sábado, 2 de julio de 2011

José Martí: Un funeral chino






  Nueva York, octubre 29 de 1888.

  Señor Director de La Nación:

 Por un instante cesó el afán de la política, y abrió paso Nueva York a los chinos vestidos de colores que con magnas honras, a usanza asiática, seguían el féretro del general ilustre de los Pabellones Negros, de Li-In-Du, que les ha muerto en los brazos.
 Pasen lejos ahora las procesiones de los partidos, las carretas de oratoria transeúnte, las músicas electorales. Hoy hay música extraña, la música de los funerales de Li-In-Du. Vamos, con Nueva York curiosa, a oírla.
 Lii-In-Du fue persona valiente: derrotó a Francia en Tonquín: usó de su prestigio para favorecer a los amigos de la libertad: ni el prestigio le valió contra la persecución de los autoritarios, que no quieren sacar a China de su orden de clases: con la vida escapó apenas, seguido hasta San Francisco de algunos tenientes fieles: no peregrinó en el ocio, como tanto espadón de nuestra raza, que cree que el haber sido hombre una vez, defendiendo a la patria, le autoriza a dejar de serlo, viviendo de ella. ¡La libertad tiene sus bandidos! Y Li-In-Du no quiso ser de ellos, sino se empleó en traficar en cosas de su tierra, que es, con lavar ropa y servir de comer, en lo que por acá permiten a los chinos ocuparse. Porque si se ocupan en minas o en ferrocarriles, como a fieras los persiguen, los echan de sus cabañas a balazos, y los queman vivos.
 Mott es en Nueva York la calle de ellos, donde tienen sus bancos, su bolsa, sus sastres y peluquerías, sus fondas y sus vicios. Hay el chino abate, sabichoso y melifluo, de buenas carnes y rosas en el rostro, de poco pómulo y boca glotona, de ojo diestro y vivo. Hay el chino de tienda, terroso de color, de carnes fofas y bolsudas, remangados la blusa y los calzones, el pelo corto hirsuto, el ojo ensangrentado, la mano cebada y uñosa, la papada de tres pisos, caída al pecho como ubre; y por bigotes dos hilos. Hay el chino errante, acorralado, áspero y fosco, que cargó espada o pluma y vive de memorialista y hombre bueno, mudo y locuaz por turnos, sujeto a ración por el rico ignorante que halla gusto en vengarse así de quien tiene habitada la cabeza. Y hay el chino de las lavanderías, que suele ser mozo e ingenuo, alto y galán de cara, con brazaletes de ágata en los pulsos; pero más es canijo y desgarbado, sin nobleza en la boca o la mirada, manso y deforme; o rastrea en vez de andar, combo y negruzco, con dos vidrios por ojos, y baboso del opio.
 Pero hoy las tarimas del opio están vacías; los lavanderos tienen cerrada la tienda; no hay puerta a las casas de comestibles, llevan banda de luto en los balcones las farolas con que se anuncian las fondas. Mott y sus alrededores están llenos de gente de Asia, congregada para llevar a la tumba con honor a su prohombre Li-In-Du; lleno de los irlandeses e italianos, que comparten con ellos aquel barrio lodoso y fétido; lleno de curiosos de todas partes del mundo, que a millas repletan las calles por donde va a pasar la procesión.
 El hombre amarillo lleva el ojo de la fiera cazada: va mirando a su alrededor, como para precaverse de una ofensa: va blasfemando a media voz, lleno el ojo de fuego: va con la cabeza baja, como para que le perdonen la culpa de vivir.
 Van en grupos, hacia la casa funeral: van de dos en dos, chato el sombrero negro, veste y calzón de paño azul oscuro, las manos cruzadas al pecho, los pies en las zapatillas de cordón, sobre las que danzan, como enaguas, los calzones: van entrando en la sala mortuoria, que es una caballeriza forrada hoy de negro, y en el techo dos fajas en cruz, negra una, y otra blanca; van, de dos en dos, postrándose ante el altar encendido, a los pies del cadáver, junto a dos mesas cargadas de la cabra, de los corderos, de las naranjas y pastelería cercadas de flores, que se servirán tres días después a los amigos del muerto en el banquete cinerario, que se celebra en silencio, y a la hora callada de la noche. De dos en dos van tomando ante el altar de las siete luces las tazas de óleo y arroz santo que les dan por comunión los sacerdotes de la túnica blanca, con banda y casquete negros. Y vierten las tazas de dos en dos en la cuba que aguarda la ofrenda al pie del ataúd, junto al tiesto donde arden en tierra fresca las velas del alma.
