domingo, 19 de octubre de 2014

El descuartizador vive en casa



   

 Guillermo Cabrera Infante 


 En el piso de abajo, el primer piso, ese lugar oscuro y remoto al que no alcanzaba siquiera la luz ceniza, siempre en penumbras, estaba todo habitado por homosexuales. No tiene explicación racional esa congregación de cundangos. Con excepción de Venancia, la encargada, y sus hijas Fina y Chelo, y de Nersa y su madre y Emiliana (una mediotiempo rubia, de pelo largo y mucha pintura en la cara, solterona solitaria que sin embargo reunía a muchachas de la vecindad y del edificio, uniéndolas en un círculo del que era el centro, contándoles relatos románticos, tal vez leídos, tal vez inventados y de quien luego se llegó a rumorear que era invertida y tenía un cónclave de lesbianas jóvenes, zafia Safo de Zulueta: nunca se llegó a comprobar si era cierto pero entonces, puro puritano, me escandalizó, aunque ahora creo que el rumor era verdadero: Zulueta 408 era una colonia sexual) y la vieja Consuelo Monfor, que había sido cupletista y a quien yo respetaba por sus conocimientos musicales, que iban más allá de la zarzuela (un día fui a tararearle una melodía, oída por radio, que me acosaba y me dijo enseguida: «La Serenata de Schubert»), aparte de esas mujeres inquilinas el resto de los cuartos estaba habitado por hombres homosexuales, todos pasivos. Los maricones mantenían, como el matrimonio de músicos, un aspecto aceptable para el machismo cubano, aunque muchos eran de ese tipo de loca habanera que proclama a gritos con su voz, su caminado, sus maneras y aire exageradamente afeminado su condición de loca irredimible, agresiva social en su pasividad sexual. Uno de los maricones que vivía allí era un mulato ya entrado en años, calvo, discreto -pero que rompió su voto de silencio una Nochebuena que se emborrachó y empezó a gritar por los pasillos: «¡Candela! ¡Que me den candela! ¡Mucha candela!», queriendo decir que necesitaba fuego y no fuego fatuo sino fuego sexual. Al otro día, contrito, se excusó ante cada puerta, en un acto de humillación que le era tan necesario como la explosión de la noche anterior.

 El incidente que alteró, mejor dicho, acabó, con la discreción de las locas de Zulueta 408 hizo notorio al edificio no sólo en La Habana sino en todo el país. El protagonista era un maricón músico, organista de la iglesia de La Salud, un hombre muy serio, muy comedido y muy católico. Este organista, que vendría a ser conocido póstumamente como el organillero, rebajando su calidad de músico al tiempo que era difamado después de muerto, levantó un hombre joven en el parque de los Enamorados (al que habría que dar su verdadero nombre de parque de los Mártires -¿o tal vez sería mejor llamarlo parque de los Mártires del Amor?). A juzgar por las fotografías era bastante feo, con cara casi carcelaria, que sería sin duda patibularia con los años, pero este aspecto tal vez fuera causado por esa invariable calidad criminal que tienen las fotos de la policía y aun las fotos de los periódicos que cubren el crimen, la llamada crónica roja -aunque este tenorio notorio llegó a estar en la primera plana de todos los periódicos.

