viernes, 30 de septiembre de 2011

Muerte de Caniquí


 Filomeno Vicunia, conocido por Caniquí, chino de color, natural de esta ciudad, a la que hacía cerca de dos años que llenaba de terror con sus robos y asesinatos, burlando con su ligereza la vigilancia de los jueces, fue muerto en la tarde del 20 del corriente en la ribera del mar, en la playa nombrada María Aguilar, a una legua de Casilda. Allí en el acto de pescar fue soprendido por un comisario de policía, acompañado de alguna tropa de la partida del teniente coronel D. Domingo Armona destinada a perseguir los malhechores en esta Isla. 

 Un mes antes había sido pregonado Caniquí como ladrón y asesino famoso, pero su presunción le hizo creer que siempre burlaría la vigilancia de las autoridades. Aumentando su osadía por momentos, se atrevió en las noches del 18 y 19 del actual a asaltar dos casas a viva fuerza, y pasarlo todo a sangre y fuego en compañía de otros forajidos que le acompañaban en sus infames expediciones.

 Sabedora de esto la autoridad del distrito, dispuso que D. Domingo Armona pasase a la playa referida, con ocho hombres de su partida y sorprender a Caniquí, y conducirle muerto o vivo a la ciudad. Habiéndole encontrado le dispararon un tiro, quedando herido de un balazo; pero todavía se arrojó al mar, sorteando la muerte por espacio de cerca de dos horas, ya huyendo a nado, ya sumergiéndose para escapar del peligro, y negándose siempre a las intimaciones de que se entregase a la justicia. Al fin salieron vanos todos sus intentos, pues perseguido por una canoa, pagó la pena debida a sus delitos, que tarde o temprano debía sufrir en un patíbulo.

 Conducido su cadáver a esta ciudad, fue expuesto al público en la plaza de Paula, concurriendo gran número de gentes, ansiosas de conocer al terrible perturbador del reposo y tranquilidad de este vecindario.

 Trinidad (Isla de Cuba) 23 de Abril de 1834. Correo.
 Gaceta de Madrid, Ministerio de Gobernación, 1834, vol 2, p. 866.


martes, 27 de septiembre de 2011

Matasiete




 Francisco Calcagno


 Digamos ahora dos palabras acerca del pillastre que había de emplear el Marqués para llevar a cabo el secuestro de la niña, porque nunca hizo el de Baños un rapto por sí y ante sí. Con la misma flema con que un señor feudal de la época decía: —«Un boca abajo al negro tal que no se hincó para pedirme la bendición», así solía el altivo Baños de Jamainitas decir:— «Que me la  lleven a tal punto para tal día».
 Y para estos casos no había otro como el Matasiete: el cual nos proporcionará ocasión de describir un tipo excepcional de la Habana de ayer, tipo felizmente desaparecido con la extinción de la esclavitud.
 Matasiete era un mulato que no había matado a siete ni a uno, sino a tres; y sin embargo el apodo se le había adherido de tal modo, que ya nadie sabía su verdadero nombre. «El llamado Matasiete», decían los partes de policía, cuando se le citaba o se le buscaba para tenerlo en seguro, porque su libertad era perjudicial al bien ajeno.
 Amigo de Lazo y de cuantos pillos infestaban a Cuba en esa época, su pésima fama no impedía que con plena seguridad se mostrara por las calles, fingiendo algunos ocupación lícita y recomendable, y espantando a todos con su repelente fealdad. Porque era realmente feo: una nariz que no era nariz, una cara intencionalmente desfigurada, llena de ronchas y costurones, pómulos salientes, ojos saltones, cuyo albo glóbulo brillaba siniestro y feroz sobre su cutis bronceado, voz aguardentosa, mirada de Iscariote, todo en él era soez y repulsivo.
 Tejido de misteriosos crímenes constituía la ignorada historia de su vida; pero el misterio mayor que encerraba, era que estaba muerto desde bacía más de un año. Muerto, completamente muerto! así lo había testificado el perseguidor de facinerosos Bonaparte Tondá, que mucho se había afanado en pos de él; así también lo declaró la policía, después de examinar su cadáver encontrado en el denso manigual que cubría lo que fué después Campo de Marte. Es verdad que el cadáver apareció desposeído de la cabeza; pero era la estatura y la ropa del mulato Gamboa, con una carta de su amo D. Jacinto Gamboa, un chaleco del mismo, la tabaquera de carey con filetes dorados, la sortija que el esclavo le había robado; y por último el mismo D. Jacinto, dejando un momento su tienda de paños de la Plaza Vieja, había ido a identificar el cuerpo y reconocer la ropa y las prendas, y entre éstas había encontrado un retrato de su mujer, que le fue entregado. D. Jacinto, pues, certificó lo que ya todos sabían, y dio las gracias a Dios porque al fin había sucumbido, aquel diabólico esclavo, aquel escapado de las uñas de Lucifer, su perenne pesadilla, que después de robarle lo había amenazado de muerte y tenido en constante alarma.

