sábado, 20 de mayo de 2017

El dadaísmo y nuestra época


  
 Luis Rodríguez Embil

 En una taberna de Zurich, hacia el fin de la guerra, un grupo cosmopolita de estudiantes fundó el dadaísmo. De Zurich pasó la nueva escuela a Francia y Alemania. El nuevo movimiento llamado en Francia "Mouvement Dada", ganó adeptos casi inmediatamente. No tan sólo adeptos ganó sino público, lo cual parece acaso más inexplicable, dada la carencia absoluta —y proclamada— de sentido, de objeto, de idea del movimiento mismo. En esta carencia (que constituye, paradójicamente, por otra parte, su razón de ser), se halla también su único derecho a reclamar una originalidad cualquiera.  El dadaísmo es la negación abierta de la lógica; escuela artística, la negación del arte; método nuevo, la negación del método; procedimiento de expresión, la negación de todo procedimiento, y casi, casi de toda expresión. Es enemigo de la gramática en todas sus partes; de la puntuación misma. En manos de imbéciles es sólo un instrumento de megalomanía o de impotencia, y, por tanto, en nada interesante. Pero he aquí lo estupendo: dos autores por lo menos, que yo sepa hasta ahora, dos autores que ya han hecho algo, que poseen talento, demostrado fuera del dadaísmo, se han convertido a él, súbitamente: estos dos autores, franceses ambos y a que volveré a referirme en este apunte, son Jean Cocteau y Blaise Cendrars.
 Y sin embargo, el novísimo movimiento ha proclamado en un manifiesto publicado en su órgano, "391", (título que según declaración de Francis Picabia, uno de los jefes del dadaísmo, si puede hablarse de jefes en el dadaísmo, no significa ni puede significar cosa alguna, como tampoco la palabra Dadá, lo que sigue:
  “Dada, no quiere nada, nada, nada; hace algo para que el público diga: No comprendemos nada. Los dadaístas no son nada, y de seguro no llegarán a nada.”
 El dadaísmo, pues, no es, repitámoslo, nada en absoluto. He visto en Ginebra, y en compañía de un querido e inteligente amigo y colega, Gabriel de la Campa, una llamada exposición de cuadros dadaístas: eran, en una reducida habitación de la rue du Mont Blanc, unos cuantos marcos y, dentro de ellos, algunas líneas inconexas acribilladas de incoherentes leyendas: "Ascensión hacia Dios", "apetitos sexuales", "luciérnagas", "trombones estrepitosos", "soles"... No había pintura alguna, y las líneas trazadas no representaban, ni aun con un esfuerzo grande de la voluntad y la imaginación, ninguna cosa conocida. Era algo grotesco, vacío, alucinante tal vez un segundo, como una fantasmagoría demente, y, en seguida, cansado. Nada en efecto.
 El cuarto en que estaban expuestos los cuadros se hallaba abandonado por completo a los visitantes. Contra una puerta cerrada, desnuda de todo ornamento, había un anuncio de dos publicaciones de la escuela: "391", ya nombrado, y Proverbe. Tocamos a la puerta, presentóse un muchacho tímido; era el vendedor de las revistas. Le compramos dos ejemplares de cada una de ellas, como recuerdo. Le preguntamos:
 —Sabes tú lo que representa alguno de estos cuadros?
 —Moi? non, Monsieur.
 Reímos. Ríe él también. Reímos más, ya fuera, recorriendo las dos revistas. La mayor lleva como subtítulo las siguientes palabras que traduzco aquí literalmente: "Calendario cine del corazón abstracto". ("Calendrier cinema du coeur abstrait"). Y puede verse en su texto un dibujo (cinco líneas curvas) de F. Picabia, con este rótulo: "cinismo sin escala; un poema verde", de Pierre-Albert Birot; un artículo (el solo inteligible) de B. Ribemont- Dessaignes titulado: No, único placer. Y asimismo puede leerse en el propio número unas deliciosamente exilarantes caracterizaciones, en dos líneas, de las principales figuras del dadaísmo. Por ejemplo: "Ribemont-Dessaignes: demasiado bien educado"; "Reverdy: me produce la impresión de ser un director de cárcel"; esta sobre todo: "Léger: normando; declara que es preciso tener siempre un pie dentro de la…  "Agregaré, en honor de la exactitud, que la palabra del famoso Mariscal de Napoleón se encuentra escrita, en la revista, con todas sus letras.