 Una mañana oímos por radio que habían aparecido en los portales del Centro Asturiano, a media cuadra de casa, dos muslos humanos burdamente envueltos en periódicos. Nos preguntamos si no sería un crimen político más, que abundaban entonces, las pandillas en que habían degenerado las organizaciones terroristas políticas de los años treinta matándose entre sí en las calles de La Habana. No era difícil imaginar que el muerto a que pertenecían aquellos despojos fuera un pandillero asesinado, aunque las armas usuales eran las pistolas y no el cuchillo. Después la radio anunció que habían sido encontrados dos brazos en otro portal no lejano. Por el mediodía llegó la noticia de que unos muchachos habían encontrado un torso humano (y, un detalle que hacía a la víctima difícilmente un hombre de acción, una zapatilla) en el jardín del Instituto. Cuando me iba con mi padre para el periódico (había conseguido un trabajo temporal traduciendo del inglés para el magazine de Hoy), vimos un grupo de gente en los jardines y nos acercamos a mirar nosotros también la curiosa cosa que era un torso humano cuarteado. Todavía la policía no había levantado el cadáver (o el trozo que quedaba de él) esperando por el forense, quien, como el marido engañado, es el último en llegar al lugar del crimen. Envuelto malamente en periódicos, rodeado de moscas y de gente, vi lo que bien podía ser un pecho de vaca: no quedaba nada de aspecto humano en aquellos restos. No me impresionó particularmente porque no relacioné aquel pedazo de carne con una persona. Por la noche nos enteramos de que la cabeza del descuartizado, ausente hasta ahora, había aparecido en la taza del inodoro del bar Payret, al doblar. Comentamos la noticia con el mismo interés que habíamos hablado en el pueblo, a principios de los años cuarenta, del descuartizamiento de Celia Margarita Mena por su amante el policía Hidalgo, que ocurrió en La Habana, en la misma calle Monte en que vivimos, unas cuadras más arriba hacia El Cerro. Todavía recuerdo como mi padre me señaló el lugar del crimen, un enorme y feo edificio de apartamentos o tal vez un falansterio como el nuestro. Hablamos del caso del trucidado (el habla contaminada por la prosa periodística) definitivamente identificado como un hombre ya mayor. Lo hicimos con la morbosidad que despierta un asesinato atroz pero sin sospechar lo cerca que nos tocaba. El domingo por la tarde (era verano y mi hermano ya estaba en el pueblo con mi abuela y mi bisabuela) fui al cine, como de costumbre, ahora con dinero para regalarme y ver un estreno. Vi La feria de las canciones, con uno de mis amores actrices, la pulcra pelirroja Jeanne Crain. Pero más que la película, más que la imagen coloreada de Jeanne Crain, recuerdo la salida, yendo ya por el parque Central, y la sorpresa de encontrarme a mis padres, aparentemente de paseo, aunque sus caras revelaban preocupación y algo más: miedo. «Vinimos a buscarte», dijo mi madre, cosa que ya yo sabía al verlos de cerca. «Ha ocurrido una cosa terrible.» Entonces no vivía más nadie con nosotros, por lo que pensé que algo le había ocurrido a mi hermano en el pueblo. Mi madre no dio tiempo a mi pregunta. «El descuartizador vive en casa», así llamaba ella, como yo, al cuarto, al edificio entero, al solar, al falansterio. «También el descuartizado. Es ese pobre hombre con que tuve la discusión por el agua.» Ya comenzaba a escasear el agua en esta parte de La Habana, que apenas tenía fuerza para llegar al tercer piso, mucho menos a la azotea, y los vecinos tenían que ir todos con cubos a la pila del segundo piso, donde a veces la cola no mantenía el orden necesario, los buscadores de agua, como nómadas del desierto ante el espejismo de un oasis, desesperados por no poder llegar a tiempo para llenar su vasija. Fue en una de estas colas malformadas que el organista intentó pasar antes que mi madre. Yo no estaba presente porque ocurrió muy temprano en la mañana pero según ella el hombre había sido bastante desagradable, casi odioso. Ahora fui hasta la casa escoltado por mis padres, uno a cada lado como para guardarme del cuchillo asesino. La enorme entrada estaba custodiada por un policía, el portón que no se cerraba hasta las diez, dejando una puertecita lateral en la que estaba la cerradura, aparecía ahora trancado. Había más policías y fotógrafos y otros hombres que debían ser policías secretas y periodistas esparcidos por el pasillo del segundo piso, el lugar del crimen. Subimos hasta nuestro piso donde había agitación y también miedo. Recuerdo que no me dejaron salir de noche en muchos días. Pero más alarma que en ninguna parte habla en el cuarto de enfrente. Allí se había mudado, cuando se fueron las chinas devenidas suntuosas concubinas, una familia negra compuesta por el buen viejo Valentin (que no era tan viejo: el adjetivo se debe a la aliteración), su mujer Angelita, que era enorme: una negra grande y gorda y siempre sonriente, riente, a carcajadas, su hermana Fermina y los tres hijos del matrimonio: Eloy, constantemente dispuesto a cantar una guaracha o un guaguancó, eterno bailarín y adelantado fanático de la música de Chapottin, Nela que era una mulata por generación espontánea, alta y nada fea y que tenía uno dé los culos más voluminosos que heisto, esteatopigia que la hacía muy popular en el barrio, y su hermanita, que de tan enanita y despierta que era la llamaban por el apodo de Cominito. Ésta era una familia feliz, pobre pero de una gran riqueza folklórica. El viejo Valentín se hizo famoso en el solar por su consejo en tiempo de huracanes. «Contra el ciclón», solía decir, «no hay más que tres elementos: clavos, velas y agua», lema que repitió ad nauseam durante uno de los tantos ciclones que amenazaron La Habana y cruzaron por otra parte de la isla en esa época. Fermina, con su cara llena de arrugas y verrugas, acostumbraba a cubanizar todos los nombres de los actores que le gustaban. Así Robert Taylor se llamaba en su voz Roberto Tailor, Gregory Peck era Gregorio Peca y Clark Gable, de más difícil domesticación, se convirtió en Clarco Gabla.  Un día tuvieron una dilatada discusión (toda la familia, menos Cominito que no hablaba, era dada a discutir) técnica en la que el viejo Valentín afirmaba que se decía impulsión a chorro, Angelita decía que era expulsión a chorro, Fermina estaba por repulsión a chorro y Eloy por emulsión a chorro. Nela no participaba de la discusión, nunca interesada en las palabras a menos que fueran de amor -lo que me alegró pues ya hacía tiempo que le habla echado el ojo y ella no era indiferente a mis miradas. Hubo una gran consternación y tristeza en la familia cuando el viejo Valentín me llamó para que terciara en la discusión, como experto en palabras, y dijera quién tenía la razón sobre la propulsión, al declarar yo que nadie, que el término técnico era propulsión a chorro -frase en la que ninguno había pensado remotamente. 