 Fue el caso que el mulato Gamboa, como calesero de su amo don Jacinto, usaba patilla y bigote, lo cual sólo al calesero, con otros privilegios, era tolerado. Pero un día por una perrada del engreido siervo, el amo le cruzó la cara de un latigazo, dispuso su conducción al ingenio y pronunció un úkase contra aquella patilla y bigote.

 ¡Privarse de ese distintivo! ¡ir al ingenio! el esclavo sabía bien lo que eso significaba, y optó por la fuga con su patilla y bigote, y con ambos escapó y con ambos se metió a pillo, viviendo del robo y la rapiña, y adoptando, por último, el oficio de sicario, tan cómodo y lucrativo como lo era en la Italia de la misma época.

 Su primer acto de hurto fue contra su propio ex-amo D. Jacinto, y su primer heroicidad de puñal, del rico puñal que había robado a su amo, fue en la persona del comisario Capote, que lo fastidiaba con su insidiosa persecución.

 Por entonces supo que había un marquesito de Baños que abrigaba y favorecía picaros, y se presentó pidiendo empleo y relatando sus méritos. El marqués le dijo:

 —Te persiguen y te conocen: muérete y ven después a verme.

 Y el mulato en efecto se murió del modo inmundo que ya el lector sospecha.

 Una noche huyendo por alguna de sus fechorías, se ocultó en el maniguazo que cubría el después Campo de Marte: es una oscura y terrible noche de aquella época, en que ni aun en la vieja ciudad intramuros los escasos faroles con luz de aceite bastaban al alumbrado público. Todavía el Mentidero, plaza o espacio yermo donde doce años después hizo Tacón el mercado de su nombre, era el paseo de la tarde; pero los paseantes se retiraban temprano por temor a los ladrones y perros jíbaros que atacaban a los rezagados.

 En ese maniguazo o maleza y en esa temerosa noche un hombre está ocupado en una obra inmunda, en cortar la cabeza a un cadáver que ha encontrado. El muerto es un mulato, es de su estatura ¡qué feliz hallazgo! ¡Con qué afán y con qué tranquilidad de conciencia prosigue su repugnante tarea! En ocasiones le parece oír ruido, corre a atisbar un momento: a la orilla de las zarzas se ve asomar una espantada cabeza; atisba, husmea, se persuade que nadie viene, y vuelve a continuar su monstruosa obra.

 El no ha matado a aquel hombre; lo ha hallado muerto por otro; no aumentaba pues ningún crimen a sus crímenes anteriores. El dueño de aquella cabeza que él necesitaba habría muerto en desafío al puñal, o sido víctima de una venganza, ¿qué importaba?, siempre servía para reemplazar a Gamboa. Consumado al fin el cínico sacrilegio, viste el tronco con sus ropas, coloca en los bolsillos una carta, una tabaquera, un retrato de mujer, prendas todas reconocibles, y parte llevando la cabeza, contento de su estratagema, seguro de dar fin a la persecución contra el esclavo prófugo Gamboa, y con la conciencia de quien no hacía más que utilizar un crimen de otro.

