domingo, 3 de julio de 2011

Un bárbaro en China



  

 Henri Michaux 

 El pueblo chino es artesano nato.
 Todo lo que se puede encontrar carpinteando, ya lo han descubierto los chinos.
 La carretilla, la imprenta, el grabado, la pólvora de cañón, la mecha, la bengala, el barrilete, el taxímetro, el molino de agua, la antropometría, la acupuntura, la circulación de la sangre, tal vez la brújula y muchas otras cosas.
 La escritura china parece un idioma de empresarios, un conjunto de signos de taller.
 El chino es artesano y artesano hábil. Tiene dedos de violinista.
 Sin ser hábil no se puede ser chino: imposible.
 Hasta para comer, como él lo hace con dos palillos, hay que tener una cierta habilidad. Esta habilidad, la ha buscado. El chino podía inventar el tenedor, que cien pueblos han encontrado, y utilizarlo. Pero ese instrumento, cuyo uso no requiere destreza alguna, le repugna.
 En la China el unskilled worker no existe.
 ¿Qué cosa más sencilla que ser vendedor de diarios? Un vendedor de diarios europeo, es un pillue -lo gritón y romántico que se agita y vocea a voz en cuello: «¡Matin! ¡Intran! 4ta edición», y tropieza con uno.
 Un vendedor de diarios chino es un experto. Examina la calle que recorre, observa dónde están las personas y, poniéndose la mano como pantalla, dirige la voz, a una ventana, a un grupo, más lejos a la izquierda, en fin, donde sea necesario, tranquilamente.
 ¿A qué ahuecar la voz y lanzarla donde no hay nadie?
 En la China no hay nada sin destreza.
 La cortesía del Extremo-Oriente no es un simple refinamiento dejado más o menos a la apreciación y al buen gusto de cada uno.
 El cronómetro no es un simple refinamiento dejado a la apreciación de cada uno. Es un trabajo que ha necesitado años de aplicación.
 Hasta el bandido chino es un bandido calificado, tiene una técnica. No es bandido por rabia social. No mata inútilmente. No busca la muerte de las personas, sino el rescate. No los daña más que lo estrictamente necesario, cortándoles un dedo tras otro, que expide a la familia con pedidos de dinero y amenazas calculadas.
 Además, la astucia en la China no es sólo aliada del mal, sino de todo.
 La virtud «es lo que está mejor combinado».
 Por fin, para citar un gremio, a menudo despreciado: los changadores.
 Los changadores, en todas partes, amontonan generalmente sobre la cabeza y sobre sus espaldas, todo lo que pueden. Su inteligencia no brilla bajo los muebles. De eso, no os quepa duda.
 Los chinos han llegado a hacer del transporte, una operación de precisión. El chino ama sobre todas las cosas un justo equilibrio. En un armario, un cajón que se opone a tres o dos a siete. El chino que va a transportar un mueble, lo divide de tal manera, que la parte que sujeta atrás equilibrará la de adelante. Hasta un trozo de carne lo lleva atado a una cuerda. Las cosas van sujetas a un grueso tallo de bambú que lleva a la espalda. Se ve con frecuencia, de un lado, una enorme marmita que suspira o una estufa humeante y, del otro, cajas, platos, o un niño soñoliento. Es fácil darse cuenta de la habilidad que eso requiere. Y ese desfile tiene lugar en todo el Extremo-Oriente.
  TIPOS CHINOS
  (En una generación, la política, lo económico, la transformación de las clases sociales han cambiado en China al «hombre de la calle». No se reconoce ya aquél que yo y tantos otros viajeros y residentes habíamos visto... o se hace necesario rascar un poco. O se hace necesario ir a una ciudad o a un barrio de ciudad chino, en el extranjero, en Bangkok, por ejemplo, donde, iguales, en calles iguales, sin conocer el nuevo estilo, ellos continúan dando la razón a las viejas descripciones.
 Que los viajeros, en delegaciones-hermanas, recibidos con flores y sonrisas y muestras desbordantes de amistad desconfíen y no saquen demasiadas consecuencias, ni tampoco los que, recientemente, vieron, enloquecidos, las espectaculares manifestaciones de las Guardas Rojas.
 En lo que a mí atañe, con todo y haber recibido una enojosa sorpresa, me complace pensar que, suceda lo que suceda, y tienda a ser lo que sea, la China será siempre diferente.
 Ahora revive. Hay que estar contento de no reconocerla. De conocerla siempre distinta, siempre inesperada, siempre extraordinaria.)
 Modesto, o más bien agazapado, acolchado, se diría, flemático, con ojos de detective, y pantuflas de fieltro, caminando en punta de pies, las manos entre las mangas, jesuita, con una inocencia cosida con hilo blanco, pero dipuesto a todo.
 Cara de gelatina, y de pronto la gelatina se destapa y sale un precipitado de ratón.
 Con algo de borracho y de blando; con una especie de corteza entre el mundo y él.
 La china no es amarilla, sino clorótica, pálida, lunar.
 En el teatro, los hombres cantan con voz de castrados, acompañados por un violín que se les parece mucho.
 Moderado, con el vino dulcemente triste, reposado y sonriente.
 Por pequeños que sean los ojos de los chinos, su nariz, sus orejas y sus manos, su ser no los llena. Se agazapa lejos, detrás. Y no por concentración. No, el chino tiene el alma cóncava.
 Gestos vivos, breves pero no duros, ni siquiera precisos. Nada de muy marcado, de decorativo. Loco por los petardos, los quema con cualquier motivo y le gusta su ruido seco y sin consecuencia ni resonancia (también le gusta el ruido de las carracas que las mujeres llevan en los pies).
 También le gusta mucho el abrupto croar de la rana.
  

