domingo, 15 de octubre de 2017

Aguas aéreas. Lezama Lima y el agua de Garcilaso


 David Huerta

 Garcilaso de la Vega, poeta toledano de la primera mitad del siglo XVI, y José Lezama Lima, poeta habanero de la segunda mitad del siglo XX, entrecruzaron sus “potencias unitivas” en un texto visionario de los años treinta. Ahí podemos verlos ahora, acompañándose para siempre en el centro cardinal de una pasión avasalladora: la poesía. El texto de esa cita, de ese acompañamiento toledano-habanero, fue escrito por Lezama, lo cual no resulta sorprendente en modo alguno; como si fuera esto un prólogo de Borges, deberemos decir lo siguiente: para no cometer un culpable anacronismo —pues a la larga sería descubierto—, Garcilaso tuvo la prudencia de no escribir nunca sobre Lezama. O quizá sí lo hizo, cuando mandó saludar a una de las encarnaciones o avatares renacentistas del Lince de Trocadero —ese es uno de los nombres de Lezama Lima— en una famosa epístola en verso blanco dirigida a su compadre y compañero en la corte del emperador, el caballero barcelonés Juan Boscán:

 A mi señor Durall estrechamente
 abrazá de mi parte, si pudierdes…

 Durall-Lezama era maestro en Barcelona y su obesidad era proverbialmente célebre; de ahí el “si pudierdes” de Garcilaso —si pudieras abrazarlo, pues resulta difícil o imposible abarcarlo en toda su corporal circunferencia—, comentario irónico y lleno de jovialidad. ¿Ofrecería el señor Durall un curso délfico a la juventud literaria de Barcelona? Pero eso ocurría en la Europa de Carlos V.
 En el siglo XX, en La Habana, un joven poeta y abogado de veintiséis años exploraba el agua de los mitos y, entre una miríada de imágenes, el espejo de Narciso, en primerísimo lugar. Lezama había descubierto, en Ovidio, pero también más allá del Libro de las Transformaciones, como en una fulguración, el tiempo dorado y vertical desplazándose en hilos divinos, el río egipcio y la figura de Dánae; serían los elementos para el inicio de su prodigioso poema Muerte de Narciso, publicado en 1937; en ese mismo año se encontraría con Garcilaso para descifrar el secreto del toledano en las páginas de un ensayo juvenil no menos prodigioso: "El secreto de Garcilaso", desde mi punto de vista tan importante como los dedicados a Góngora y a las eras imaginarias. Con esas páginas se abre la primera edición de Analecta del reloj, libro de 1953. Este ensayo seminal apareció por primera vez en el número 1 de la revista Verbum, de junio de 1937, con una nota al pie donde puede leerse lo siguiente: “Conferencia leída en el Círculo de amigos de la cultura francesa, la tarde del 2 de Enero de 1937”.