(…)  Todo estaba en los periódicos pero como siempre la verdad no estaba en los periódicos. Le costó a la policía solamente 48 horas resolver el caso, lo que no es asombroso dada la estupidez del descuartizador, que se las había arreglado para repartir los miembros en un radio de menos de cien metros. Pero hay que acreditar a la capacidad investigativa de la policía (ayudados por el cura de la iglesia de La Salud que reportó la ausencia de su trabajo por dos días del organista) que hubiera dado tan pronto con la casa del asesinado. Cuando entraron en su cuarto (fueron siguiendo una deducción que era más una intuición) obtuvieron una llave extra de Venancia la encargada para hacerlo. No notaron nada anormal hasta que uno de los técnicos -«criminólogo» lo llamaron los periódicos- encontró huellas de sangre en la pared y cuando aplicó sus detectores químicos halló que prácticamente todo el cuarto había estado manchado de sangre, las manchas lavadas cuidadosamente con agua -una hazaña en sí misma, habida la escasez de agua que había en el edificio. Dejaron el cuarto como lo habían encontrado, cerraron la puerta y dos agentes se sentaron en el cuarto de la encargada, cuya reja permitía dominar todo el pasillo. Había otros policías de paisano apostados en la calle, todos esperando al presunto asesino. Por fin apareció, caminando tranquilo, un hombre común y corriente, sin cargos de conciencia ni apariencia truculenta. Cuando enfiló por el pasillo Venancia (que lo veía todo) dijo que ése era el compañero de cuarto del organista. Lo prendieron antes de entrar al cuarto, sin hacer él la menor resistencia. En la jefatura de la policía secreta (que era la encargada de las investigaciones y cuyos agentes lo habían detenido: no había otra policía investigativa entonces, tiempos tranquilos, la policía nacional dedicada a guardar el orden y cuidar el tránsito) confesó enseguida. Había conocido al organista (que devino en la lamentable pero popular prosa de un columnista de músico sacro en mero organillero: parte del relato que sigue está reconstruido de los periódicos de la época) en el parque de los Enamorados y éste le había ofrecido su casa (su cuarto) y pagarle sus gastos. Le había prometido también (y aquí estaba el origen del crimen) darle dinero extra. Llevaron una relación más o menos estable por varios meses (el asesino cuidó mucho de establecer su identidad de bugarrón, de homosexual activo, el organista definido como el maricón, el homosexual pasivo, definiciones muy importantes para la mentalidad machista popular y, más decisivo, para su status en la inexorable estancia en la cárcel), pero últimamente el organista parecía desinteresado en su futuro asesino. No sólo no le daba el dinero prometido sino que llegó incluso a negarse a sufragarle sus gastos. El día del crimen (mejor dicho, la tarde), el próximo asesino había tenido una discusión, verbal pero violenta, con el organista, quien se había mostrado particularmente desagradable. El asesino inminente le pidió dinero una vez más y el proyecto de asesinado le dijo que no, que de ninguna manera, que fuera a buscar trabajo al parque. Furioso con esta salida, el casi asesino cogió un cuchillo cercano (su víctima estaba sentada en su usual mecedora, vistiendo su acostumbrado piyama, todavía sonriendo sarcástico) y sin dudarlo se lo hundió en el pecho. (La puñalada fue tan feroz que atravesó a la víctima de parte a parte, muriendo instantáneamente, y el cuchillo se clavó en el espaldar del mueble: pero el victimario no supo la profundidad de la herida ni sus consecuencias hasta horas más tarde.) Al ver lo que había hecho, salió del cuarto, cogió una guagua en la esquina y se fue a la playa de Marianao, recorriendo allá los distintos centros de diversión y no regresó al solar hasta tarde en la noche. Al