 Al día siguiente con el descubrimiento del mutilado cadáver, la policía quedó tranquila, el mercader también, la sociedad ídem. Nadie se ocupó ya del temible asesino; a su vez muerto, se creyó, por algún vengativo familiar del interfecto comisario Capote. Todos aplaudieron y hubieran recompensado al matador, aunque nadie se explicaba que objeto pudiera tener la decapitación y ocultación de la cabeza.

 Y en realidad el esclavo asesino había desaparecido, pues esta vez hizo al fin el sacrificio de su patilla y bigotes, y de su nariz y de toda su apariencia personal; y así, en vez del sicario Gamboa, del antiguo esclavo de D. Jacinto, surgió un deforme monstruo, capaz de hacer correr de puro miedo a los chicos que lo miraran.

 ¿Qué se hizo de aquella cabeza? No hace muchos años al abrirse  cimientos en un solar yermo del barrio del Pilar se encontró un cráneo, de cuya procedencia nadie supo dar cuenta.

 -Fue uno que se cortó la cabeza y la echó en ese hoyo; dijo un gracioso con alusión a cierto esqueleto, encontrado poco antes en una letrina y atribuido a suicidio.

 El ex-Gamboa volvió luego al marqués de Baños, el cual le dió un nombre, pero su figura le dio otro, le dio el de Matasiete: el cual Matasiete no conservaba de su antiguo ser más que el odio secreto a su ex-amo y su rencor patente a todo lo que fuera orden. Después de la obra inmunda de su propia muerte, renovó su juramento de venganza: su ex-amo había de morir de su mano y mediante el mismo puñal que le había pertenecido, y él al matarlo le diría: —Yo soy Gamboa, el calesero.


 Las Lazo, La Habana, Imprenta El Aerolito, 1893, pp. 33-42. 

lunes, 26 de septiembre de 2011

In terrorem




 Charles Augustus Murray

 Tacón cambió el estado de las cosas, sin hacer distinción de rangos o categorías, pues empezó por meter en la cárcel a uno de sus principales oficiales acusado de peculado, procedió a desterrar a los tahúres e hizo una limpieza completa de las bandas de rufianes, tanto en la ciudad como en el campo. Estableció estricto sistema de policía, así civil como militar, prohibiendo el uso de pistolas, estiletes y puñales, y durante mi estancia era tan segura cualquier parte de La Habana como el paseo de St. James a las diez de la noche (...)
 Por esta época, el sistema policiaco introducido por Tacón era tan efectivo, que de rareza se oía hablar de un robo. Sin embargo, últimamente, en pleno día se había cometido uno, por un negro ayudado por un mulato, y los culpables habían sido detenidos. El negro había sido condenado a muerte, no así el mulato, que fue mandado a presidio por diez años y a recibir además doscientos azotes.
 La sentencia fue cumplida un poco después de la siguiente manera: el negro fue llevado al cadalso al amanecer y sentado en una especie de sillón, con sus manos y pies fuertemente atados; un sacerdote lo ayudaba en sus últimos momentos y tan pronto como los últimos auxilios le fueron suministrados, se le dio vuelta al torniquete de una especie de collar de hierro que tenía al cuello, y un minuto después el culpable había cesado de existir.
 Este aparato es denominado por los españoles “Garrote” y posee inmensa fuerza y efectividad; pienso que es uno de los mejores medios de aplicar la pena capital, ya que no se acompaña de efusión de sangre como el hacha y está lejos de la posibilidad de los sufrimientos prolongados tan bien conocidos de los que han presenciado los ahorcamientos.
 Después de su muerte, el cuerpo del criminal permaneció allí hasta las dos o tres de la tarde, in terrorem, cuando el cadáver fue reclamado y sepultado por monjes a quien parece corresponde este deber.
 El mulato, fue paseado atado de espaldas en una mula por todas las calles (también in terrorem) y recibió sus doscientos azotes a diferentes intervalos, una cantidad de ellos en cada lugar señalado. Lo vi en el curso de su marcha y aunque de color muy oscuro, sus labios lucían de color pálido azulado por el miedo y la vergüenza. Creo que este castigo y más aún la manera de infligirlo, está muy bien calculado para producir su efecto en una población tal como la Habana...