 El poeta cubano había sentido la necesidad imperiosa de interrogar la gracia garcilasiana pues en ella, en sus cifras, en sus sentidos y en sus cadencias, estaba en germen toda la poesía de los siglos de oro, de la Égloga tercera al Primero sueño, pasando por los enemigos mismos del caballero poeta, como Cristóbal de Castillejo y Gregorio Silvestre, a quienes más nos valdría no tomar muy en serio: junto a sus invectivas y “denuncias”, en octosílabos, del itálico modo, Castillejo, por ejemplo, escribe sonetos decorosos, en abierta contradicción con su supuesta militancia anti-italianizante. 
 Garcilaso es raíz y fundación, modelo de artista y dechado del hombre del Renacimiento: imposible ignorarlo; imposible, también, no amarlo como ideal de humanista-cortesano, según el canon del conde Castellón —como lo llama Tirso de Molina en El amor médico—, el extraordinario italiano Baldassare Castiglione, retratado por Rafael Sanzio y autor del tratado El cortesano, vertido a la lengua española por Juan Boscán en una versión revisada por el propio Garcilaso.
 La extraordinaria Égloga tercera de Garcilaso corresponde a su época de madurez, según todos los estudiosos; en ella está el arte del poeta en estado de plenitud, desplegado y brillante. Es un poema cuyo escenario es el río Tajo y constituye un homenaje a la ciudad de Toledo. Es un poema de ninfas fluviales, del paisaje, de amor y de mitologías. El sentido del paisaje de Garcilaso y su europeísmo son dos notas distintivas de su arte y de su personalidad cultural, moral e intelectual.
 Filódoce, Dinámene, Climene y Nise se llaman las cuatro ninfas bordadoras del Tajo. En sus telas, representan las historias trágicas de los amores de Venus y Adonis, Orfeo y Eurídice, Apolo y Dafne; la cuarta historia es la de la muerte de una doncella: con seguridad, la amada de Garcilaso, la dama portuguesa Isabel Freire. Es un poema del agua, tan a menudo re conocida por el poeta toledano en las lágrimas del amante doliente, presa del “dolorido sentir” consagrado como el sello irreductible de Garcilaso. El agua multiforme se identifica con Proteo de una manera natural. Cambia de forma y asume la forma del vaso en el cual está contenida como el durmiente adopta la forma de la pesadilla donde se atormenta y aflige. El agua es un lugar y es todos los lugares, ningún lugar: fluidez continua, se escapa y reposa al mismo tiempo. Es la cifra de la simultaneidad, de la invisibilidad, de la transparencia y del devenir, siempre trágico, siempre gozoso. El agua forma la super-metáfora del mundo natural. El agua de Garcilaso atrajo a Lezama, hombre de isla, es decir: rodeado de agua por todas partes. El agua de Garcilaso es el agua fluyente del río Tajo; el agua del Danubio durante su exilio, ordenado por su emperador; el agua del mar Mediterráneo, mar europeo, mar latino y helénico, en torno del cual libraría algunas batallas en las filas del ejército de Carlos V.
 Lezama cita tres poemas españoles alusivos a Garcilaso sin mencionar el nombre de los autores; no es difícil averiguarlos, si no los sabe ya uno ante los versos mismos: son pasajes de Rafael Alberti y de Miguel Hernández, poetas unidos por similares inclinaciones ideológicas y políticas. Pero no es eso lo interesante ni lo principal para Lezama en su búsqueda del secreto de Garcilaso; le interesa leer la imagen del toledano inscrita en la mente de esos poemas.
 Los dos poemas de Alberti corresponden a etapas muy diferentes, y aun diferenciadas, de su obra: el primero es de Marinero en tierra (1924) y el segundo de Sermones y moradas (1930); pero al margen de esas diferencias, Alberti está en un mismo lugar ante Garcilaso en las dos piezas: en los dos poemas celebra a Garcilaso como caballero y como soldado. Miguel Hernández, en cambio, se ocupa del agua de Garcilaso, tan a menudo identificada con el llanto, como en el soneto XI, de donde está tomado el epígrafe de la Égloga hernandiana.