 No he oído ni leído, en relación con el movimiento Dadá, sino condenaciones o risas; y en efecto, lo absurdo no puede ser sino condenado o reído. Reír, ya es algo, es aún mucho, sobre todo en nuestra época sombría. Dadá lo consigue sin gran trabajo...  Fuera de eso, no es nada, él lo proclama; no tenemos derecho a dudar de su palabra, ni motivo para dudar de ella.
 Mas, una vez comprobado todo lo anterior, debo hacer una confesión sincera: sorpréndeme, en los comentarios (numerosos no obstante, comentarios uniformemente irritados o burlones) que el dadaísmo sugiere, no haber hallado hasta el presente una sola observación que relacione el movimiento mismo con los días que corren. Y sin embargo, bien sabemos todos que no existe movimiento artístico alguno (o emparentado, aun cuando sólo sea lejanamente, con el arte, aun cuando sea únicamente para negarlo) que no guarde alguna relación —y directa casi siempre o siempre— con la época en la cual— y de la cual casi siempre también surge.  El dadaísmo es, ya lo hemos visto, una negación. Y nuestra época?
 El dadaísmo surgió en los meses postreros de la guerra, y se extendió a la conclusión de la guerra —en estos días post-bélicos que no son todavía enteramente, tampoco, días de paz. El mundo vivía, hasta hace dos años, en un delirio de dolor y heroísmo, sostenido por un ideal también heroico, por una fe desesperada en el triunfo del bien, de la justicia, de la definitiva paz, de la fraternidad. Millones de combatientes, toda la juventud de Europa y parte de la de América, padecían de suerte casi sobrehumana, luchaban y morían en la convicción —sostén supremo— de hacerlo por un mundo mejor. De esa juventud, que habiendo en general perdido hace ya largo tiempo toda fe ultraterrena se asía con ansia patética a la terrena fe del bien humano, la mayor parte de los que eran los mejores desaparecieron en la tormenta. Sobrevivió una parte de ellos, y de los otros, y fue el más envidiable destino probablemente el de los que no sobrevivieron. Los que quedan han presenciado, como coronamiento de sus esfuerzos todos, el deslomarse de un mundo de hermosas ilusiones; no reina la justicia en este mundo ni parece estar próxima a reinar; la tierra se divide como antes—más que antes tal vez, más que nunca —en ricos y pobres; y los pobres— los más —írguense escuálidos y amenazantes, torcida la boca en un rictus de odio maldiciente; y los otros retienen sus riquezas, medrosos de perderlas en breve, presintiendo más o menos vagamente la catástrofe, mas sin otro pensamiento que retardarla en todo lo posible y gozar bajamente del momento que pasa; la soñada fraternidad es odio o desconfianza mutuos; la soñada justicia un bello mito que se desvanece en nieblas de oro y sangre, y guerra latente o abierta, multiforme y sin tregua la soñada paz.


 El derrumbe moral es en verdad tan formidable, tan recio ha sido sin duda el choque de millones de conciencias, que la desorientación de este instante tenía por fuerza que ser, y es, en efecto, trágica. Tal desorientación se refleja en las costumbres, en las ideas, hasta en la moda; pero sobre todo, como era fatal que ocurriese, se refleja en el arte. El arte es el más desorientado. Las almas más altas son fatalmente, también, las que más padecen. ¿A dónde, en este crepúsculo, en esta hora turbia de desencadenamiento de apetitos, tornar los ojos y buscar la luz?