  También la luna, a la que se asemeja asombrosamente la mujer china. Esa claridad discreta, ese contorno preciso le habla como a un hermano. Por otra parte, muchos están bajo el signo de la luna-No hacen caso alguno del sol, ese gran fanfarrón, les gusta mucho la luz artificial, las linternas aceitosas que, como la luna, no alumbran más que a sí mismas, y no proyectan ningún rayo brutal.
 Rostros asombrosamente aceitados de sabiduría; a su lado los europeos tienen un aire de todo punto excesivo, defectuoso, verdaderos jabalíes.
 Ningún tipo deformado o de retrasado mental: los mendigos, bastante raros, conservan un aire espiritual y de buena sociedad, e intelectuales, muchos fins parisiens, con un aire de precisión delicada, como suelen tener los retoños de una vieja familia aristocrática, debilitados por enlaces consanguíneos.
 Las mujeres chinas tienen cuerpos admirables, con el trazo de una planta, y nunca, el aire de ramera que la europea adquiere con facilidad. Las viejas y los viejos tienen cabezas tan agradables, nada extenuadas, sino vivarachas y despiertas, con un cuerpo siempre dispuesto a su trabajo, y una ternura entre ellos, y para sus hijos, que es un encanto.
                         
 El amor chino no es el amor europeo.
 La europea ama con trasporte, y de pronto olvida al borde mismo del lecho, pensando en la gravedad de la vida, en ella misma, o en nada, o bien simplemente reconquistada por la «ansiedad blanca».
 La mujer árabe se porta como una ola. La danza del vientre, hay que recordarlo, no es una simple exhibición para los ojos; no, el remolino se instala sobre uno y lo arrastra y lo deja luego como beatificado, sin saber exactamente lo que ha sucedido, ni cómo.
 Y ella también empieza a soñar, la Arabia se levanta entre los dos. Todo ha concluido.
 Con la mujer china, nada de eso. La china es como la raíz del banian, que se encuentra en todas partes, hasta en las hojas. Así cuando se ha introducido en el lecho, se necesitan muchos días para desasirse.
 La china se ocupa de uno. Lo considera como haciendo una cura. En momento alguno, se vuelve a otro lado. Siempre abrazada a uno, como la hiedra que no sabe aislarse.
 Y el hombre más inquieto la encuentra próxima y cómoda como la sábana.
 La china se pone al servicio de uno, sin bajeza, no se trata de eso, sino con tacto e inteligencia. ¡Y es tan afectuosa!
 Hay un momento, después de otros momentos, en que casi todo el mundo quiere descansar.
 Tal vez uno, ella no. Esa hormiga busca trabajo en seguida, hela aquí arreglando nuestra valija.
 Verdadera lección de arte chino. Uno la mira estupefacto. Ni un alfiler, ni un escarbadiente que deje sin dar vuelta o cambiar de lugar y que no deje en una posición que siglos y milenios de sabia experiencia han designado evidentemente a ese fin.
 Ni un objeto del cual no se informe por gestos, que no pruebe, y no ensaye y juzgue, y con el que no juegue antes de darle su lugar. Luego, cuando uno mira este orden, parece que el contenido de la valija tiene ahora algo de rollizo y de duro a la vez, y en cierto modo de indesacomodable.
 Cuando una china habla de amor, puede hablar indefinidamente y no cansa, puede hablar de otra cosa, como lo hace tal vez: tiene el lenguaje del amor, el amor está hecho de monosílabos (desde que una palabra se alarga, parece que se va y atrae; desde que aparece una frase, la frase es una separación).
 El idioma chino está hecho de monosílabos, y de los más cortos, los más inconsistentes, y cantado en cuatro tonos. Y el canto es discreto. Una especie de brisa, de idioma de pájaros. Idioma tan medido y afectuoso que uno lo escucharía toda la vida, sin molestarse, aun sin comprenderlo.
 Tal es la mujer china. Y sin embargo, todo eso no sería nada si no llenara esa admirable condición de la palabra mitschlafen, co-dor-mir. Hay hombres tan movedizos que tiran al suelo hasta las almohadas, sin darse cuenta.
 ¿Cómo hace la china? Yo no sé; una especie de sentido de la armonía, que subsiste hasta en el sueño, la impulsa, con movimientos apropiados a no apartarse nunca, a subordinarse siempre a lo que sería tan hermoso: ser dos armoniosamente.

