domingo, 1 de febrero de 2015

Un documento escabroso... Crónica de Novás Calvo sobre la prostitución en Cuba





 Lino Novás Calvo


 Entre otras impresiones terribles, cuenta un visitante yanqui (Vincent Dane) este hecho:
 "Me parecía ver una “chica” o dos en cada puerta. Jamás había visto tantas, salvo quizá en Berlín en los tres años después de la guerra. Eran feas en su mayoría, y se sentía siempre un débil olor a talco y sudor. Pero había una —una mulata— que era muy bonita y joven.
 —Es barata—me dijo George—. Unos cuarenta centavos tal vez."
 Ocurría esto en la Habana, poco después de que el Presidente dijera en un mensaje a la Cámara que la prostitución estaba desapareciendo de la ciudad.
 Siempre fue éste un arduo problema en aquella capital, entre otras causas por ser invernáculo turístico, escala de trasatlánticos con destino a Méjico y Estados Unidos, puente y centro de inmigración. En la época llamada de la danza de los millones, que coincidió con la gran guerra, y aun en la de las vacas gordas, que le siguió, cientos y cientos de "blancas" acudían de todas partes del mundo atraídas por los dólares que chorreaban en tales casas. Del mismo modo que acudían inmigrantes seducidos por los altos sueldos, acudían ellas, seducidas primero por el "tratante", el hombre del "ambiente" de los reportajes de Albert Londres, y después por lo lucrativo del negocio. En la Habana se encontraban no sólo las mujeres más caras, sino también las más variadas del mundo. Mujeres de todos los países, de todos los matices, de todas las categorías.
 Esta afluencia dio motivos a diferentes medidas gubernamentales en diferentes épocas contra ellas. En el período presidencial de José Miguel Gómez se les señaló una "zona de tolerancia", encuadrada en el extremo lateral
de la parte antigua de la ciudad. La calle de San Isidro adquirió por esto una fama de la cual no ha podido desprenderse todavía, a pesar de su arrepentimiento posterior. El Gobierno de Menocal suprimió esta medida. El de Zayas, tolerante en sí mismo hasta el exceso, les obligó a fijar una bombilla roja en el dintel de la puerta para evitar confusiones. En el de Machado el ministro de Gobernación, Rogerio Zayas Bazán, emprendió una violenta campaña contra ellas y sus "sanguijuelas", al extremo de que al principio parecía, en efecto, haberlas exterminado de raíz. Se expulsó a las extranjeras —francesas en su gran mayoría— y se obligó a las del país a recogerse y adoptar un disfraz de decencia.
  


 El ministro de Gobernación —aquel bravo camagüeyano muerto a balazos no hace mucho— sé enfrentó aquí con algo más peligroso que las vulpejas: se alzó frente a sus amantes, entre los cuales contaban matones notorios y altos personajes de la política y de la Policía.
 Perseguidas sin descanso por la Policía remoralizada y reorganizada, estas mujeres se desparramaron por la ciudad y tocaron a las puertas de las fábricas y de las tiendas en busca de trabajo. Se filtraron en los talleres. Guiñaron el ojo, a la salida y a la entrada, al peatón y al dependiente. Hubo casos —personalmente he conocido algunos— en que de una "dotación" de veinte obreras cinco eran por lo menos aprendizas en el oficio y veteranas en el otro. Por mucho que se cuidaran de guardar las formas, siempre se les traslucía algo de su vida anterior. Ese algo se iba contagiando, infiltrándose imperceptiblemente. La semilla quedaba. Hablaban de la profesión que ellas mismas habían ejercido como algo de lo cual sólo habían oído hablar, pero a lo cual no tendrían inconveniente en entregarse si llegaba el caso. Hablando así de cosa tan escabrosa como de algo muy natural, allanaban el camino a las otras. No era que quisiesen precisamente competidoras; era que se gozaban en pervertir así, indirectamente, a sus enemigas las honradas, con instinto de odiar siempre lo que no es o no se puede ser. Cuando el rigor  gubernamental se hubo calmado, las vulpejas volvieron a las guaridas; pero la simiente quedó, latente, sembrada por la ciudad.
 Con esa simiente quedaba el eco de lo que la carrera había sido en sus  buenos tiempos.
 En efecto, había sido algo muy pintoresco. La clase se dividía en subclases. Había una de alto rango, exclusivamente para turistas millonarios y millonarios hacendados, resumida en uno o dos monopolios dirigidos franceses y protegidos por políticos.  A fines de zafra estas casas se trasladaban en parte a los alrededores de los ingenios, donde se celebraban milagros y se derrochaban fortunas. Fuera de esta época, se alzaban por las afueras de la capital.
 Distinguíanse por su variedad (mujeres de todas las naciones, de todos los tintes, de todas las formas, de todas las edades —de los doce a los treinta— y de todas las malas y buenas costumbres). El trato de estas casas, de un refinamiento delirante. Sólo clientes y los choferes de turismo conocían —y los choferes, por su parte se encargaban de que el turista adquiriese una buena dosis de alcohol antes de llevarlos a ellas, entre otras causas para que no pudiese aprender el camino solo, porque si iba solo el chofer no cobraría su comisión.
 Estos turistas no siempre iban solos; a veces, cuando todos se emborrachaban, llevaban a sus mujeres consigo. Las casas eran hermosos y lujosos  y lujosos chalets en los jardines de las afueras, con arcadas de enredaderas, parterres alrededor y otros detalles que decían que la que vivía dentro era gente de dinero.