 Dos actitudes son posibles para la élite moral e intelectual en circunstancias tales, y no sé si existe una tercera: o bien trascender la realidad y colocar el propio ideal y la propia esperanza más allá de ella, o bien dejarse ganar por el desencanto completo, por la completa desesperanza —cuya expresión final e inesperada puede, en algunos casos, ser la risa. En otros términos dicho: parecen imponerse, en caso análogo, el absoluto misticismo o el escepticismo también absoluto: o el pesimismo o el optimismo sin matices. El primero es en realidad un acto de fe, es todavía un acto de fe, ya sea en la humanidad (fe la más difícil quizás hoy de todas) o en un más allá, cualquiera que sea el nombre que se le aplique, o sin nombre alguno. Pero es un acto de fe, y muchos no la tienen, ni el valor de tenerla. Entonces se cae en el pesimismo negado. Entonces nace el dadaísmo. La risa entonces es un derivativo bienhechor, al menos de momento, se experimenta como liberador lo absurdo, y Jean Cocteau, artista de sensibilidad y talento, escribe El Buey en el techo, farsa guiñolesca, y Cendrars en un mismo volumen clama con magnífica desesperanza en la primera parte: "Señor, nada ha cambiado desde que no eres ya rey, el mal se ha hecho una muleta con tu cruz" (versos que recuerdan un poco otros, anteriores a ellos, de nuestra gran poetisa Dulce María Borrero), y se pone en la tercera parte a hacer calembours tontos y desprovistos de sentido:

Odile réve au bord de l'lle
Lorsqu' un crocodile surgit.
Odile a peur du crocodile.
Et, pour éviter un "ci-git",
Le crocodile croque Odile (1)

 Precisamente este libro de Cendrars, desprovisto de todo nexo, de toda unidad, de todo pensamiento fundamental, resulta simbólico. Hay en él amargura profunda y alegría grotesca de payaso, risa y lágrimas en estado, por decirlo así, primordiales, y en el fondo una negación, informulada, mas no menos rotunda por ello. Y he aquí que en estos días han caído en mis manos unos versos de Jean Carrére, donde el poeta, antes descreído, joven aun como Cendrars, va a dar al otro extremo: desengañado, a Dios. Desengañado de todo esperar terreno, después del sacrificio y de la guerra:

Voici les hommes
s'entrepillant
sous les royaumes
croulants.
Coers sans pardon,
paix ephémére:
L'Europe entiére
á I'abandon...

  ¿Cómo hallar una razón de creer y de emplear la propia actividad? "No haciendo depender la propia vida de los acontecimientos":

Le ciel immense
s'ouvre et s'émeut.
L'áme s'élance
vers Dieu,..

 Pero muchos, digámoslo otra vez —y no necesariamente de los peores, ni aun de los malos— carecen de la fuerza interior necesaria para, contra todo y a pesar de todo, realizar este acto de suprema fe. Y creyéndose convencidos hasta de la inutilidad de protestar o maldecir, tratan de divertirse con juegos de la mente, como otros se entregan al tango o al alcohol. Los primeros afirman quand méme, con sublime heroísmo; los segundos niegan, consciente o inconscientemente. El dadaísmo, que en sí mismo no es nada, en relación con la época en que nace o no es nada tampoco, o es una forma (negativa a su vez y sin duda pasajera,—esperemos al menos que lo sea, por la salud del mundo) de aquel negar. Los primeros están en lo cierto: la razón y la intuición se unen para decimos que lo están, pese a toda la tristeza horrible (y que ellos tal vez sienten más que nadie) de la hora; y es de ellos de donde puede venir la luz, porque ellos la han visto o creído verla, clara o confusamente. De los segundos sólo puede venir un bien fugitivo: la risa, o la sonrisa, bien positivo, pero impermanente, y sin mañana. El alma colectiva oscila hoy entre los unos y los otros, dolorosamente; y como todas las épocas y todos los seres se encamina, al través de todas sus angustias y sus pruebas, hacia la afirmación.

 Glion, Suiza, mayo 1920.


 (1) BLAISE CENDRARS; Du Monde Entier, dividido en tres partes: "Las Pascuas de Nueva York", "La brisa del Transiberiano" y "Panamá o las aventuras de mis siete tíos".

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