                                                                    
  El chino no mira la Muerte como algo trágico. Un filósofo chino declara muy simplemente: «Un viejo que no sabe morir es un golfo.» Así lo entienden.
 Por lo demás, una tercera parte de la China es un cementerio. ¡Pero qué cementerio!
 Cuando vi por primera vez el campo chino, me tocó el corazón. Tumbas, montañas enteras de tumbas, o más bien la ladera de ésta, el costado occidental de aquélla, esta hondonada, cubiertas de tumbas, no tumbas duras y estrechas, sino hemiciclos de piedras... que invitan. No hay error, invitan. Y no asustan a nadie. Todo chino viviente tiene su ataúd. Se siente cómodo con la muerte.
 Cuando muere un hombre en una provincia lejana, le preparan, mientras no pueden mandarlo a su tierra, un cuarto, donde los miembros de la familia, el hijo, la hija, etcétera, vienen a ratos, a reunirse, a meditar un momento, a comer, a conversar, a jugar al Mahjöng.

                                                                        
 Lo que más posee el chino, es el arte de esquivarse.
 En la calle se pide un informe cualquiera a un chino y en seguida sale disparado. «Es más prudente, piensa. No hay que meterse en asuntos ajenos. Se empieza por informes. Se acaba a golpes.»
 Pueblo que huye de todo, y cuyos ojitos se escapan a los rincones, cuando se los mira de frente.
 (Debe ser extraordinario para el que allá retorna, actualmente, ver, en las mismas ciudades donde se mostraban esquivos, rostros seguros, que no escurren el bulto, sonrientes, amistosos, abiertos).
 Sin embargo, los chinos son excelentes soldados. Viejo, viejo pueblo de niños que no quiere saber el fondo de nada.
 La mentira, propiamente dicha, no existe en la China.
 La mentira es una creación de espíritus excesivamente rectos, militarmente rectos, como la impudicia es una invención de personas alejadas de la naturaleza.
 Los chinos se adaptan, comercian, calculan, cambian.
 Siguen la corriente. El campesino chino cree tener trescientas almas.
 Sienten como una dulce caricia todo lo tortuoso de la naturaleza.
 Consideran que la raíz es más «naturaleza» que el tronco.
 Si encuentran en cualquier parte una gran piedra, agujereada, agrietada, la recogen como a un hijo, o más bien como a su padre y la colocan en el jardín sobre un zócalo.
 Si vemos un monumento, una casa, cualquier cosa, a unos veinte metros, no hay que pensar que en pocos segundos la alcanzaremos. Nada es recto, hay que dar vueltas infinitas y uno puede perderse en el camino, y no llegar nunca a lo que tenía a un palmo de la nariz.
 Eso para contrariar la marcha de los «demonios», que sólo pueden andar derecho, pero sobre todo porque lo derecho incomoda al chino y le da una impresión penosa de falsedad.
 Pueblo con moralidad de anémicos, que se nos antoja a menudo para niños reglas de civismo y de buena conducta, de conducta ejemplar, mandaban los ritos. Institución singular, única. El ritual, para el que tiene que ver con otros, no puede ser pasado por alto.
 El mismo Chang Kaishek, en plena guerra, en pleno levantamiento de las provincias publica un librito de buenos preceptos y de reglas de urbanidad y de modales... y no será el último que se verá en China.
 Así no perderá la cara; desde el último cooli hasta el primer mandarín, tratan de no perder la cara, su cara de palo, que a ellos les gusta, y en efecto, no teniendo principios, la cara es la que vale.
 Todavía hoy, en lugar de encarcelar, de mandar al exilio, de ejecutar oposicionistas, generales disidentes o desviacionistas, u otros «sospechosos» o traidores, se puede ver en Pekín y otros lugares quiénes son conducidos, con un letrero en el pecho, o, con grandes caracteres, y son motejados de necios, insultados, expuestos a la chacota del público, en plena calle, donde pierden la cara. Ese es su primer gran castigo.
 ¿Y la autocrítica?, se nos objetará. ¿Pero no es aquél un modo de avergonzar, que permite escapar a la vergüenza que otros os infligirían y que sería más insoportable?
 Así en la cortesía china tradicional conviene primeramente reprime en extremo.
 Sabiduría de nenes, pero que tiene sobre todas las otras civilizaciones ventajas asombrosas e inesperadas provenientes, sin duda, del sentido de la eficacia que poseen los chinos (son los inventores del jiujitsu).

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