 Y el muerto está en su ataúd de paño rico y mucha argentería, descubierto de la cintura a la cabeza de hombre firme, ojos hondos y metidos hacia la nariz, nariz de fosas anchas, boca fina apretada, la trenza de atrás traída como corona por la frente; y una mano al pecho cubierto de papel moneda de Asia, para pagar el portazgo del cielo. En tazas de bronce humean en torno los perfumes sagrados: la vela del alma de humo espeso de cera: a la cabeza del ataúd, en un pendón, están, en círculos blancos, los pecados del difunto, que ha de domar para ascender al elíseo que los corona, representado por una mancha negra. Ya no caben en las mesas las pilas de frutas, los cestos de nuez, las fuentes de limones, las torres del pastel funeral. Ya no tienen espacio los que llegan para abrirse camino hasta el altar, y prosternarse tres veces seguidas, y dejar en la cuba los óleos, y en las mesas las flores.
 Pero no se mesan el cabello, ni se desgarran los vestidos, ni se descubren la cabeza, ni cesan de fumar, ni muestran pena por el cambio de Estado del que les defendió tan bien la tierra, al pie de la gran bandera roja. El que ha hecho mil y trescientas obras buenas, ¿no es inmortal por la ley de Tao, en los cielos? ¡vencer al francés fue más que hacer trescientas obras buenas, que es lo que se necesita para ser como teniente de la inmortalidad, o inmortal en la tierra! La vida es como la pared de la jarra, que contiene el vacío útil, el vacío que se llena con leche, con vino, con miel, con perfume; pero más que la pared, vale en la jarra el vacío, como la eternidad, dichosa y sin límites, vale más que la existencia donde el hombre no puede hacer triunfar la libertad. Morir ¿no es volver a lo que se era en principio? La muerte es azul, es blanca, es color de perla, es la vuelta al gozo perdido, es un viaje. ¡Para eso lleva bastantes provisiones!
 Y con las manos hundidas en sus blusas de invierno, hablan de que Li-In-Du era general terrible, que en la batalla parecía un pilar con alas, un pilar de los que el chino erige para espantar los demonios, de que mató mucho francés, aunque Tao dice que no se ha de pisar un insecto ni cortar un árbol, porque es destruir la vida; de que era gran comerciante en drogas y telas, y tés y comestibles, aunque la ley de Tao es que no se persigan los falsos honores de la vanidad ni las riquezas del mundo.
 ¡Ese era el Tao viejo, que ya tiene en el cielo la barba helada!
 ¿Li-In-Du?: 50 000 pesos. ¡Y el hijo está en China, que lo hereda todo! Los diablos no se lo han de llevar porque lleva en la mano mucho oro, para irlo echando cuando le salgan al camino. Y por entre la humareda del incienso y los cigarros se ve venir a un doliente vestido de azul, que en lo alto de los brazos trae un cerdo relleno, rodeado de rosas.
 Y los de la túnica blanca se echan a un lado, para que llegue al altar, por entre los masones de túnica gris y casquete rojo, un anciano que avanza a pasos solemnes, con manto canario de vueltas negras. No se ve, del mucho humo, ni se oye la salutación del viejo entre los alaridos y estruendo rabioso de la música: "¡Fom! ¡Bang! ¡Batantán! ¡Piii! ¡Bon, son, son!" Y el aire despedazado chirría y cruje. Se echa el viejo sobre el cristal del ataúd, lo besa tres veces, y tres veces exhala un grito terrible, un grito que al fin pone miedo y silencio.
 Vuelve al altar, empuña una bandera, y canta en verso las hazañas de Li, la falta que va a hacer al mundo, y la fiesta que habrá ahora en el monte de Tao. Y otros cantan después de él, el uno arrodillado y frente en tierra, el otro gesticulando, como quien describe una batalla, mientras arden a sus pies, en un tazón con dos sierpes por asas, las oraciones que el celestial quema de rodillas, en vez de entonarlas con los labios.
 Ya el cuarto es bandera, y están formando la procesión. De afuera, de afuera la veremos. Afuera se ve toda. ¿Es ejército o es funeral? Por entre el gentío pasean sobre las cabezas faroles y pendones. Se ven caballos blancos. Los jinetes van descubiertos, con la trenza envuelta en percal negro, traída a la frente como una diadema. La gran bandera roja, graciosa y soberbia, ondea por sobre todo. Arremete riendo sobre ella la gente agresiva.