 Así era. Millonarios a veces. El propio Al Capone se dejó llevar, en uno de sus viajes a la Habana, a una de aquellas casas fingiendo ser uno de esos bonachones turistas menores y achispados que llaman allí Patos de la Florida. El periodista Jake Lingle, otro “gangster” famoso, las visitaba todos los años de paso para carreras de caballos en Marianao. Sus corresponsales en Europa enviaban a la dueña muchachas frescas todos los años; con ellas le mandaban drogas y los últimos modelos de París. Se jugaba, se bebía, se soñaba con lo irreal, se acudía a las más refinadas extravagancias de la imaginación. Decir que eran bacanales (según nos dicen que eran estas fiestas griegas) era  un eufemismo. Allí se  cruzaban el señor de la industria del norte y el señor del azúcar del trópico. El amanecer sorprendía a veces los automóviles cargados de esa materia descolorida y viscosa que forman los ocupantes después de una turbulenta noche de juerga, hacia las fincas de las afueras, adonde iban a reponerse y al pasar el chofer, también descolorido, guiñaba un ojo al policía de motocicleta que aguardaba en una curva de la carretera.



 Venían luego otros monopolios a imitación de los primeros, pero de inferior categoría, para turistas menores y otras gentes acomodadas. En las primeras no había una tarifa fija, pero nadie con menos de cien dólares en el bolsillo debía entrar allí. En las segundas el precio oscilaba, pero con quince o veinte dólares se podía entrar. Todo lo que había en las primeras se hallaba, reducido, en las segundas, y su existencia la conocía mucha más gente, entre ésta todo los choferes de taxi, aquellos admirables "fotingueros". Estas casas no estaban tan alejadas de la ciudad, sino en sus extremos, donde termina el núcleo urbano y comienza el distrito residencial de los ricos. Aunque
no tanto, las pupilas eran también variadas, pero predominaban las francesas. A falta del lujo y la elegancia de refinamiento de las primeras, se intensificaba la depravación de las emociones. Lo primero que preguntaba el turista medio al chofer en el muelle era esto: si conocía la casa de madame tal.
 A continuación entraban las casas independientes, algunas de ellas famosas, como la legendaria de Gloria, 3, pero s i n el carácter exclusivamente "industrial" y en gran escala de las primeras. En las independientes se respiraba un aire de criollismo sandunguero, de familiaridad gozosa, de cierta "pureza" dentro de la profesión. Las mujeres eran más mujeres, menos máquinas. Se bailaba el buen "son" a todo trapo de cintureo y se hablaba en el tono dulce, fino, un poco acanallado y malicioso del choteo. Se cantaba:
 "¿Dónde has estado anoche, que yo te busqué, recorrí la Zona y no te encontré?"
 A este típico burdel acudían, sobre todo, burócratas, profesionales, y comerciantes, gentes que estaban “en el secreto”. Aquí no se les explotaba, se reía, se bailaba y se cantaba al son de un piano mecánico. Estas casas se hallaban por cualquier casa del centro de la ciudad, Gloria y Blanco entre ellas.



 Otro tipo aún más bajo era el burdel para inmigrantes, situado en el extremo de La Habana Vieja, calles Picota, Merced, etc. Mujeres caídas de las capas superiores, o que no habían llegado nunca a ellas, pero que algunas las habían recorrido todas, iban allí a cumplir una misión social. Ellas eran las únicas amantes posibles de esos seres errantes y atontados que van a la deriva por mar y tierra. En la época en que el dependiente emigrado se consideraba en cierto modo propiedad del dueño, allí iban los amos a buscar a veces a sus “cañoneros” (chicos recién llegados, llamados así porque, rapados, los pelos les apuntaban al cielo como cañones).
 Otro tipo de burdel todavía más bajo se encontraba en una calle mugrienta de ese mismo barrio, la calle de Desamparados. Era de negras, especialmente jamaiquinas. S n embargo, nunca esta última capa llegó, en los buenos tiempos, a rebajar sus tarifas al extremo, que cita el visitante yanqui en una de las calles mejores y más céntricas de la capital.
 ¡Terrible documento! La prostitución ha dejado de ser allí un lujo para convertirse en una necesidad imperiosa. Las mujeres no van a ella para vivir mejor, sino para vivir, aunque sea a rastras. Este estado de cosas ha terminado más radicalmente con los "tratantes" y los refinamientos de las casas de lujo que todas las medidas gubernamentales posibles. Turistas, apenas van, porque el turismo es otro lujo que va desapareciendo y porque los yanquis no tienen que ir ya a Cuba para tomar ron bueno y barato. Y los que van son, en su mayoría, de pacotilla, ricos arruinados o arruinados que todavía quieren dárselas de ricos.
 El cuadro que este visitante presenta de la Habana es tremendo. "Havana: 1933" difiere completamente de la Habana de hace tres años, cuando se creía que no podría llegarse a peor.




 "Documentos sociales. Un documento escabroso": Luz, Madrid; 18 de julio de 1933, p. 8. 



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