 Fragmento de “Vista a Cuba en 1836 por Sir Charles Augustus Murray”, Orígenes, no 21, Primavera de 1849, pp. 150-154.   
 
   Nota biográfica del traductor Rodolfo Tro.  

  Sir. Charles Augustus Murray (1806-1895). Diplomático y Autor, era el segundo hijo de George Murray, quinto Conde de Dunmore y de Lady Susan Hamilton, hija de Archibald, noveno Duque de Hamilton, nació el 22 de noviembre de 1806. Se educó en los colegios de Eton y Oriel en Oxford. Fue elegido para una beca en el Colegio All Souls en 1827, donde se graduó de Maestro en Artes en 1832.  Mientras era estudiante, Murray tuvo como tutor, al más tarde Cardenal Newman. "Nunca me inspiró, escribió Murray, mucho interés y ni siquiera respeto, sino al contrario, más bien nos disgustaba y desconfiábamos de él".   El mejor amigo de Murray de sus tiempos de estudiante fue Sidney Herbert, más tarde Barón de Herbert de Lea, pero fue en compañía de Lord Edward Thynne, hijo del segundo Marqués de Bath, que Murray, gran atleta, realizó su más famosa prueba de resistencia. Habiendo sido encerrado por una pequeña falta, hizo una apuesta de que montaría a caballo hasta Londres, que estaba a sesenta millas y regresaría en sólo un día. Saliendo de Oxford un poco después de las ocho de la mañana, Murray y Tynne cabalgaron hasta Londres, cambiaron de ropa, dieron una vuelta por el Parque, comieron en el Club, vieron el primer acto de un drama y estuvieron de vuelta a la entrada de Oriel, tres minutos antes de medianoche. Habían cambiado de caballos en Henley y Maiden Hread. 
  Mientras viajaba por Alemania en 1830 se hizo amigo de Goethe, en aquel entonces Ministro del Gran ducado de Weimar. En 1834 salió para América, viaje que debido a varias tempestades y varias calmas, duró catorce semanas y dos días. Al año siguiente Murray se unió a una tribu de Pawnees y permaneció tres meses en los desiertos, corriendo gran múmero de aventuras y peligros que después describió en sus Viajes en North America, publicado en Londres en 1839 y que llegó a su tercera edición, ya que esta obra retiene considerable interés por sus gráficas y minuciosas descripciones de pueblos y escenas que han tenido un rápido camino. De este libro traducimos sus impresiones de Cuba, que como podrá verse son muy interesantes y agradables.
 Durante su estancia en América, Murray se enamoró de Elisa, hija de James Wadsworth, un opulento caballero que vivía en las cercanías de Niágara, pero quien no aprobó el noviazgo... Catorce años después, en 1849, mister Wadsworth murió y Murray se casó con Elisa en 1850. Habiendo sido su única comunicación por medio de la novela El Pájaro de la Pradera escrita por Murray en la que dejó constancia de su amor inalterable.
 En 1838 Murray fue nombrado para un cargo en la Corte de la Reina Victoria y pocos meses después Mayordomo Real, cargo que tuvo hasta 1844, cuando entró en el servicio diplomático como secretario de la Legación de Nápoles. En 1846 fue nombrado Cónsul General en Egipto durante el reinado del famoso Mohadem. Allí permaneció hasta 1853, cuando fue nombrado Ministro en Berna. Su esposa murió en 1851 al dar luz un hijo. Sus conecciones con Egipto fueron beneficiosas para el público inglés por su éxito en asegurar para el Parque Zoológico el primer hipopótamo que llegó a Inglaterra.
 En 1854, Murray fue seleccionado como Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario en la Corte del Rey de Persia, lo que se convirtió en una misión infortunada, ya que el Shah estaba bajo el control de su Gran Visir, intrigante sin escrúpulos y el cual sospechando que Murray interfería en su ascendencia con el soberano, le hizo acusaciones que hicieron necesaria su retirada de Teherán para Bagdad. En 1856 se envió un ultimátum al gobierno persa, exigiendo la retirada de las tropas persas de Herat y demandando explicaciones por las imputaciones ofensivas al honor del Ministro de Su Majestad y no habiéndose recibido respuesta, Inglaterra declaró la guerra en noviembre 1 de 1856.   Bushire fue bombardeado y tomado por el General Stalker en diciembre 17 y el General Dutram derrotó al ejército persa en Kooshab en febrero 8 de 1857 y en Mohamerah en marzo 24, por lo que se firmó la paz en Bagdad el día 2 de mayo. La culpa de las hostilidades fue injustamente imputada a Murray en el Parlamento y en el Times, pero tanto Lord Clarendon como Lord Palmerston lo defendieron vigorosamente en ambas cámaras. Después de la victoria volvió a hacerse cargo de sus deberes en la Corte persa. Murray, a su vez, atribuyó su poco éxito con el gobierno del Shah a la nueva política iniciada por el Gabinete Británico, por la cual se prohibían hacer presentes, costumbre inmemorial en la Diplomacia oriental... 
   