 ¡Cómo mira, cual pronto a morir, el que empuña el pabellón con guante que tiembla! Se le agrupan al asta sumisos los oriflamas y estandartes, como hijuelos al tronco, amarillos y verdes, morados y zafiros, rojos y violetas, amarantos y rosas. Se ven los penachos del carro fúnebre, y las cabezas negras de los cuatro caballos.
 Centellea al sol el papel dorado de los emblemas. Pero no se ven ídolos, ni la imagen de Tai-Shin, el dios de la riqueza, que tiene ahora en China, como en todas partes, más templos que otro alguno; ni Kivan-Té va allí tampoco, el dios de las batallas, de cejas de culebra y de la gran manopla. Li-In-Du no cree en imágenes, ni en más dios que el puro Tao creador, que es todo y uno, y engendró los dos, y de los dos el tres, y de los tres el mundo, ni en más santos que las virtudes, sin las dominaciones y jerarquías con que los sacerdotes oscurecieron luego la religión, ni en Grandes Osos y Emperadores Perlados, ni en la madre del rayo, el rey del mar y el señor de las corrientes, ni en la deidad que protege cada condición y empleo del hombre, ni en el dios del trueno, a quien le llevan y traen órdenes treinta y seis generales, negros y grises, mientras él mortifica con los pies inquietos el plumaje de nueve aves hermosas.
 Li-In-Du es masón, es librepensador, es cabeza propia, es venerable en la masonería china, que usa el mandil con bordes verdes. Por todas partes hierve el mundo y padece el hombre, por asegurar la libertad de su albedrío. ¡De eso tenía Li-In-Du la frente chata y los pómulos aplastados, de dar topetazos, cara a cara, al imperio despótico! Era taoísta viejo, que cree en la población aérea, en el descanso del pelear, en el individuo perdurable, en la transfiguración y asiento final, luego de cumplido el deber, en la montaña de Tao: pero ¡aquí abajo, libre! Y con el mallete de masón le ha Estado ablandando la cabeza al emperador chino. Conmueven estos rebeldes que fundan.
Se ve salir a estos hombres como llamas de entre la maraña tupida. Se les ve como estaba Li-In-Du en el ataúd, vestidos de oro y fuego, con su túnica de seda amarilla.
 Ya vienen en orden. La policía va delante, hombro con hombro, abriéndose paso, y tras ella una banda alemana, de casco y casaquín, tocando un himno fúnebre. Los generales siguen, los tres generales que en Nanking ayudaron a vencer: van en caballos blancos, montados como quien sabe mejor echar el belfo al enemigo que volverle grupas: son secos de cuerpo y de estatura media, y en el rostro más músculos que masa: les ciñe el casco desnudo un lienzo rojo, y por delante la diadema negra: visten tunicela azul, bragas y calzones, y por luto una banda blanca al cinto: los caballos van enfrenados, sacando bien los pies a pasos lentos. Con grandes pendones, enclavados en la cuja del cinturón, pasan tres chinos jóvenes, de blusa y calzón malva, los pendones donde van escritos los hechos gloriosos del muerto, la náusea con que salió de San Francisco, donde vio al chino contento con su vileza, la agonía de sus días últimos, cuando la muerte iba viniendo a pie, como quien respeta a su víctima; pero votó el Congreso de Washington, por razones de política interior, la ley de expulsión del celestial, y la muerte no siguió como venía, considerada y despaciosa, sino montó a caballo, y lo mató con la noticia: ¡ay, Li-In-Du, de los que consagran su existencia a ver libre su pueblo, y sus conciudadanos dignos!
 Y luego venía el estandarte amarillo, en figura de corazón floreado, de la logia que presidía él, de Lun-Gee-Tong; y sus miembros en túnica azul y casquete de seda negra, como los sacerdotes que iban detrás, rodeando al anciano del manto de vueltas negras, con el paso medido en sus túnicas blancas. Un rumor, como un cacareo ahogado, saluda a los que pasan ahora, de blusa también, y bombacha y polaina, con grandes fajas blancas al cinto y a la frente: son los veinticinco soldados leales, que por todas partes han seguido a Li-In-Du, y vienen como más altos de lo que son, apretados y altivos, con un bosque de banderas sobre las cabezas: cada uno lleva bandera de un color y presidiéndolas va el palio redondo del mandarín, naranja y morado.
    
