jueves, 17 de agosto de 2017

En la muerte de Rafael Blanco

                                                                                   (Sanguily)
 
  Rafael Suárez Solis

 ¡Y menos mal que nos acordamos de él en la hora de su muerte! Le teníamos olvidado. Hasta cuando aluna vez enviaba algo a los salones de humorista. ¿Por qué? ¿Acaso el sello de sus caricaturas había envejecido en la perseverancia de la originalidad? ¿Hubo algún otro que pudiera imitarle hasta petrificarlo en el lugar común? No sé de ninguno. Cuando se nace con el don de lo original no hay riesgo de padecer a los imitadores. Fue el propio Rafael Blanco el culpable de su ausencia en la estimación de los demás. Había caído en la trampa criolla de esa vana supervivencia que es agarrarse al clavo ardiente de la burocracia. Atrapó un sueldo discreto ¡y adiós miseria! Vivió de espaldas desde entonces a esa juventud de artista cuya biografía cabe en esta frase: “Pan para hoy; hambre para mañana”. Y así es como aquí dimiten tantos el dolor que en otras partes nutre de gloria a los pueblos. En Cuba ese sacrificio tienta menos porque la miseria no tiene compensación alguna. El dinero opaca el precio del mérito. La estimación, el respeto, la categoría se dan por añadidura. ¿Y cómo alcanzara aquí el caricaturista esos laureles? El caricaturista resulta a la postre un pesado: lo peor que se puede ser en Cuba. Es un hombre expuesto a tantas enemistades como aciertos comete con el lápiz.


 Recuerdo dos anécdotas que ponderan la agudeza de la mirada estrábica del buceador de retratos que fue Rafael Blanco. Enrique Fontanills, tan tolerante, tan comprensivo, de una benevolencia gruesa como su propia humanidad, se enfrentó un día a la caricatura que le hiciera Rafael Blanco, y la reacción del apacible cronista social fue esta frase airada: “Esto no es un retrato de amigo; es un agresión personal.” Un poco ya madura, pero todavía con su rostro de madona gitana, Pastora Imperio tomaba conmigo un día el aperitivo en el viejo café del hotel “Florida”, de la calle del Obispo. Rafael Blanco había publicado en la revista “Social”, de Massaguer, una caricatura de la insuperable bailaora.
 -Esto no se le hase a una mujé, y menos a esta mujé –me decía Pastora Imperio enarbolando como un garrote la revista enrollada.
 -Pero no me negará que como caricatura…
 -Esa manera de señalá se deja pa los políticos, que siempre están amargándole la vida a la gente. ¿Pero qué mal le hase a naiden una bailaora, que ensima no es fea d’el to?


 La casualidad hizo que en aquel momento entrase en el café Rafael Blanco a comprar cigarrillos en la vidriera del tabaco. Quise aprovechar la ocasión para que la cortesía pusiera paz entre los contrincantes, y a ver si se lograba que el verde de los ojos de la gitana volviera a ser agua de esmeralda en vez de fuego de Medusa.
 -Pastora, ¿quiere conocer personalmente al caricaturista?
 -Pa luego es tarde.
 -Puede ser ahora mismo. Es aquel que está comprando cigarrillos.
 -¿Aquella poquita cosa? …¡Pobresito! Tráigamelo, que le voy a obsequiá con pasteles rellenos de arfileres.
 Por haberse ido a tiempo, Rafael Blanco vivió hasta hoy. ¿Pero vivió como debió haber vivido?
 Esta pregunta plantea el problema de lo que ha dado en llamarse la protección oficial a los artistas. Una beca o un destino no debe ser una limosna. Apenas da para enfrentarse con lo que Macaulay llamaba la sucia tristeza de los pequeños apuros económicos. Y puesto que la limosna no da para acometer los empeños de la superación, pues ¡a vivir! Y así es como la vida modesta asegurada va enterrando poco a poco tantas posibilidades artísticas, literarias, científicas.


 Ha llegado para la gloria de Rafael Blanco la hora hipócrita de los ¡ah! y los ¡oh! necrológicos. Y hasta posiblemente la de los premios en los salones de humoristas que lleven por nombre el del original caricaturista desaparecido. Como si la originalidad de los unos sirviera de ponderación para los otros. En arte no deben haber premios que lleven el nombre de Mozart, de Lope, de Goya, de Heredia… No hay otra originalidad que pueda ser genérica, sino es la del laurel, el oro o el pergamino; símbolos a los que, para ir tirando, se les puede agregar un poco de dinero. En otras disciplinas la cosa es diferente; porque no se trata de crear, sino de superación. En Cuba hay algunos caricaturistas tan buenos como Rafael Blanco; pero no iguales. Pues la igualdad supondría parecido, imitación, copias. O desastre, ya que el idioma no permite decir desarte.  
 Rafael Blanco fue único. Afortunadamente para el arte cubano de la caricatura, uno de los únicos. Y a pesar de eso –y por lo que dicho queda- olvidado durante mucho tiempo. Casi desde su primera juventud hasta su última vejez.


 Diario de la Marina, 9 de agosto de 1955.



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