entrar en el cuarto se sorprendió no sólo de que su protector estuviera muerto sino de que siguiera allí, sentado en la misma mecedora, inmóvil, los ojos abiertos, su sonrisa en los labios y el cuchillo clavado en el pecho. Decidió hacer algo al respecto y lo que se le ocurrió, para ocultar el crimen y deshacerse del cadáver, fue descuartizarlo. (El cronista criminal calificó el descuartizamiento de «tarea macabra».) Empleó el mismo cuchillo con que lo había matado, que extrajo no sin esfuerzo. Para llevar a cabo el desmembramiento, que le tomó tiempo, se quitó primero toda la ropa. Cuando terminó de cuartear el cadáver descubrió que había una gran cantidad de sangre esparcida por el cuarto, el piso y las paredes. Se dio a la labor de lavarla, vistiéndose para ir a tirar el agua ensangrentada al vertedero. No encontró a nadie en el pasillo en los muchos viajes que dio al fondo del piso. Finalmente envolvió las extremidades descuartizadas en periódicos viejos y comenzó a repartirlas por los alrededores. No fue muy lejos pues los miembros tendían a salirse de su envoltura. (Nunca se dio cuenta de que una de las piernas llevaba todavía una zapatilla al pie.) Así tuvo que dejar los muslos en los portales del Centro Asturiano y el torso en los jardines más alejados del Instituto –que estaba a solamente veinticinco metros de la entrada al edificio. Lo que le dio más trabajo repartir, cosa curiosa, fue la cabeza, que trató de ocultar en los servicios sanitarios del bar Payret. Primero la lanzó hacia la cisterna pero rebotaba siempre. («Una suerte de baloncesto macabro», añadió el columnista criminal a la descripción.) Cansado de pelotear la cabeza y aprensivo de que entrara alguien al baño, trató de forzarla por la taza, inodoro adentro -cosa evidentemente imposible, pero no lo disuadió de su empeño enloquecido la idea de imposibilidad sino el hecho de que los periódicos, húmedos, se desprendían y la cabeza desnuda tenía todavía los ojos abiertos: esa mirada fija lo aterró y huyó. Nadie lo vio deshacerse de sus paquetes (lo que el periodista llamó «carga macabra»), pero en los varios viajes que dio a la calle, llevando sus miembros, siempre se encontró parado en la puerta lateral un negrito que lo saludaba. Llegó a pensar que este testigo inocente sospechaba y se preguntó si no tendría que matarlo también. Este negrito era Eloy, cogiendo fresco en la puerta de la calle, como hacía a menudo en el ardoroso verano habanero. De ahí el miedo retrospectivo que padeció, por los periódicos, Eloy y que compartieron no sólo su familia sino todos los inquilinos horrorizados por el crimen. Pero el horror dio lugar a la indignación. Uno de los periodistas más conocidos de La Habana, de Cuba, había escrito un editorial de primera plana en su periódico en que condenaba justamente el asesinato pero injustamente había llamado al solar el «cubil de Zulueta 408» (hubo, naturalmente, discusiones entre el viejo Valentín y su familia acerca del significado exacto de la palabra cubil), acusando al edificio -y a sus habitantes por implicación- como incubador del crimen, capaz de albergar a otros asesinos (¿y no a otros asesinados?), albergue pasado y futuro de lo que él llamaba la «hez de la sociedad». Aunque muchos no entendieron esta última frase, todos compartieron la furia contra la injusticia verbal de ser llamados delincuentes, de ser tildados de criminales, de ser condenados sin haber sido siquiera juzgados -sobre todo cuando la mayor parte de los habitantes de Zulueta 408 no tenían otra culpa que ser vecinos ocasionales de un asesino atroz. Tardó mucho tiempo en olvidarse no el crimen sino la calificación moral. Pero la vida continuó, más persistente que las palabras.



 Tomado de La Habana para infante difunto.

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