   
 
 Tras dos farolas blancas siguen en tunicelas de colores varios, con banda al pecho y lazo al codo y al costado, los que traen en astiles rojos, recortadas en cartón con dibujos de oro y flores, las ocho insignias puras, los mandamientos de la ley de Tao, que Tao mismo dio al caudillo Gwin-Li-Du, en el monte luminoso de Tien-San, y la santa fruta que Tao comió en el monte, antes de su transfiguración, y la espada con que Gwin defendió la ley divina, y el hacha celeste que cae airada sobre el mundo cuando el malo impera, y la flauta apacible, y el vivaz wooyin con que acompañan su dicha los genios redimidos, y las flores celestes que dan olor de té y ni se secan ni se ajan, y la urna blanca de la vida eterna.
Y detrás, ante el féretro, de la mano de un palafrenero, va, sin jinete en la silla de cuero ribeteada de bronce, un caballo blanco.
 Luego el carro, con un limosnero de túnica ceniza en el pescante, dejando caer sobre la multitud de trecho en trecho papel moneda del imperio, para que dejen al muerto el paso libre.
 Luego el doliente, el sobrino Li-Yung, de manto blanco y banda negra, con la cabeza descubierta. Luego, en dos diligencias negras y amarillas, la música china, chillona y discorde, sin notas ni frases, sonando más que a duelo, a triunfo y alegría. Y luego el séquito de chinos masones, de gabán y sombrero de pelo, con el mandil de las tres letras, y mil chinos más de dos en dos, con los brazos cruzados.
 Y ese gentío de colores, y los cuatro caballos blancos, y las banderas, y las insignias de Tao se agruparon en el cementerio junto a la fosa, donde los empujaban con risas y chistes crueles, millares de curiosos, de rufianes desocupados, de novios en flor, de madres nuevas, de damas en pellizas, de irlandesas fétidas. Los árboles, por hojas, tenían pilluelos. En el techo arruinado de un caserón vecino, unas actrices pelaban naranjas.
 De pronto la muchedumbre se echa atrás; caen sobre el suelo las banderas; vuelan por el aire las túnicas y bandas; sube en onda turbia el humo de la fogata repentina donde se consumen todos los trajes y emblemas funerales, las tunicelas y mantos, el percal de las trenzas, el luto de los caballos, los oriflamas y pendones, las insignias de Tao, con la gran bandera roja, el baúl del muerto.
 Y al dispersarse la gente apiñada, se vio el túmulo compuesto al uso celestial: a la cabeza, como respaldo, clavado en tierra todo el astil, el corazón masónico: luego, enclavadas también, las dos farolas blancas: de allí a los pies, simulando urnas y cojines, rosas blancas y amarillas: a los pies, y al remate de los lados, las siete velas místicas: y junto a ellas tazas de arroz, platos de col, bollos de pan, montones de tierra regada con vino, buñuelos y pasteles, y dos pollos asados, que es el banquete que disponen en cuclillas los amigos de Li-In-Du, para que no pase penas de hambre en su viaje difícil a la mansión de los genios, donde va a ser djinn venturoso e inmortal, viendo de cerca en su espíritu puro a los que amó en vida, intercediendo porque el hombre sea bueno y China libre, y favoreciendo a sus conocidos y parientes con dádivas y milagros.


 La Nación. Buenos Aires, 16 de diciembre de 1888.

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