 Lezama toma partido abiertamente por la visión garcilasiana de Miguel Hernández: mejor el agua, siempre, el agua de las formas infinitas, el agua fresca y las lágrimas y el rocío, el agua por encima de la guerra, de la política y de la cortesanía. No sería exagerado decir lo siguiente: el poeta cubano siente cierta repugnancia por los poemas de Alberti. 
  Garcilaso de la Vega y la guerra: he aquí un tema soberbio. Sí, Garcilaso era un guerrero valiente y hasta temerario; como se sabe, el poeta de Toledo murió en el sur de Francia en el asalto a una fortaleza resistente a las tropas imperiales: entró a pelear sin yelmo y sin armadura, y una pedrada feroz lo descalabró sin remedio: murió apenas unos pocos días después en Niza, en brazos de quien habría de convertirse, con el tiempo, en san Francisco de Borja, entonces duque de Gandía, buen amigo suyo en la corte del emperador. Son imborrables sus imágenes de la guerra; siempre recuerdo “el fiero Marte airado, / a muerte convertido, / de polvo y sangre y de sudor teñido” de la Canción V. Pero a Garcilaso no le gustaba la guerra. Bienvenido Morros, ejemplar editor moderno de su obra, anota sobre la guerra y el poeta:
 Garcilaso fue educado para la guerra, pero nunca llegó a entenderla, porque reconoció en ella los horrores que sólo una sensibilidad como la suya podía reconocer en una edad muy poco dada a manifestaciones en semejante sentido.
 La garcilasiana Égloga tercera está escrita en ottava rima, metro inaugurado en nuestra lengua por Boscán, quien siguió en ello los pasos del admirable cardenal Pietro Bembo. En 1937, el año de su ensayo sobre el secreto de Garcilaso, Lezama Lima escogió —o inventó, si así queremos verlo, como yo prefiero— una forma libre y expansiva de la ottava rima u octava real para componer Muerte de Narciso. En mi opinión no puede ser esto una coincidencia: el poeta cubano tenía presente a Garcilaso y en especial su égloga toledana, con las ninfas fluviales y bordadoras como protagonistas, y de este hecho se desprende la forma de su poema. Las octavas libres de Muerte de Narciso son “expansivas”, digo, pues van creciendo conforme el poema avanza, sin perder la estructura octagonal.
 El ensayo lezamiano sobre el secreto de Garcilaso es de una riqueza imposible de agotar o, siquiera, de comentar en estas notas con mínima justicia. He resistido hasta ahora la tentación de citar a Lezama. Siempre es un riesgo pues entonces, cuando aparece la escritura del Lince de Trocadero, de inmediato la propia escritura se agrisa, se empobrece. Veamos, leamos cómo habla de poesía Lezama en las páginas iniciales de “El secreto de Garcilaso”:
 Ya sabemos que la poesía no es cosa de exquisitos ni de acuario impresionista, sino de íntimo, entrañable centímetro taurobólico, de diluir lo marmóreo y objetivo para que penetre por nuestros poros, de disolver nuestro cuerpo para que llegue a ser forma.
 “Centímetro taurobólico”: he aquí a Lezama en plenitud, a los veintisiete años de edad, en la misma época de Muerte de Narciso. El taurobolio era una ceremonia de la antigüedad, ligada o perteneciente a los cultos del mitraísmo, consistente en un baño de sangre de toro recién sacrificado. Es decir, Lezama toma partido decididamente por la “poesía de la sangre”, a la manera de algunos arrebatados de nuestro tiempo y de todos los tiempos; pero él lo complica todo de inmediato. Y lo complica con el ingrediente acuático, evidente en las ex presiones “diluir lo marmóreo y objetivo”, “que penetre nuestros poros”, y sobre todo en esa disolución del cuerpo “para que llegue a ser forma”. Disolverse algo para “llegar a ser forma” es un proceso sublime en un medio acuático: sumergidos, los cuerpos se transforman.
 El baño sangriento del inmenso centímetro taurobólico se encuentra, en nuestras imaginaciones en torno de los poemas obsesionantes (Muerte de Narciso, la Égloga tercera), con el “rectángulo de agua” de la célebre definición lezamiana de la poesía (“Un caracol nocturno en un rectángulo de agua”). Lezama aprendió en las aguas fluviales y mediterráneas de Garcilaso a descifrar el secreto de la poesía. El agua predomina al final sobre la sangre: “mezcla de las impurezas del agua y del fuego”. Y Lezama escribe al final de su ensayo portentoso esta recomendación acerca de lo digno de conservación en Garcilaso; debemos quedarnos con estas formas del “agua clarísima de su amistad, de su hermosa cabeza, de su colección de vihuelas; agua clarísima y quemada también, la del dogma eterno de su muerte”.
 No el yelmo sino la cabeza. No la sangre: el agua. No la cortesanía sino la amistad. La poesía en lugar de la batalla teñida de polvo y sangre y de sudor; en vez de la batalla en tantas ocasiones tema ineludible, tema de hierro, de miles de versos de oro. Es un alegato en favor de las “potencias unitivas”: las mismas fuerzas capaces de juntar, a través de los siglos y los mares, a dos poetas geniales.


 Revista de la Universidad de México, 2011, núm. 83, pp. 93-94.

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