 En 1859 la Misión Persa fue trasladada para la Oficina India y Murray prefiriendo servir bajo el Ministerio de Estado, fue nombrado Ministro en la Corte de Sajonia. En noviembre 1 de 1862 se casó con Edythe Fitzpatrick, hija del primer Barón de Castletown y en 1866 recibió el rango de Caballero de la Orden del Baño, fue nombrado Ministro en Copenhagen, pero siendo el clima demasiado severo para su esposa, pidió y obtuvo la Legación  Británica en Lisboa, cargo que conservó hasta su retiro en 1874. 
 Sus restantes años los empleó en placeres culturales, sus encantadoras maneras, sus variados y múltiples recuerdos unidos a una apariencia hermosa lo hicieron una muy conocida figura de la sociedad, pero él siempre prefirió la amistad con literatos, con los cuales mantuvo una constante comunicación, tanto personal como epistolar. Durante sus últimos años residió en la Granja Old Windsor, pasando el invierno en París. Murió el día 3 de junio de 1895, existiendo un retrato suyo en la Granja en Old Windsor. Sus dotes intelectuales y versatilidad singular eran de tal naturaleza, que hubiera podido alcanzar su más alto sitial en la posteridad si las...

domingo, 25 de septiembre de 2011

El día señalado





 En las calles de La Habana ocurren varios asesinatos cada semana; pero uno no se enterará de esto por los periódicos, ni por los propios españoles, ya que tanto el gobierno como los particulares están ansiosos de ocultar a los extranjeros el reprochable estado de la ciudad. Cuando el cadáver de un extranjero, o persona de bajo rango es hallado, se le tiende sobre el pavimento enfrente a la prisión, y se le deja allí hasta que es reconocido o reclamado por parientes o conocidos; y, por lo tanto, sólo aquellos que tienen que pasar por el lugar de exposición temprano en la mañana, saben cuán a menudo se comete un asesinato.
 A pesar de todo esto, rara vez ocurren en La Habana ejecuciones públicas. La negligencia de la policía permite que cuatro de cada cinco ofensores escapen a la detención; mientras muchos de los que aprehendidos y condenados a muerte se las ingenian para evadir el castigo de la ley. El clero es igualmente poderoso y corrompido y ningún hombre tiene que subir al cadalso en La Habana, cualquiera que sea su crimen, si tiene los medios para satisfacer la rapacidad de la iglesia y sobornar a las autoridades civiles. Un criminal pobre y sin amigos es ejecutado pocos días después de que ha sido dictada su sentencia; pero una persona rica e influyente generalmente se las arregla para posponer la pena capital por una serie de años, y al fin lograr que se le conmute por una multa o la prisión.
 Tuve ocasión de conocer tres instancias de este tipo mientras estuve en Cuba. En un caso, dos muchachas, que fueron halladas culpables de haber asesinado a su madre, bajo circunstancias de la más profunda atrocidad, fueron condenadas a muerte. Su crimen excitó la indignación pública en un alto grado, y nadie pensó que tuvieran derecho a la más mínima misericordia o indulgencia. El populacho esperaba ansiosamente el día señalado para la ejecución, pero cuando este llegó las criminales no fueron presentadas. Pronto se anunció otro día, el cual, sin embargo, también pasó sin que con él llegara el castigo. Después de esto, las dos matricidas y la lenidad mostrada hacia ellas, gradualmente dejaron de interesar a la opinión pública, y al final, se declaró que infortunadamente habían escapado de la prisión y abandonado la Isla. Pero al cabo del tiempo salió a la luz que un tío rico, por medio de donativos a la iglesia, había logrado diferir dos veces la ejecución de sus sobrinas y, finalmente, que las autoridades civiles en privado les facilitaran los medios de escapar a la Florida.
