia, y por supuesto un
torno. Un torno donde, en Palíndromo en otra cerradura (Homenaje a
Duchamp), municionado con un labio amarillo, coloqué a mi amigo Carlos Eme. Ese
era el lugar donde estaban los huérfanos, y a todos los huérfanos los
apellidaban Valdés. Y por eso a Plácido, el poeta hijo de barbero y bailarina,
a quien dejaron allí, se llamó Gabriel de la Concepción Valdés.
Y aquello era del carajo. Y en Cuba
todo era del carajo. Mediodías, con calor sofocante.
¡Bastante sombrío todo, pese al
relajo de la luz! A uno de aquellos huérfanos niños Valdés lo llevaban, todas
las semanas, a cantar los números de la Lotería.
Había un manubrio, y le daban al
manubrio. Salía una bola, decían el número de la bola, y entonces el lamentable
niño Valdés, con su oxidada voz lamentable, tenía que repetir: cincuenta
pesos, cincuenta pesos, cincuenta... Había que oír cuando...
Por todas partes. Uno oía aquello
por todas partes. "Como quiera que te pongas tienes que llorar", se
decía en Cuba.
No había quién se zafara de aquello.
Uno estaba en su cuarto, leyendo a
Marcel Proust, pero desde la casa de al lado, o desde una azotea, o desde
cualquier parte de aquel infierno caluroso, venía la voz oxidada del niño
Valdés.
A veces, por un segundo, se hacía el
silencio. Uno leyendo a Proust, pero uno oía aquel jodido silencio. Por todas
partes.
Era un segundo.
Entonces un bombín, funcionario de
la Lotería, rodeado de otros bombines, funcionarios de otras respetables
instituciones de la República (a quienes les pagaban unos pesos por asistir a
la función), tales como la Sociedad Económica de Amigos del País, de repente,
entre la expectativa y el silencio, decía: 4202, premiado en cien mil pesos. El
Presidente del Tribunal invita a ver la bola (pero, aunque invitaba a ver la
bola, todos se sospechaban que la Lotería, como casi todas las instituciones de
la República, funcionaba bajo el fraude).
Había viejas tías, pegadas a la
radio. Tías oyendo unas como expectativas sonoras (¿por qué esas expectativas
sonoras quedan vinculadas, en mi imaginación, a una barbería de un pueblo de
campo?), oyendo unos ruidos como de taburetes rodando por los suelos, en ese
espacio que se había abierto cuando el Presidente del Tribunal invitaba al
público a ver la bola.
Las viejas tías cubanas no se
perdían nada de todo aquello, mientras con cuántas cubanas razones, decía el
poeta de la zafra, las viejas carretas rechinaban, rechinaban.
¡Aquello parecía que no se iba a
acabar nunca! Pues a los pocos segundos la cantaleta volvía. Volvía el niño
Valdés con sus "cincuenta pesos".
(Y aquí, para traer a Joseph
Beuys, me detengo un momentico. Pues no está mal, ahora, abrir este
paréntesis. Y es para traer amorosamente entre los brazos, como si fuese un
bebé, a esa liebre muerta que es el Arte. Con la cantaleta de la Lotería, en
que el niño Valdés repite, uno mantiene la liebre, que dijo Beuys, en
los brazos. Y como un ungüento, la sombriedad de la cantaleta, mediodía
tropical de los números, se extendía por todo el paisaje. Y había que
verlo como un corrosivo que, mientras la liebre muerta, también se revolvía
para ser recogido dentro del fieltro - ese fieltro que recomendaba Beuys
-. Pues Beuys llegó a sentir que, con un sonido "que se filtra a
través del fieltro", "el piano llega a ser un homogéneo
depósito de sonido". Es decir —vamos a estar claros— un
sonido, ese sonido de la cantaleta, habría que purificarlo con el
fieltro que lo cubriría todo. Estarían también encubiertas las
calles de La Habana, enchumbadas de sol. Y los feos Paraderos del tren, en los
feos pueblos de campo de esafea Llanura de Colón donde me tocó nacer, estaban
llenos de feos billeteros, o mocos pegados a las paredes, o bancos
desdentados sosteniendo nalgas de viejas desdentadas, pero también todo
esto habría que soñarlo con la liebre muerta en los brazos, sucediendo
bajo un happening del inevitable Beuys. ¿Se entiende lo que estoy diciendo?
Me temo que no. Estoy cayendo en el autismo. Cierro el paréntesis).
Así que la República, con sus mocos
pegados a las paredes de los Paraderos (estos mocos pegados, en una Cuba
horrible, ya aparecen en la novela de Carlos Enríquez), bajo oprobioso mediodía
se llenaba, todas las semanas, con el monótono canto del niño Valdés.
Aquello era para salir corriendo.
Pero no sólo era la cantaleta del
niño Valdés (¿todos los niños cantores se apellidaban Valdés. o antes había
habido otros que se apellidaban Expósito?), sino que también por la radio,
todos los domingos, había otra cantaleta nocturna. Por supuesto, no era
entonces, otra vez, los números de la Lotería lo que se cantaba, sino que era
algo tan sombrío como las letanías del niño Valdés lo que también se cantaba.
Noche de domingo tras noche de
domingo, así como mediodía de día de semana tras mediodía de día de semana.
Noche de domingo, letanía. Habría
que haber conocido a Beuys, para entonces haberse colocado a la liebre muerta
sobre los brazos. Pero en aquel entonces no había nada de eso. En aquellas
noches de domingo la letanía era sobre: fechorías de funcionarios, desfalcos de
aduanas, corrupciones de burócratas, seguros desfondados, robos del desayuno
escolar de los niños pobres, pucherazos en las elecciones, secuestro de
documentos importantes, magistrados vendidos, gangsters ejerciendo como
profesores, profesores convertidos en gangsters, legisladores apoderándose de
los bonos de la República, hospitales sin camas, carreteras inexistentes,
fondos públicos extraviados, escamoteo de pensiones de viudas, cuarteles de
bomberos inexistentes, botellas a nombre de bombines ilustres, contratos
remunerados de obras inexistentes, etc., etc. Todo cantado pacientemente,
nocturno domingo tras nocturno domingo, no por la monótona voz del niño Valdés,
sino por la voz como de pito de Eduardo Chibás, quien era el denunciador de la
corrupción administrativa, y el apóstol de un lema: Vergüenza contra dinero.
Ese fue el tono, fondo musical de mi
edad de cobre. Cobre desde el pecho hasta las piernas. No lo sabía en aquel
tiempo, pero ahora sí, en esta Playa Albina, después de haber experimentado
durante un buen tiempo mi ceremonial con la colchoneta tirada en la tierra
baldía, he podido acercarme a Beuys y, con ello, soñarme un pasado de edad de
cobre en que, mientras Chibas estaba cantando los números de la corrupción, yo
hubiera podido, cubierto por el fieltro, llevar en los brazos a la liebre
muerta. Hubiera podido, pero por desgracia yo, entonces, no sabía nada de lo
que podía ser un happening.
El
Oficio de Perder (fragmento), tomado de Diásporas, documento 6, La Habana, marzo
de 2001.
Fotografía de Marc Ribaud.