 Hace algunos años, un español que vivía en los suburbios de La Habana descubrió que su esposa sostenía una correspondencia criminal con su confesor. Obcecado por los celos contrató un negro para asesinar al sacerdote. Cuando el asesino hubo cumplido su propósito, se fue a la casa de su empleador a altas horas de la noche y le dijo lo que había hecho, y demandó la compensación prometida; pero el español o no quiso o no pudo dársela y se intercambiaron algunas palabras gruesas, las que habiendo sido oídas por los vecinos, descubrieron todo el asunto. El español fue detenido, juzgado, encontrado culpable, condenado a muerte. Sin embargo, por medio del soborno, logró dilatar su ejecución por más de dos años. Habiéndose agotado sus fondos, la cruz negra y las linternas, la aparición de las cuales anuncia en La Habana que sólo quedan al criminal dos días de vida, fueron exhibidas ante las ventanas de la prisión. Pero a la mañana siguiente, para asombro de todos, fueron súbitamente retiradas; porque el desgraciado matador había, en un esfuerzo desesperado, logrado reunir la pequeña suma de dinero, y había comprado con ella un respiro de unas pocas semanas. Al expirar este lapso, fue llevado al cadalso y ejecutado. 


 John Howinson, Esq. Foreign Scenes and Travelling Recreations, págs. 128, 133 y 146. (Traducción Gustavo Eguren, La Fidelísima Habana, pp. 224-25). 

sábado, 24 de septiembre de 2011

Asesinaba con gusto




 Antes de la llegada del gobernador actual, Don José Cienfuegos, se cometían muchos asesinatos en la Habana. Es cierto que no todas las cruces pintadas o de madera que se ven en las paredes de las casas indican que en ese lugar un hombre haya derramado la sangre de otro. La mayor parte de estas cruces han sido colocadas por devoción, y tal vez para preservar el lugar que ellas decoran de los accidentes horrendos que recuerdan otras cruces. Si se hubiese colocado una por cada asesinato cometido de día y de noche en las calles de La Habana, habría que abrirse paso en medio de cruces contiguas, a excepción de ciertas calles donde, algunas paredes tendrían el privilegio de tenerlas colocadas unas sobre otras.
 En la plaza de los Agustinos, frente a la iglesia, se encuentra una pequeña capilla de Nuestro Señor de la Buena Muerte, decorada con todos los accesorios lúgubres que haya podido imaginar un pintor católico y español. Se han dado tal vez más de cien puñaladas delante de esta capilla de la Buena Muerte. Yo no podría pasar por allí sin sobresaltarme.
 Se ha observado en las colonias españolas que los asesinatos se han hecho más comunes a medida que han sido más frecuentadas por los andaluces.
 Además de los motivos del robo, los celos, el rigor de los procesos y las denegaciones de justicia son las causas principales de estos homicidios, no siempre ejecutados por la mano del ofendido o que se tiene por tal, pues existen asesinos asalariados.
 El 19 de abril de 1816 fue ejecutado José Florentino Ibarra, mulato, que había dado muerte a diecisiete personas.
 Los españoles me dijeron que asesinaba con gusto. Se dice que su padrino, oficial superior de la marina, lo había salvado en varias ocasiones de ir a prisión y de la pena capital. Todavía puede verse su mano derecha clavada en un poste frente al Arsenal. 
 No es extrañar que el honesto y valiente Cienfuegos haya llegado a temer a los salteadores que pululan en la Habana y la han convertido en un sitio peligroso después de la puesta del sol. La vida de este buen ciudadano ha sido amenazada en muchas ocasiones. El se encuentra entre las personas que han considerado las medidas adoptadas para detener y desarmar al crimen como un atentado a la libertad, aunque es cierto que los asesinatos casi constituyen la justicia del país.

 L’ Isle de Cuba et La Havane…, par E. M. Masse, París, 1825 (traducción Gustavo Eguren, en La Fidelísima Habana, pp. 212-213).

 Nota...

 José Florentino Ibarra nació alrededor de 1790. Se dice que su primer crimen fue cometido por instigación de una mujer, tras lo cual se enroló en la marina con sólo 16 años. Según Etienne M. Masse, los buques La Granja y España, y el propio océano, fueron los escenarios de su furia. Y también las calles portuarias de Cádiz, donde, en 1808, participa en un motín contra los franceses, alentando a las masas en contra del gobernador local, Francisco Solano (marqués del Socorro y la Solana), acusado de traición por el populacho y a quien Ibarra asestó varias puñaladas después que este había sido capturado. Hirió de muerte, también, al comandante de la bahía José Heredia, cuyo cadáver fue arrastrado por la multitud con una soga al cuello. 
 En La Habana, José Florentino Ibarra asesinó a otras personas, entre ellas a un alcalde de barrio, por lo que debió cumplir condena en el castillo de Atarés hasta su ejecución, en la horca, el 19 de abril de 1816. 


 Pedro Marqués de Armas

viernes, 23 de septiembre de 2011

Alias Benjamín de las Flores



  
 Número 411

 Don D. Jacinto Valdés (a) Benjamín de las Flores, natural de La Habana, soltero, de 38 años, tabaquero, hijo de la Casa de Maternidad.
 En 15 de octubre de 1880 lo detuvo Trujillo y sujetó a expediente por exigencias de dinero a varias personas, insultos al Dr. D. Felipe Rodríguez por no dejarse explotar y por varias estafas cometidas en Matanzas, según lo publicaba una gacetilla o suelto del periódico El Triunfo de 1º del mismo mes. Lo remitió a la Jefatura de Policía y de aquí pasó a la cárcel, trasladándosele en 7 de diciembre a la Real Cárcel de Matanzas.
 Posteriormente lo volvió a remitir Trujillo en agosto y septiembre de 1881 por heridas y amenazas graves.
 Anterior a esas detenciones sufrió otras siete prisiones por pendenciero, faltas a un sereno, adulterio, faltas a una pareja de Orden Público, insultos a particulares y portación de un cuchillo.
 Fue uno de los que componían la compañía de bufos del teatro Villanueva, cuando ocurrieron los lamentables sucesos que dieron lugar al cierre de aquel establecimiento y otras desgracias que aún se lamentan.

 José Trujillo y Monagas: Los criminales de Cuba, La Habana, 1882, Editor Fidel Giró. 


jueves, 22 de septiembre de 2011

José Martí: un reguero de sesos






El enemigo brutal
Nos pone fuego a la casa:
El sable la calle arrasa,
A la luna tropical.

Pocos salieron ilesos
Del sable del español:
La calle, al salir el sol,
Era un reguero de sesos.

Pasa, entre balas, un coche:
Entran, llorando, a una muerta:
Llama una mano a la puerta
En lo negro de la noche.

No hay bala que no taladre
El portón: y la mujer
Que llama, me ha dado el ser:
Me viene a buscar mi madre.

A la boca de la muerte,
Los valientes habaneros
Se quitaron los sombreros
Ante la matrona fuerte.

Y después que nos besamos
Como dos locos, me dijo:
“¡Vamos pronto, vamos, hijo:
La niña está sola: vamos!”



Versos Sencillos, XXVII